Navegando «la charca» académica
La pasión por cualquier objeto de estudio había sido siempre para mí una inmensa ola que se revolvía entre varias orillas. Moverse entre una islita de Latinoamérica (tan lejos del resto del mundo como cerca de los Estados Unidos), y la península ibérica (tan unida y alejada de África por un estrecho de mar, como unida y alejada de Europa por mar y montañas) no era una vocación con puerto de llegada seguro, sino de navegación permanente. Ni desde adentro ni desde afuera, mi mirada era oblicua, un intento de transitar varias orillas con los pliegues tumultuosos de una ola.
Mi entrada como estudiante a la UPR en 1979 fue también un navegar entre orillas lejanas. Aunque desde el séptimo grado hubiera dicho que algún día estudiaría literatura hispánica y obtendría un doctorado en filosofía y letras, como también me gustaban la ciencia y las matemáticas y estudié en la Escuela Especializada de Ciencias y Matemáticas University Gardens, decidí hacer un bachillerato general en ciencias (una combinación de química y matemáticas), tomar 30 créditos en Estudios Hispánicos, 15 en Literatura Comparada y entrar al Programa de Estudios de Honor para tener el privilegio de crear cursos de acuerdo a mi interés, además de conseguir con más agilidad las clases deseadas en la Facultad de Humanidades. Entonces no existía la posibilidad oficial de doble concentración y era una labor titánica conseguir cursos en cualquier otra facultad que no fuera aquella a la que uno había decidido entrar entre los 16 y los 18 años.
En plena adolescencia, al poner un pie en la UPR, solo estaba segura de tres cosas: 1) me gustaba enseñar, 2) quería proseguir estudios graduados y 3) incluir la química entre mis áreas de estudios, que era la única tabla de salvación segura para mantenerme a flote: si hoy Puerto Rico ocupa el quinto lugar a nivel mundial en la industria de productos farmacéuticos, antes de la globalización, en los años ochenta, ocupaba un rango todavía más alto. Proveniente de una familia de pequeña clase media, mi acceso a la educación universitaria fue posible gracias a dos fenómenos más allá del poder adquisitivo de mis padres: la “Pell Grant” y la “matrícula de honor” otorgada por la UPR y cuyo riesgo de eliminación fue detonante de la más reciente huelga universitaria.
Aunque a los 18 años no estuviera segura si terminaría como maestra de química, de matemáticas o de literatura, la experiencia universitaria alentó el sueño de formar parte de una comunidad académica comprometida con la producción continua de conocimiento para desarrollar el bienestar social y público de nuestro país y visibilizar de manera tangible su inserción en el mundo. Sabía, sin embargo, que seguir estudios graduados en química en la UPR permitía la opción de conseguir un “TA” (asistencia de cátedra o de investigación), mientras seguir estudios graduados en matemáticas o literatura implicaban conseguir un trabajo a tiempo completo (en una farmacéutica, por ejemplo) y tomar los cursos graduados a tiempo parcial durante la noche y los sábados. De modo que independientemente de mi decisión final: la química sería tabla de salvación que permitiría incluso financiar mis estudios graduados en literatura hispánica en la UPR si así lo decidiera.
Descubrí, sin embargo, que mi interés por la ciencia era bastante inusual y hasta peregrino. Una nota al calce en el libro de texto de química orgánica que mis compañeros de curso saltaban olímpicamente para ir directamente a la explicación de una fórmula, podía captar mi atención por varios minutos y hasta horas enteras: “Mientras dormía, Friedrich August Kekulé soñó con una serpiente que se enroscaba para morderse la cola. Pensó entonces sobre la posibilidad de que el benceno fuera un anillo”. ¡Qué narración! ¿La estructura básica de la química orgánica fue primero y fundamentalmente una imagen narrada entre sueños? ¿Es posible pensar sin imágenes? Una simple nota al pie de página, colocada en el margen, significaba para mí pensar que aunque el conocimiento científico se construya por medio de la investigación y la experimentación, su interpretación pertenecía al dominio de la narración y la creación de imágenes. Las imágenes nos entran por diversos medios de percepción, desde el tacto y el oído hasta la vista y el olfato, pero todas ellas adquieren sentido cuando las contamos. La ciencia es también imposible sin la producción de narración e imágenes. La literatura, por su parte, puede intentar enroscarse y hasta morderse la cola, pero estará inevitablemente conectada a otras narraciones e imágenes científicas, políticas, sociales, mediáticas, como una compleja conexión orgánica. Soy una lectora orgánica de la literatura, estudiante de ciencia que se regodea gustosamente en una nota al margen de un libro científico, y lectora que salta de una imagen o narración a otra sin bordes o domesticidad disciplinaria como tabla de salvación segura.
En los años 80 la UPR no tenía programas interdisciplinarios, pero el Programa de Estudios de Honor proveía la oportunidad de diseñar cursos más allá de la facultad a la que fuera admitido el alumno, además de aprender una tercera lengua y escribir una tesis de honor bajo la supervisión de un especialista en el área seleccionada. Fue mi gran oportunidad para saltar de mis clases de Ciencias Naturales a cursos de literatura. Carlos, estudiante de química, y yo propusimos tomar un curso sobre toda la obra de Mario Vargas Llosa y de repente, Mercedes López-Baralt se encuentra con dos alumnos de ciencias, un prontuario y el compromiso de que debía sacar de estos dos nerdos de laboratorio, dos investigaciones de crítica literaria. Tan pronto se enteró de nuestra extraña procedencia, en lugar de simplificarnos el prontuario, Mercedes le añadió una lista inmensa de lecturas de teoría postestructuralista: Roland Barthes, Julia Kristeva, Jacques Derrida, Tzvetan Todorov, entre otros.
Eran para nosotros perfectos desconocidos, pero la primera lectura asignada, Le Roman du Texte, de Julia Kristeva, nos dejó totalmente convencidos de que tal como René Thom había creado la teoría de la catástrofe (una matemática para cambios repentinos y bifurcaciones), la literatura estaba teorizando sobre una lógica no líneal o plana de la escritura, lectura e interpretación de textos. Los conceptos de Roland Barthes sobre el placer del texto versus textos de “jouissance”, el reto de Derrida a Levi Strauss con una concepción de la cultura como “bricolage”, y el concepto de intertextualidad de Julia Kristeva fueron fundamentales para una estudiante de ciencias que quería estudiar literatura más allá de sus límites disciplinarios con una concepción orgánica de la cultura y la producción de conocimiento. Una versión reducida de la monografía que escribí para esa tutoría de honor, “La teoría del relato implícita en La señorita de Tacna”, fue aceptada y publicada en una revista arbitrada en México (Cuadernos Americanos), pero la experiencia de aprendizaje más significativa para mí fue leer un ensayo de Vargas Llosa en defensa de un libro de caballería medieval: “Carta de batalla por Tirant lo Blanch”. Fue todo un descubrimiento captar que los escritores latinoamericanos contemporáneos eran también ávidos lectores de literatura medieval, del Renacimiento y del Barroco, lo cual avivó mi convicción de que ni los textos ni las literaturas “nacionales” estuvieran desligados de otros, que un autor no se casa con nadie ni se encasilla a una época, género o disciplina.
Para aprender a leer a estos autores, había que canibalizar su biblioteca de Babel. Fue así como comencé a tomar cursos de Literatura Comparada, para mejor comprender los cruces que la literatura latinoamericana entablaba con otras manifestaciones culturales y campos teóricos. En Estudios Hispánicos estudiaba la Literatura Latinoamericana, española y puertorriqueña, en Literatura Comparada entablaba mi propio diálogo entre estos autores latinoamericanos y españoles con el resto del mundo y sus distintas dimensiones teóricas. Mientras tanto, el Programa de Honor permitía adentrarme en temas específicos de investigación, mientras seguía tomando los cursos requisitos de Ciencias Naturales para culminar un bachillerato en ciencias con énfasis en Química y Matemáticas.
Al terminar mi bachillerato en Ciencias, con tesis del Programa de Estudios de Honor, 30 créditos en Estudios Hispánicos que no significaban entonces una concentración oficial y 15 créditos en Literatura Comparada que tampoco significaban una concentración menor, tomé la decisión de seguir estudios graduados en Estados Unidos, primero en Lenguas y Literatura Hispánica (SUNY-Stony Brook), y luego en Literatura Comparada (Columbia University). Me fui a Estados Unidos por exactamente las mismas razones que lo siguen haciendo la mayoría de nuestros alumnos de hoy: en el campo de las Humanidades seguimos sin suficientes fondos para proveer ayudantías de investigación y enseñanza para nuestros alumnos de la UPR.
Mientras en los 80 luchábamos por tomar clases más allá de nuestras facultades y nichos disciplinarios, para participar de un proceso de exploración del conocimiento, nuestros alumnos de hoy tienen la posibilidad “teórica y oficial” de obtener dobles y triples concentraciones y hasta programas interdisciplinarios, pero se la pasan semanas, meses y semestres enteros peleando por conseguir los requisitos mínimos de un simple bachillerato. Logramos romper las barreras disciplinarias en papel, pero la congelación de plazas de profesores retirados y la disminución de la oferta de cursos, limitan la posibilidad de que nuestros estudiantes salgan verdaderamente preparados para enfrentar un mundo global que requiere de conocimiento multidisciplinario y destrezas de comunicación en varias lenguas y áreas del conocimiento. El acceso a un conocimiento global e interdisciplinario seguirá siendo una bonita ficción para la inmensa mayoría de nuestros estudiantes. La apertura de plazas es indispensable para aumentar la oferta y preparación de los estudiantes y cumplir con el imperativo de orientarlos de manera puntual y eficaz, de modo que realicen combinaciones académicas que aumenten cualitativamente su enriquecimiento cultural y la potencialidad de entrar con pie firme al mundo laboral o continuar con éxito estudios graduados. Mientras sigamos con 30 y 60 alumnos en el salón de clases, la mentoría y consejería entre profesor y alumno será también una ficción de un pasado remoto.
Aún más, mientras en los años 80 los estudiantes se la pasaban metidos en la universidad, hoy día nuestros alumnos entran y salen como hormiguitas: de la universidad al tapón, llegan a algún centro comercial que no se parece en lo más mínimo a una experiencia de vida universitaria. Peor aún, toda su elocuencia retórica, destrezas matemáticas y de escritura es empleada vendiendo perfumes, chocolates, zapatos y sostenes, mientras las universidades de los once recintos de la UPR siguen rodeadas de comunidades con escuelas públicas “en plan de mejoramiento”, eufemismo que oculta la carencia de destrezas básicas de comunicación, escritura, análisis verbal y matemático de los niños. A veces me pregunto por qué se les pagan millones de dólares a compañías de cuello blanco que lleven charlas y adiestramientos a maestros cuyas escuelas están “en plan de mejoramiento” sin siquiera pensar que nuestros alumnos universitarios podrían ofrecer tutorías y supervisión de tareas a las escuelas públicas como parte de un programa de internados, por una cantidad nada exorbitante de dinero, y haciendo buen uso de sus facultades mentales y cognoscitivas mas allá del “mall”.
¿Llegarán nuestros alumnos a enfrentar siquiera una capciosa entrevista de empleo como aquella que tuve en el 89 en el MLA? ¿Podrán siquiera explorar diferentes caminos y experiencias universitarias que permitan expandir sus conocimientos para abrirse a un mundo cada vez más global e interdisciplinario? La reducción de plazas, el abarrotamiento de salones de clases y la contracción de la oferta curricular está produciendo una charca, sin oleaje que pueda avasallar alguna isla del conocimiento o expandirse para besar alguna orilla. Sería iluso pensar que en este tapón entre la IUPI y el “mall” sigamos repitiendo con orgullo que “la vida es una cosa fenomenal, lo mismo pal de adelante que pal de atrás, […] arrecuérdate que desayunas café con pan”.