Mis veintitantos años en el MAPR y otras generalidades museográficas
Del 24 al 25 de octubre de 1998, más o menos un año después de comenzar la construcción del proyecto museístico y dos años antes de abrir sus puertas al público general, el “proto” Museo de Arte de Puerto Rico (MAPR), junto a Michelle Marxuach y su proyecto de arte M&M Proyects, afilaron sus fantasías culturales en el nuevo espacio santurcino. Con el MAPR todavía en plena construcción, a cargo de los arquitectos Otto Reyes y Luis Gutiérrez, quienes adaptaron el edificio histórico (antes el hospital municipal) de la década del 20 del pasado siglo y con una fachada neoclásica confeccionada por William H. Shimmelphening, Marxuach gestó la exhibición efímera Espacios en Transición-Transición en espacios. Nueve fueron los artistas invitados para ocupar, irrumpir y transformar los espacios interiores de la construcción en proceso: Rosa Irigoyen, Charles Juhasz Alvarado, Antonio Martorell, Arnaldo Morales, José Morales, Ernesto Pujol, Dhara Rivera, Ana Rosa Rivera y Melquiades Rosario, constituyeron el equipo de artistas que estableció el novel y épico evento; preparando la atmosfera para una apertura oficial, histórica y fastuosa dos años después.
Todavía era estudiante de bachillerato en la Escuela de Artes Plásticas y Diseño de Puerto Rico cuando me inserté en el proyecto del artista y mentor Charles Juhasz Alvarado, titulado Aquí se construye el Museo de Arte de Puerto Rico: el comején nos hará m…, 1998. En ese momento trabajé en una sesión fotográfica en los predios de la construcción, vestido de mujer. Inspirado, en parte, en Rose Sélavy, alter ego femenino del artista Marcel Duchamp, para luego pasquinar esas fotos en la exhibición. En la sesión fotográfica coqueteé con “constructores obreros” y ocupamos el tiempo coqueta y lúdicamente entre las montañas de piedra, arena y tierra, maquinarias, bloques, varillas, etc. Jamás me hubiera pasado por la cabeza que, dos años más tarde comenzaría a laborar en el MAPR, cuya estadía ha durado poco más de 20 años ininterrumpidos. Los mismos años que cumplirá este verano el Museo de Arte de Puerto Rico.
El discurso inaugural del otrora gobernador Pedro Rosselló Gonzáles lo pude apreciar con exclusiva ventaja panorámica desde el quinto piso del Museo, con una vista cabal del atrio. Su comparsa administrativa, los fuegos artificiales, las prodigalidades de comida y alcohol y el teleprónter que le dictó en directo el significado etimológico del concepto Museo, y el resto del “persuasivo” discurso, hizo de aquella inauguración un espectáculo más farandulero que artístico. Rosselló se retiró del podio como una celebridad, no como un gobernador necesariamente respetable; y los aplausos parecían, quizás más una despedida cortés por ser su último cuatrienio, que otra cosa. Aunque no faltó, por supuesto el fanático que le gritara “¡4 años más, Pedro!”
Desde aquel entonces he visto pasar por el péndulo curatorial del museo a varios curadores y curadoras, entre ellos(as), Mercedes Trelles, Mariel Quiñones (cofundadora del proyecto curatorial Trans-Forma, 2016) Marisol Nieves, Marianne Ramírez (actual directora ejecutiva del Museo de Arte Contemporáneo de Puerto Rico) y Juan Carlos López Quintero, así como también a innumerables curadores y curadoras invitadas de gran calibre nacional e internacional. Tres directoras han asumido la ardua tarea de dirigir y administrar el Museo de Arte de Puerto Rico desde que abrió sus puertas el verano de 2000: Carmen T. Ruiz de Fischler, Lourdes Ramos Rivas y Marta Mabel Pérez. De igual manera, un puñado de notables empleadxs/artistas han sido parte de la familia del MAPR, de los cuales destacan el cantautor, poeta y rapero Luis Díaz y la fallecida, y también cantautora, Ivania Zayas. Artistas como Garvin Sierra, Marnie Pérez, Odalis Gómez, Xavier Valcárcel, y la actual directora ejecutiva, Marta Mabel Pérez, han robustecido contundentemente la capacidad museológica y museográfica de la institución. Además, el MAPR ha sabido armarse con excelsos recursos educativos y fructíferos artistas, colaboradores y talleristas como, Diana Dávila, Lillian Nieves, Annie Saldaña, Rafel Trelles, Ada Rosa Rivera, Luis Felipe Passalacqua, Pedro Adorno, Carola García, Martín García, Eugenio Santiago, entre otros y otras que, de igual manera, han moldeado y fortalecido la misión del Museo a corto y largo plazo.
Aunque esto no pretende ser un ensayo historiográfico, sobre todo porque estoy escribiendo prácticamente de memoria en un fluir de conciencia bastante subjetivo y obviamente cauteloso, sí quiero recalcar que en las más de 100 exhibiciones en las que he laborado, construido, desarrollado y confeccionado, he visto como la historia de una nación puede convertirse en espejos con una cantidad inquietante y heterogénea de reflejos; algunos empañados y otros con un brillo cegador. No existen curadurías perfectas. Es humanamente imposible que un curador(a) se deshaga de todas sus preferencias estéticas o de análisis críticos autorreferenciales u opinados. Pero yo creo que hay cierta belleza detrás de esos procesos, siempre y cuando no existan ramplones personalismos que conlleven la exclusión de artistas por cruentas enemistades o favorecimientos exclusivistas por lo contrario.
Construir una exhibición no es tan fácil como parece. Una exhibición es como la creación de un libreto cinematográfico, o un trabajo literario. Es una obra de arte en sí misma, con toda la complejidad que ello conlleva. La propuesta inicial en su modo conceptual, que a menudo puede llegar a ser muy tautológica, la selección de obras, la confección de la o las maquetas y los textos que acompañarán a las obras en sala podrían tardar largos meses, incluso años antes de fraguarse por completo. Los consensos del equipo interno de cada proyecto no siempre armonizan de golpe y porrazo. Y, aunque todos los que trabajamos en museos sabemos esto, el público general está parcialmente desconectado de las dinámicas museográficas y museológicas. Los escasos recursos económicos con los que a menudo se trabaja siempre representan un reto administrativo amenazante. Los exiguos fondos gubernamentales, la búsqueda de fondos privados, donaciones filantrópicas, desarrollo de eventos especiales, las membresías de los socios(as), la tienda de suovenirs o los talleres educativos que se preparan, todo para parear fondos, hace que el trabajo llegue a ser demasiado arduo y esporádicamente sentirse medio guillotinado, aunque siempre con intermitencias retozonas y divertidas.
La extraordinaria experiencia de trabajar directamente con maestros y maestras de la plástica puertorriqueña, como Rafael Tufiño, Lorenzo Homar, Myrna Báez, Domingo García, Luis Hernández Cruz, Augusto Marín o Zilia Sánchez, por mencionar una ínfima parte de ellos y ellas, y entendiendo que las conversaciones son exclusivísimas visiones intimistas que muy probablemente nunca habiten como entrevistas impresas en libros oficiales es una sensación casi mística y hasta abrumadora. A veces, algunos y algunas artistas solo dicen lo que quieren escuchar los intelectuales, pero quizá uno, que no tiene jurisdicción plenaria, recibe elaboraciones anecdóticas sin restricciones o censuras, capaces de llenar enciclopedias enteras. Tal vez este fenómeno se da porque los y las artistas se sienten de alguna manera más cómodos hablando con un sujeto descorbatado. La exclusividad de tales experiencias las cargo conmigo como un tesoro invaluable que apenas comparto, a menos que las circunstancias no sean estricta y necesariamente favorables.
Mi puesto es de Preparador, sin más: Preparator, es decir, quien prepara literalmente las exhibiciones. Hay otros nombres especializados, quizá hasta más elegantes, como Art Handler, o Exhibition Specialist. Supongo que es económicamente conveniente el de “Preparador”, que es mucho más genérico y se inclina más a una vocación que a una profesión. Esto no es esencialmente culpa de los museos, sino del capitalismo voraz que etiqueta las vocaciones como trabajos que no requieren destrezas intelectuales, sino manuales, y por lo tanto la remuneración económica es inferior a las responsabilidades inherentes de las funciones de una “profesión en propiedad”. Pintar, martillar, construir, cargar o conducir un camión son destrezas técnicas, no habilidades intelectuales, y por consiguiente son trabajos de “poca valía remunerativa”. Pero claro, cuando uno habla de estas cosas, la imputación más fácil e inmediata es la de que se padece de algún complejo de inferioridad o alguna patología psicológica, de la cual hablaré un poco más adelante. Sin embargo, tiene tanta importancia quien piensa o administra como el que ejecuta. No hay diferencia, excepto en las mentes de cada cual. Pero quién le dice eso a quién o, quién está dispuesto a reflexionar con sincera y verdadera seriedad sobre este tema; que tiene todos los elementos necesarios para aflorarse en un polémico asunto socioeconómico y filosófico. Estas definiciones o indefiniciones se han dado en casi todos los museos, porque no concurren necesariamente bajo un criterio obrero-patronal uniforme, perceptible y concreto. Existe una gran variedad de profesionales que se dedican a la museología y museografía procedentes de formaciones académicas muy heterogéneas y hasta aparentemente desconectadas. Desde arquitecto(as), diseñadores gráficos, carpintero(as), químico(as), electricistas, escritore(as), bibliotecario(as), etc. Cada uno y cada una entiende y cree que proviene de una formación fidedigna y que solo ellos y ellas pueden desempeñar tales funciones específicas para las cuales fueron contratados. Esto ha empujado a los y las profesionales de museos a una suerte de competencia secreta entre ellos. Detrás de esta competencia se encuentra, en efecto, un tipo de complejo de inferioridad, pues ninguno de ellos puede demostrar de manera categórica todas las especificidades que exige su puesto; y esto a su vez hace que cada profesional o grupo interno trate de imponer sus criterios personales sobre cómo debe ser y cómo debe sistematizarse cada especialización museística, con la legítima intención de administrar un control sobre todas las ocupaciones museográficas. Este fenómeno no es inherentemente negativo, siempre y cuando se trabaje democráticamente, escuchando y validando las ideas de todo el personal sin que medie las jerarquizaciones en categorías subjetivas. Claro, ahora tenemos cursos a nivel graduado que preparan a estudiantes como profesionales y gestores de la cultura en el mundo de los museos. Pero como toda profesión o vocación, es en la experiencia donde realmente se gana el titulo.
20 años no es poco tiempo. Aunque mi puesto dice que soy “preparador de exhibiciones” he trabajado y apoyado a todos los departamentos. Un fenómeno prácticamente global y necesario en los museos. Todos los días entro al museo como si fuera la primera vez, sin saber con qué me voy a encontrar. Se me enreda en el pecho un surtido de esperanzas, a veces hasta ingenuas pero necesarias, solo para seguir creyendo en los museos como musas reivindicadoras, con una misión íntegramente activista que busque siempre la integración equitativa de todos los componentes socioculturales de su entorno.
Qué sé yo, aquí escribiendo frente a un desesperado recurso metafórico in medias res, quizá inservible, caduco, tenso o ambiguo; solo para explicar un sentimiento inconcluso con más de 20 años escoltándome. A veces me trae algo de paz con un poco de nostalgia, confieso…