No entender
A Café, loba con ojos miel y corona de flores
A Galeano, maestro de fuego y agua
A Gatito, conociéndote sin haberte conocido
Se murió Café. Se murió Galeano. Se murió Gatito.
Cuánto duelen las orfandades. No se es huérfana de árboles genealógicos solo. Se es también de ideas y de criaturas que te enseñan a armarlas, así como de amor y de irracionalidad. No sé cuál orfandad es peor, o si sentido tiene compararlas, pero no tengo duda que la intemperie de la idea, del símbolo, de lo que palpita sin razonarse, no es ni una pizca menos importante que la de la materia. Es un dolor del cosmos. En “mi” dolor vibra el dolor del mundo; en el dolor del mundo, pulsa el “mío”.
En El libro de los abrazos, Galeano hace una “profesión de fe”: cree en la contemporaneidad de lo no contemporáneo. Esta fe secular parte de una anécdota de Juan Gelman, el poeta argentino sobre quien se descargó la dictadura brutal, que Galeano recoge con el título “El arte y el tiempo”. No puedo hacer aquí nada más que recrearla en su totalidad:
¿Quiénes son mis contemporáneos? –se pregunta Juan Gelman.
Juan dice que a veces se cruza con hombres que huelen a miedo, en Buenos Aires, París o donde sea, y siente que esos hombres no son sus contemporáneos. Pero hay un chino que hace miles de años escribió un poema, acerca de un pastor de cabras que está lejísimos de la mujer amada y sin embargo puede escuchar, en medio de la noche, en medio de la nieve, el rumor del peine en su pelo; y leyendo ese remoto poema, Juan comprueba que sí, que ellos sí: que ese poeta, ese pastor y esa mujer son sus contemporáneos. (230)
Los declaro también mis contemporáneos, así como cada idea de Galeano.
La fuente no se reconoce tan lírica, pero supongo que esta también es la fe profesada por la sincronía de lo asincrónico de Ernst Bloch y por la coexistencia de tiempos en las Américas que tanto interesó a Alejo Carpentier. Si no fuera por la certeza de la contemporaneidad, que nada tiene que ver con el cronotopos estrecho y limitante del occidente hegemónico, la orfandad sería invivible.
Mas la contemporaneidad no es ni debe ser solo humana. Las cabras implicadas en el poema son también mis contemporáneas. Todos los picos, patas, ramas… que en una entrevista Galeano señala como los enjuiciadores de la humanidad, si es que existe un juicio en el “más allá”, son también mis contemporáneos. Esa sintonía no depende de compartir un lenguaje. Urge afirmar con Édouard Glissant, otro contemporáneo que hace poco murió, el derecho a la opacidad. No tengo que entender para coexistir, para convivir. El pájaro tiene su lenguaje y su código, y en toda franqueza, comprenderlo en los términos que provee la ciencia es una tarea iluminadora, pero siempre, necesariamente, limitada. Me basta la belleza de ese lenguaje otro, sin la cual este planeta sería insoportable.
Muchxs estudiantes han comentado, mientras discutimos movimientos sociales o reclamos por derechos civiles, que la gente rechaza lo que no entiende. Lo dicen con genuina buena fe. Sé que han escuchado frases como esas a manera de “explicación” del discrimen, la violencia, el genocidio. Yo también. Y también lo he dicho en algún momento previo, creyéndolo con firmeza. Pero cada día me alejo más de esa premisa. Implica que si entendiéramos, no discriminaríamos, cosa que es patentemente falsa. Pero además, la premisa implica que lxs condenadxs de la tierra deben dedicar sus esfuerzos a hacerse entender, a explicarse. Soy blanco de la opresión y, además, ¡la debo volver objeto de estudio! Se me exige que la explique, ni siquiera a mí o a mis compañerxs, sino a quienes, aparentemente sin necesidad de pensar ni comprender, la ejercen. ¿No hay que entender para oprimir, pero sí para reclamar la libertad? Cada vez que me he visto en la obligación de explicarle a alguna persona nacida en los Estados Unidos que vengo de un país que es su colonia, me enfrento, con el calor de un fuego milenario, a las limitaciones de “entender”.
Aún más: para todas las especies no humanas, la premisa del entendimiento, tan humana, supondrá siempre y necesariamente, su exterminación. ¿Se hará entender la elefanta?
No hay que entender. Hay que abrazar.
No hay que entender. Hay que defender el derecho a la opacidad.
No hay que entender. Hay que abrirnos la piel y hacer entrar por la sangrante herida la idea, el símbolo, la narrativa, la melodía del pájaro, los ojos del perro, los colores de la selva, la supremacía del mar.
No “entiendo” a Galeano ni a Glissant; mucho menos entiendo sus muertes. No “entiendo” a Café ni a Gatito; mucho menos entiendo sus muertes. Tampoco “entiendo” al lagartijo que me mira desde la ventana ahora, justo ahora, mientras escribo en código humano. Lo único que me hace falta es la certeza de que todos ellos son mis contemporáneos, de que cifran, al trasluz de sus variados códigos, texturas y ritmos, la vida posible, porque la contemporaneidad también está preñada de futuro.