Mujeres tremendas y la representación del desvarío
sobre la Adela de Juan Antonio Ramos
Entre los arquetipos femeninos de todo aquel cine hollywoodense o mexicano que regurgitábamos en los reruns de la escasa televisión de los sesenta, los más interesantes eran, por supuesto, los más malos. Estas mujeres malotas y fascinantes solían aparecer sin madre ni hermanitas, a menos que fueran sus rivales, tampoco amigas-del-alma ni mucho menos con un grupo de comadres protectoras. Estas mujeres fatales del cine solían ser, por lo general, muy solitarias. Las inventaban así, por lo general, para poner a prueba el orden, y, por lo general, terminaban castigadas para, precisamente restablecerlo.
Una mujer así es la que captura nuestra atención en el relato de Juan Antonio Ramos, Adela (Callejón, 2014). Tiene madre (doña Delia) y hermana (Raquel), pero su primera silueta, que nos describe un fotógrafo, es la de femme fatale hollywoodense: “Fumaba y fumaba y lo hacía con estilo, como si fuera una dama fina o una aristócrata o una actriz de los cuarenta o los cincuenta, Bette Davis, Joan Crawford o Marlene Dietrich.”(16) Los lectores quedamos intrigados por el pasado y la fortuna de la mujer misteriosa, que alguna vez fue una muchacha común, flaquita y deslucida, pero luego se transformó en la Adela de la que todos hablan. Las dieciocho voces le cuentan su versión a alguien que conoce el pueblo y va sumando los datos y trazando la historia de un crimen que desconocemos pero del cual, supuestamente, ya conocemos al responsable. Los testimonios se alternan con la voz delirante de la propia Adela – la Divina Adela – que esparce pistas para esclarecer el enigma sin comprometerse nunca con la certeza absoluta.
Juan Antonio Ramos ha explorado anteriormente las posibilidades de la primera persona en relatos breves y crónicas, con muy buena fortuna, desde su Démosle luz verde a la nostalgia (1978), Pactos de silencio y algunas erratas de fe (1980), Hilando mortajas (1982) y Papo Impala está quitao (1983), su novela Vive y vacila (1986) y sus colaboraciones periodísticas en el “Relevo” del semanario Claridad, con la memorables voces del Dr. Moncho Loro y Papo Impala. En esta ocasión, el uso del coloquialismo y, sobre todo, de un humor bien calibrado, funciona de forma muy efectiva en una estructura de visos detectivescos.
Entre dos fragmentos titulados “Adela bajo la lluvia” y “Adela en la noche”, diecisiete intervenciones de la protagonista alternan con dieciocho testimonios de conocidos que cuentan de sus momentos gloriosos y su más remoto pasado, y ofrecen datos del carácter y las andanzas de Adela, pedazos de una historia que se va revelando como una pintura a numeritos. Narra, pues, el vox populi, la voz del pueblo, de lo que ha presenciado pero también del chisme, de lo que dicen por ahí. Delia, la madre, no se atreverá a regresar a la fonda porque sabe que todos saben. Adela quiere que sepan. Siempre pendiente del vecino, contando vidas ajenas, cada testigo del arresto de Adela – primer dato de la historia – cuenta lo que sabe y comparte sus conjeturas con el anónimo destinatario. Las tres voces finales destacan por ser las más cercanas a la protagonista: la madre, la hermana y el primo, cuyo testimonio – el último, el más largo y revelador – consta de 18 fragmentos, como una pequeña novela intercalada. De hecho, muchos – si no todos – los testimonios constituyen por sí solos interesantes cuentos, autónomos a su manera, cada uno con su carácter, tensión, desarrollo y contundente desenlace.
La clave para el misterio de Adela – nombre de origen griego que significa no manifiesto, invisible – está, evidentemente en su temprana juventud, pero sólo escucharemos las versiones de los lengüilargos, los resentidos y los interesados. Algunas certezas pueden concluirse de la suma de perspectivas de un mismo incidente, certezas que no pongo aquí para no estropear el efecto de la lectura. La voz alucinada de Adela, por su parte, parece ocultarse a sí misma las revelaciones, como temerosa de los hallazgos, o al mismo “diablo”, la presencia que, según ella, la domina a ratos. La lectura, entonces, se vuelve un rompecabezas en el que nos esforzamos, confiados en que al final recibiremos el premio del cuadro completo.
El examen que se hace en la novela del personaje femenino, Adela, desde la perspectiva masculina, por supuesto, establece vínculos con los modelos del cine de la primera mitad del siglo XX, particularmente el de Hollywood, pero sin excluir las referencias al cine mexicano en la alusión a la María Félix de “Doña Bárbara” (Fernando de Fuentes, 1943). Así pues, leer Adela nos invita a repasar (o a conocer) los clásicos del cine “Gilda” (Charles Vidor, 1946), “Al About Eve” (Joseph L. Manikiewicz, 1950), “Sunset Boulevard” (Billy Wilder, 1950), “Dial M for Murder” (Alfred Hichcock,1954), “The Three Faces of Eve” (Nunnally Johnson, 1957) y “What ever happened to Baby Jane?” (Robert Aldrich, 1962). Se trata de películas protagonizadas por mujeres que, como Adela, o desafían el dominio de los hombres, o sufren los efectos de alguna rivalidad femenina, en el marco de una lucha por el Poder (dinero, fama, control). Adela se refiere oportunamente a estos personajes, o a las actrices que los representan, a lo largo del texto.
La novela, en ocasiones, parece también establecer un diálogo con la tradición literaria puertorriqueña, si consideramos que el tema de la chica desastrada nos persigue desde La charca, así como la rivalidad entre hermanas de Los soles truncos, precisamente por su alcance metafórico y su parentesco con los personajes femeninos del realismo-naturalismo y sus secuelas. La patria que anda de noche sola, la fetichización de la mujer tremenda (que no fatal), hijas o hermanas de Julia de Burgos, Silvia Rexach, Clara Lair y Anjelamaría Dávila, pueblan la imaginación de la ciudad letrada boricua y ofrecen tela para cortar.1
Es Adela, el personaje inventado por Juan Antonio Ramos y recreado por los testimonios que componen el discurso de su novela, precisamente una mujer tremenda: hermosa, salvaje, linda, cruel, doña bárbara, María Félix, es la suma de imágenes de misterio, desafío y peliculera perdición. Por el contrario, su hermana Raquel es la “buena muchacha”, la modosita, estofona y mujer bien avenida al orden patriarcal. Curiosamente, es maestra de español, por supuesto. Otros pares de hermanas aparecen en el texto: Betzaida y Gerardina Miranda, las hijas de la amante del padre de Adela y, por lo tanto, rivales en su relación filial; también sus primas Carmencita y Sonia reproducen la relación de opuestos, al menos en el físico y las actitudes: una hermana más interesante y bella que la otra; como si las familias reprodujeran dos posibilidades de mujer: la resentida Baby Jane y la talentosa Blanche (¿o viceversa?) de la citada película de Robert Aldrich.
El pueblo ficticio de Naranjales, por otro lado, adquiere, rodeado de locativos reconocibles (Mayagüez, San Juan, Aibonito) el carácter genérico de un espacio simbólico puertorriqueño: “pueblo de letrina”, “un pueblito como éste”, un lugar donde todos se conocen y del que los jóvenes quieren más que salir, huir. Es un espacio que reproduce defectos y traumas del país completo: corrupción, violencia, hastío. Regresar al pueblo es, en este relato, hundirse, destruir el futuro, a menos que compartan el poder con la tribu maliciosa que domina a perpetuidad, a menos que se sueñe con algo grande e innovador que, en efecto, transforme el pueblo, como Adela. El tiempo de la acción la adivinamos distante en el tiempo, contemporánea a las películas citadas, y es por eso que resulta tan inquietante la persistencia de aquellos males: corrupción, violencia, desencanto.
¿Qué representa, en este contexto, la obsesión – ingenua, hasta cierto punto – de esta mujer con las divas fatales del cine? ¿Qué modelo funciona? ¿O acaso es que los demás no pueden verla de otra manera que no sea a través del filtro de los modelos peliculeros? ¿Tan colonizada tienen la imaginación? Los proyectos de Adela no son empresas que produzcan otra cosa que ilusión: el bar transformado en nightclub, la tabacalera transformada en cine-teatro, la literatura ensayada y guardada en baúles; por un acto “de ilusión” quedará destruido su sueño. Mientras tanto, la madre trabaja en una fonda, la hermana es maestra en la escuela, pero sus esfuerzos están exentos de glamour e interés. El poder-poder se entretiene en las fiestas, en el exceso, en la representación de su propio dominio, en el confort. Ella bebe vino, canta y fuma, y toma y fuma. Por eso este arreglo no funciona, no produce, y termina en el crimen, en fuego o locura. Acaso Adela (¿Juan Antonio Ramos?) nos esté hablando del ahora mismo en este país, y el misterio – ya no de la novela, sino del día que vivimos hoy – sea obra de ese mismo espíritu burlón que pierde al personaje y que ella llama diablo, pero yo me atrevo a llamar aquí desvarío.
- No sé si ha sido a propósito, pero “la divina Adela” es la fiel esposa de Salomón, el dueño del Cinematógrafo Salomón, un personaje secundario de La lucha por la vida: III. Aurora roja (1904) de Pío Baroja. Mujer de “genio irresistible” y madre de dos hijas, procede de “una capa social más elevada, hija de maestro, y tenía a su marido en menos y lo maltrataba”. ¿Un guiño irónico de Juan Antonio Ramos, o una casualidad? [↩]