Moliendo vidrio
Notas muy personales sobre la posibilidad de una “cultura de investigación” en la UPR
Me cuesta escribir esto porque, en eso de la investigación, yo he sido un privilegiado. Escucho las quejas y los reclamos de mis colegas, sobre todo los más jóvenes, y también los de mi generación, que reclaman porque la institución les provea los medios para investigar. Y tienen todas y todos mucha razón en sus pedidos y en sus sugerencias de que nuestra Universidad, la UPR, desarrolle una cultura de investigación que vaya mucho más allá de la tendencia a privilegiar a quienes traen fondos externos. En otras palabras, que se forje una cultura de investigación democrática y generalizada. Pero no todos estamos de acuerdo con esa hoja de ruta.Hace algunos días tuvimos en el Recinto Universitario de Mayagüez un Simposio de Reformas Universitarias donde este fue uno de los temas que provocó una discusión intensa. La crisis de cumplimiento con la Fundación Nacional de las Ciencias ha detonado una batería de respuestas administrativas para agilizar procesos y hacerlos transparentes, así como un sinfín de interrogantes sobre quiénes investigan, reciben fondos y cómo los utilizan.
El meollo del asunto radica en cuál debe ser la política de la UPR para apoyar y potenciar una cultura de investigación y —como lo reclamaron varios colegas—la actividad creativa en varias disciplinas. La paulatina bancarrota del país ha venido minando la capacidad de la UPR desde hace años para apoyar con sus fondos la investigación y la creación (de aquí en adelante me referiré a ambas como investigación), y proveerle a la facultad el tiempo socialmente necesario para realizar esa importante gestión académica y personal. La soga ha partido por lo más fino, y para sostenerse en ese ámbito crítico de la educación universitaria, la UPR ha dependido de quienes traemos fondos externos para sostener cierto nivel de actividad de investigación y adquirir equipos, programados e infraestructura de la que se beneficia el colectivo, incluyendo el estudiantado.1 La institución (que somos nosotros, no nos equivoquemos) tiene la tendencia a inclinarse por aquellas actividades capaces de generar grandes cantidades de fondos externos, soslayando los pequeños proyectos, o peor aun, los sueños ilusorios de la facultad que quiere escribir una obra de teatro o que quiere hacer un análisis de una narrativa del folclore local, por ejemplo, porque eso no es una «ciencia viva» (de esta manera se les llama comúnmente en PR, del inglés Life Sciences, en varios círculos científicos y gubernamentales).
Y es que hemos elevado a una posición arcana esas disciplinas a las que se les ha dado por llamar “las ciencias vivas”, que se revisten de una enorme importancia, pero puede uno pensar que todas las ciencias y las disciplinas son vivas. Esa visión de bata y pipeta, de fondos a raudales, de experimentación y producción de patentes, algunas para las empresas farmacéuticas, se ha convertido en el norte de la institución con sus edificios para las ciencias moleculares.
Para consolidar esfuerzos y optimizar procesos, hemos ensayado con la idea de identificar áreas estratégicas de investigación. En el 2008 participé de ese proceso, en la forja del programa BioSEI, Iniciativa de Bio-ciencias e Ingeniería, donde el RUM invirtió grandes sumas de dinero de fondos semillas en el desarrollo de investigación interdisciplinaria que tuviera el potencial de optar por fondos en agencias federales. Esos proyectos fueron exitosos en conseguir fondos externos, pero la pregunta es: ¿Debe la Universidad poner todo su esfuerzo (o por lo menos una gran parte de sus fondos) en ese tipo de actividad científica, soslayando otras actividades? Aquí operamos en función a un “mercado” muy particular de distribución de fondos—de ahí lo estratégico—y no en función de una mirada amplia a las necesidades del país, o a los sueños y aspiraciones de nuestra facultad. Es una conversación que debemos tener, porque para algunos el desarrollo de una cultura de investigación se traduce en más iniciativas como la de BioSEI, mientras que para otros consiste en que les puedan otorgar unas dádivas mínimas que permitan articular proyectos con dimensiones sociales, humanísticas o de conservación. O tal vez en otras ciencias cuyos temas no necesariamente estén en boga.
Eso es hoy, y junto con las ciencias aplicadas (los diversos campos de la ingeniería, las matemáticas, la computación, los nano-materiales, las partículas, la geología en sus aplicaciones industriales), las “ciencias vivas” (la genómica, los estudios de proteínas, la química orgánica, la biología de diversos organismos, entre muchos otros) dominan la escena y la política institucional.
Esa matriz de disciplinas son subvencionadas por agencias del gobierno federal, quienes determinan los temas de investigación y la agenda de trabajo, que usualmente no es cónsona con las necesidades del país. Al menos así reza la crítica que he escuchado de muchos buenos y respetados colegas. Me temo que debo diferir un poco (un poco) de esa visión tan maniquea y unilateral.
Primeramente, las agencias federales tienen la potestad de establecer su agenda de investigación y de subvención, y las y los investigadores tienen al albedrío de insertarse en ellas o no hacerlo. Tan sencillo como eso. No obstante, en muchas agencias (pienso que son la mayoría) la agenda particular para la región en cuestión (digamos que Puerto Rico) está basada en consulta con la comunidad científica del lugar, quienes la construyen. Me consta que es así en diversas instancias de la Administración Nacional para los Océanos y la Atmósfera (NOAA, por sus siglas en inglés), y lo mismo puedo decir para otras, como el Servicio Forestal del Departamento de Agricultura. En el caso de NSF-EPSCOR, la agenda de investigación de este programa, que ha invertido millones de dólares durante décadas, ha sido desarrollada, en gran medida, por las y los científicos locales y las necesidades del país. En otras palabras, eso de la agenda de investigación no es tan unilateral como algunos piensan.
En segundo lugar, uno debe estudiar lo que le interese investigar y no otra cosa; independientemente de la disponibilidad de fondos para ello. Por mucho tiempo yo estudié procesos sociales para los que no había fondos o eran muy pocos lo que había disponibles. Me dediqué a eso día y noche, en mi tiempo libre, en el espacio-tiempo que era posible, robándole tiempo a la familia, levantándome de madrugada para escribir. Y un buen día, porque muchos nos dimos a la tarea de empujar la agenda, aparecieron fondos para la investigación. Pero, antes de que hubiesen fondos externos para lo que quería hacer, siempre encontré en los fondos semilla de la FAC una fuente importante para realizar los estudios. En una ocasión, la Administración Central, bajo la vicepresidencia de la doctora Blanca Silvestrini proveyó Fondos Institucionales para la Investigación (FIPI), que tan buen resultado habían dado, por ejemplo, en el Recinto de Río Piedras. Con esos fondos, el pareo del Servicio Forestal y las “descargas” otorgadas por mi departamento y la FAC terminamos un proyecto sobre el la reforestación y el Cuerpo Civil de Conservación, que llegó a feliz término con la publicación de un libro, bajo el auspicio del Centro de Investigaciones Sociales de UPR-RP. He ahí un ejemplo de una alianza de fondos y esfuerzos, donde la inversión de la UPR fue sustancial. Podemos hacer mucho más en esa dirección y ese es uno de los retos que encara nuestra Universidad. Para terminar este argumento, si fuera por fondos yo no hubiese empezado a hacer las cosas que me interesan, y ya ven, algunos temas fructificaron en el área de subvención, y otros no. Pero… ¿qué importa? Yo he estudiado lo que he querido y lo que me ha interesado. Punto.
Tal vez—y este no es el espacio para ello, aunque lo uso para invitar a la reflexión—no siempre fue así y en un momento específico de nuestra historia institucional, las humanidades y las ciencias sociales dominaron la escena de la investigación y la creación, al menos en la UPR en Río Piedras. En el Recinto Universitario de Mayagüez las artes mecánicas (la ingeniería) y las ciencias agrícolas dominaron hasta hace unos días desde el primer día de su fundación y todavía reclaman su posición hegemónica en lo cotidiano. Sin embargo, en UPR-RP se privilegiaron las humanidades con su avasalladora producción literaria (en el más amplio sentido de la palabra) y plástica, que se concretó en revistas (La Torre, por ejemplo), en exhibiciones y en la producción de libros y otros impresos de la Editorial de la UPR.
Las Ciencias Sociales también se vieron privilegiadas con la forja del Centro de Investigaciones Sociales y el Instituto de Estudios del Caribe, que dominaron la agenda de la investigación en una miríada de campos de análisis social y humanística, que dura hasta nuestros días con la publicación de libros, monografías y las revistas Caribbean Studies y la Revista de Ciencias Sociales. Esa historia de la investigación—de la que el colega Jorge Duany ha aportado a su comprensión—todavía está por hacerse, para poder poner este asunto en perspectiva.
Pero el mundo es desigual y mientras en Río Piedras había una enorme efervescencia, en el RUM existía un vacío en el apoyo a la investigación que solo era salvado por la fuerza y el compromiso de colegas como Manuel Álvarez Nazario, Loida Figueroa, Fernando Bayrón Toro y Jaime Gutiérrez Sánchez, quien le dio un impulso vital a las Ciencias Sociales y a sus aplicaciones, para salir de ese bajo estrato intelectual a la que nos habían sumido las otras disciplinas.
Mi propio proceso universitario me ha puesto en la posición de promover la investigación en las ciencias sociales, en las disciplinas relacionadas con la conservación marina y la oceanografía, en la diversidad de disciplinas que comprenden a las “ciencias naturales” y sus aplicaciones, y en la actividad creativa en diversos campos. Hoy me toca—momentáneamente—dirigir los pasos de una Facultad de Artes y Ciencias (FAC), enorme y diversa, como una pequeña universidad de artes liberales.
En mi Facultad, así como en la Universidad, el reto en investigación consiste en establecer un balance entre los sueños y las aspiraciones de nuestros investigadores, vis-a-vis las agencias y sus exigencias. El mercado y las necesidades construidas no lo son todo. Están las posibilidades y la inmensa curiosidad de nuestra facultad y estudiantes por explorar mundos y temas, todos vivos, todos. Desde las cosas más pequeñas—los nano-materiales, por ejemplo—a las más grandes (como la obra ingente de Julio Cortázar, o de la Edgardo Rodríguez Juliá), de las más distantes—como los púlsares y las supernovas—hasta las más cercanas (las flores, los corales, las placas tectónicas, la gente, sobre todo la gente). Y para ello, durante muchos años, y con algunos hiatos provocados por quienes no entienden a la Universidad, hemos hecho todo lo posible por proveer los mecanismos para estimular la investigación en campos diversos. Me consta que todos los decanos y decanas asociados de investigación de la FAC promovieron la investigación y la creación en todo el espectro de disciplinas, con fondos para viajes, fondos semilla para la investigación y tiempo—las mal llamadas descargas—para investigar.
No conocí a sus predecesores, pero el primer decano asociado de investigación con quien me tocó interactuar fue el doctor Juan Gerardo González Lagoa, oceanógrafo, investigador, astrónomo amateur, agricultor, mentor y educador de primer orden. Un universitario indiscutible, que honra a quienes tenemos la dicha de compartir el mismo paisaje universitario. Gracias a Juan Gerardo, su sensibilidad y apertura, forjamos un Centro de Investigación Social Aplicada en el RUM y fue posible la publicación de la obra de economistas y científicos sociales. La inmensa mayoría de quienes le sucedieron tomaron nota de las virtudes del maestro en atender las necesidades de la facultad.
Otro de mis mentores, Manuel Hernández Ávila, oceanógrafo físico, ávido lector de la literatura del boom latinoamericano, combinó olas, especies, hábitats, modelos, poesía, historia y antropología en la forja de Sea Grant, un programa para la conservación de los ecosistemas costeros y marinos. Su gesta le llevó a ser el director del Centro de Investigación y Desarrollo, al que le imprimió su dinamismo y sentido de apertura a todas las disciplinas posibles.
Afortunadamente, la Universidad ha contado con universitarios cabales, quienes mucho antes de que habláramos atropelladamente de conceptos como la interdisciplinariedad, practicaban esa visión de la investigación y de la universidad, en su quehacer como académicos dedicados a potenciar la investigación como administradores. Es por eso que me niego a pensar que todo está perdido y que no hay una cultura de investigación en un sentido amplio del término. Eso sí, hemos sido víctimas de comisarios y funcionarios revestidos de lo peor de ambos lados de la Guerra Fría, quienes han retardado el desarrollo de una visión de avanzada para la investigación y la creación. No me detengo más en ellos, porque no vale la pena. Eso sí, hay que recordarles y tenerles en mente, no por la vil y estúpida venganza, sino porque es necesario para reivindicar la Universidad y su trayectoria.
Nuevamente, en estos días escucho el llamado a forjar una cultura de investigación, cosa que aplaudo. Pero también hay que reconocer los esfuerzos que se han hecho y la gente que ha tenido que moler vidrio con el pecho para gestar sus sueños y laboratorios (no importa de qué, son lugares para laborar en la cuestión académica, unos con pipetas, otros con ordenadores, algunos con láseres, los menos con telescopios, un puñado con papel y lápiz y otros con cuestionarios y entrevistas). Hay colegas que descubren hoy el Mediterráneo de la interdisciplinariedad y el Orinoco de la internacionalización y las redes globales. Es extraño, que muchos académicos partan de cero en su análisis sin valorar el proceso histórico-universitario que nos ha llevado hasta aquí.
Por último, el discurso novel y entusiasta que llama a las huestes a construir una Universidad de investigación usualmente se ancla en el grito de batalla de la innovación y los comportamientos empresariales. Sobre esto, y sobre sus consecuencias he esbozado unas ideas en el texto Utopías: otras universidades posibles, y no pienso volver a ello ahora. Eso sí, y para finiquitar, hablamos y escribimos sobre innovación pero somos tardos y remisos en transformar programas académicos, y usualmente no miramos más allá del muro disciplinar o del cerco de los departamentos y las plazas que debemos proteger. Para muchos lo interdisciplinario es una palabreja útil y amena al discurso de rigor, pero ausente en la praxis. Raras veces somos capaces de ir más allá de las certificaciones y del uso y la costumbre. La agenda delante de nosotros es enorme, me consta. Requiere de creatividad, arrojo, rigor, perspectiva histórica y la valentía para promover una agenda de investigación gigante, abierta y democrática, como el mar, para parafrasear a Nicolás Guillén.
Posdata:
He dejado en el tintero muchas cosas, ideas, propuestas, quejas y apuestas. Espero que este escrito sirva para que el debate tome otra dirección y que provoque el fuego cruzado universitario que tanta falta nos hace, si es para pensar y construir. Finalmente, como en estos días uno puede parecer como que aspira, dejo aquí claro, que no aspiro a puesto administrativo universitario alguno. Tal vez comienzo a exhalar lo que me queda de lo que hoy me ocupa como administrador universitario.
Agradezco al Dr. Félix Fernández, Decano Asociado de Investigación del la FAC del RUM, sus valiosos comentarios a este trabajo, que es también producto de nuestras conversaciones sobre la física, la Universidad, la ópera (sobre todo Wagner).
- Lamentablemente, la cantidad de fondos que los investigadores traemos a la Universidad se ha convertido en una importante métrica a la hora de evaluar nuestra excelencia académica. [↩]