Mujeres de Dios
Para mi sorpresa y contra todos mis esquemas, me dijo que no le creyera, que buscara por mí mismo y sin artificios de intermediarios, en el libro de los libros, la palabra precisa de Dios. Tomé la palabra a la afable mujer de Fe, agradecí su obsequio y nos despedimos. Desistí de leer la prensa, sin remordimiento, pues preferí no saturar mi día de violencias y crímenes horrendos. Dejé enfriándose el café; busqué mi Biblia y leí…
…y leí que los incrédulos y demás que no comulgan al pie de la letra con la voluntad de Dios eran y serían condenados a muerte: “…y los echarán en el horno de fuego; allí será el llanto y el crujir de dientes.” (Mateo 13:42) Y leí que “…el que no se postre y adore, será echado inmediatamente en un horno de fuego ardiente.” (Daniel 3:6) Y seguí leyendo: “Destruiré los hombres y las bestias; destruiré las aves del cielo, y los peces del mar, y los impíos tropezarán; y extirparé a los hombres de sobre la faz de la tierra, dice el Señor.” (Sofonías 1:3)
Difícil imaginar aquellas mujeres tan amables clamar a semejante Dios; pero las imaginé aterradas por los suplicios del infierno, postradas e implorando al cielo: “Señor, Dios de las venganzas, Dios de las venganzas, muéstrate! Levántate, Juez de la tierra; da su merecido a los soberbios.” (Salmos 94:1-2) En cada libro sagrado, su Dios se mostraba así, vengativo, violento y cruel con los hijos de su propia creación; y la piedad, un privilegio residual para los temerosos crédulos. “Dios celoso y vengador es el Señor; vengador es el Señor irascible. El Señor se venga de sus adversarios, y guarda rencor a sus enemigos.” (Nahúm 1:2)
Y leí sobre la guerra, y vi que su Dios no era justo sino bestial y sanguinario. Animada la invasión de otras tierras para su gloria, ordenaba exterminar a sus habitantes: “Ve ahora, y ataca (…) y destruye por completo todo lo que tiene, y no te apiades (…); da muerte tanto a hombres como a mujeres, a niños como a niños de pecho…” (1 Samuel 15:3) En las tierras ocupadas en Su Nombre “…ninguna persona dejarás con vida.” (Deut. 20:16) (Josué 6:21)
Y leyendo pensé en la vida. Y leí que su Dios considera abominables a quienes de un mismo género comparten amoríos y cuerpos, y los condena a muerte (Levítico 20:13; Romanos 1:27); y leí que en lugar de estimular el ingenio y la sensibilidad para educar a los hijos, prefiere dar rienda suelta al hastío y frustración de los padres: “Si un hijo obstinado y rebelde, no escucha a su padre ni a su madre, ni los obedece cuando lo disciplinan (…) lo apedrearán hasta matarlo.” (Deut. 21:18); y leí que su Dios incita y llama justica a la violencia mortal contra las mujeres: “Mas si resultare ser verdad que no se halló virginidad en la joven (…) la apedrearán los hombres hasta que muera…” (Deut. 22:13-21)
…y dejé de leer. Cerré mi Biblia y suspiré aliviado por aquellas simpáticas evangélicas. En parte, porque sacar de contexto algunas citas bíblicas y manipularlas para su propia conveniencia demuestra que no leen como Dios manda; en parte, porque sé que -para suerte de todos- Dios existe sólo en sus cabezas…
Varios días después de terminar este escrito, la prensa publicó noticia sobre la determinación judicial de autorizar la libre entrada de propagandistas religiosos a las urbanizaciones y demás zonas residenciales con acceso controlado. La prohibición de libre acceso, a todas cuentas, nunca había sido otra cosa que una afrenta de vecinos con poder de influenciar el poder del Estado a su favor, pues las aceras, carreteras y parques en estas zonas residenciales privadas, son públicas y no tienen por qué dejar de serlo. La gran paradoja es que, aunque el vuelco judicial respondió al derecho constitucional de la ciudadanía, el mensaje religioso no deja de representar atentados a los mismos principios constitucionales y derechos humanos que nos cobijan a todos. En este escenario, parece que la libertad de expresión garantizada como derecho político/constitucional también favorece el oscurantismo ético e intelectual que irremediablemente caracteriza al fanatismo y la credulidad religiosa. Se trata de una suerte de “libertad” propia de la vida social en los estados democráticos y debe reconocerse como tal. Sin embargo, sabido es que gran parte de los males, trastornos y problemas sociales están enraizados en la credulidad religiosa, y creo que –amparados en el mismo derecho y libertad- debemos desenmascararla, desmentirla y contrarrestarla sin tapujos ni miramientos…