Notas sobre la educación en tiempos de quiebras económicas, huracanes, terremotos y pandemias

Alvin Baez
Hoy en los tiempos del coronavirus, como en esos otros momentos en los que nuestra sociedad se ha visto confrontando situaciones de precariedad, se nos presenta con mayor claridad cómo en Puerto Rico cuando nos referimos a la educación caemos en el error que Nietzsche diagnosticó. No acabamos de entender que se necesita una ciudadanía educada si aspiramos a tener un sistema educativo de excelencia, lo que es una manera de expresar que se necesita un país que tome en serio la inteligencia si se pretende alcanzar el modo de vida que vinculamos con una sociedad justa y pacífica. Esto no tiene nada que ver con el porcentaje de personas que poseen títulos universitarios, o con el número de personas que saben leer y escribir. Con lo que sí tiene relación es con el convencimiento que caracteriza a una población de que estudiar debe ser estimulado, que aprender debe ser tomado en serio, que la formación intelectual de una comunidad, pequeña o grande, representa un valor. Hay pueblos que por su pobreza no tienen esas estadísticas que se traen a colación demasiado a menudo. O que por su pasado colonial de abuso de parte de la metrópolis no pueden alardear de grandes aportaciones a la historia de las ciencias. Pero estas sociedades reconocen en aquellas características que acompañan al estudio una cultura valiosa de la que quisieran beneficiarse. La admiran con entusiasmo y aspiran a que los suyos sean parte de ella.
A través de la historia de la educación en Puerto Rico la mayoría de las veces le hemos dejado a los educadores, o igualmente, a las instituciones que tenían a cargo la gestión pedagógica formal, como lo tiene hoy el Departamento de Educación de Puerto Rico, antes el Departamento de Instrucción Pública y aun antes las Comisiones de Instrucción Pública, el proyecto educativo del país. En muy pocas instancias hemos logrado que los habitantes de nuestras islas se sintieran que participan y cuando esto se ha dado los resultados han sido, como cabía esperar, felices. Hoy, tristemente, continuamos pensando y actuando como si a las maestras y a los maestros, los directores y las directoras de escuela, el secretario o la secretaria de turno fueran a los que exclusivamente les correspondiera la tarea y no a todo el país.
En algún momento fue peor porque los gobernadores que nos imponían, primero los españoles, luego los estadounidenses, no veían con buenos ojos que nos educáramos y boicoteaban los esfuerzos que hacían algunos por adelantar la agenda instruccional. Por esto es tan importante reconocerle su valía, aunque sea de pasada, al Padre Rufo Manuel Fernández y sus discípulos por los esfuerzos que hicieron de fundar una universidad en el siglo diecinueve, a las maestras y maestros que insistieron en ensenar en español en las primeras décadas del siglo veinte, en el secretario Mariano Villaronga y su interés a mediados de ese mismo siglo por dotar al país de una agenda educativa puertorriqueñista, después de tres comisionados del Departamento de Instrucción, nombrados por el presidente de los Estados Unidos y no por el primer gobernador Luis Muñoz Marín, que no acababan de entender lo importante que esto era.
Pero, ¿qué ha ocurrido para que, en la tercera década de este nuevo siglo, todavía atendamos la educación escolar y universitaria, tanto privada como universitaria, como si esta fuera el enemigo y no un extraordinario recurso que tenemos a nuestra disposición para mejorar nuestra calidad de vida y echar el país a andar, sobre todo en las circunstancias que vivimos recientemente de quiebras económicas, huracanes, terremotos y pandemias?
Ambas gestiones educativas han sido ninguneadas. La primera porque con la reducción de su presupuesto hasta lo irrisorio, se le ha dado a entender al país que ella no es más que una institución aislada que ha perdido relevancia, que no tiene que aportar sino críticas y que no es el pilar de nuestra sociedad que fuera en algunos momentos, según adelantamos.
¿Pero dónde está la Universidad de Puerto Rico hoy en día? ¿Quiénes la tienen a cargo? Aunque ya sabemos a qué se dedica el rector de Ciencias Médicas, en otro caso de vergüenza ajena que no hay manera de explicar, y se sabe que en dos o tres recintos la comunidad ha solicitado renuncias de sus rectores debido a procedimientos irregulares, se ignoran los nombres y cómo y en qué se desempeña el resto de su liderato institucional. Pero quizás más importante, ¿dónde están los recursos institucionales para los académicos que sí acostumbran a participar solidariamente en los esfuerzos por superar quiebras económicas, huracanes, terremotos y pandemias?
Por su lado, porque también hay que pensarlas a ellas, las universidades privadas confrontan por su cuenta y sin una deliberación pública amplia sobre el rol que están llamadas a desempeñar en estos tiempos. Antes de esta crisis en los Estados Unidos se anticipaba que pronto cerraría un 20% de las instituciones de educación superior. Entre nosotros, muchísimo más pobres, aunque nos creamos lo contrario, y sin la inquietud que debería caracterizarnos por precisar estos asuntos de modo que se pudieran atender puntualmente, no se discutía la precariedad presupuestaria por la que también atravesaban nuestras instituciones postsecundarias. Se mencionaba en algunos momentos cómo una de las instituciones privadas recortaba y renombraba unidades, pero qué implicaría para Puerto Rico un cierre digamos, por no llamar mucho la atención, del 20% de nuestras instituciones de educación superior, no se traía a colación. Ni qué significaría esto para nuestra juventud y para aquellos mayores que han vuelto a estudiar. O para profesores, investigadores y gestores de tantos servicios a nuestras comunidades. ¿Dónde y cuándo volverían a trabajar? ¿Es que no es posible dialogar en torno a asuntos como estos de modo que se puedan atender razonablemente sus retos antes de que se conviertan en auténticos problemas? ¿Por qué no reflexionar colectivamente sobre la responsabilidad que tiene todo ciudadano de contribuir a que la educación sea de verdad la primera prioridad, según gustan decir tantos?
En lo que respecta a la educación escolar, se ha convertido en una especie de hermano descarriado que no se trae a colación porque en realidad no se sabe a qué se dedica, pero del que se supone que anda en malas juntillas. Debe de andar bien, se dice con la esperanza de que se convierta en el hijo pródigo, si no se escucha nada de él o de ella.
Es el DE el que más ha sufrido en estos años de quiebras económicas, huracanes, terremotos, pandemias, sin olvidar el desempeño corrupto de su secretaria Julia Keleher dos décadas después del arresto del secretario Víctor Fajardo por lo mismo. Al igual que le ha ocurrido a las universidades, también la educación escolar puertorriqueña se ha quedado sin interlocutores nativos que pudieran indicarle qué hacen bien y qué no hace tan bien. Prevalecen las directrices federales y su enfoque utilitarista. No hay Junta o Consejo que salga a defender criterios de excelencia ante el país, diga lo que tiene que decir aunque duela, se asegure del buen uso de recursos y gestione ante el ejecutivo y el legislativo lo necesario para cumplir con sus objetivos. ¿Pero qué objetivos? ¿Los que yacen en algún documento para todos los efectos muerto porque el partidismo destruyó toda posibilidad de desarrollar visiones que sobrevivan administraciones? De todos modos se trata de documentos, estos y tantos otros, para una sociedad que todavía no confrontaba quiebras económicas, huracanes, terremotos y pandemias. Se veían venir, pero las ignorábamos arrogantemente. Hoy es evidente que para atender su desvertebramiento tendríamos que casi partir de cero, pero así anda todo el país y hacia donde miremos veremos situaciones análogas.
Una ciudadanía educada hubiera puesto el grito en el cielo, pero no por las limitaciones que acabo de señalar, ni tampoco por la sospecha de que toda una generación de puertorriqueños no llegará a desarrollar las destrezas que regularmente se aprenden de la mano de la maestra, sino sobre todo porque es a ella a la que le corresponde asegurarse de que contemos con la inteligencia, con el estudio, con el aprendizaje interminable que exigen los tiempos, pero sobre todos los tiempos de quiebras económicas, huracanes, terremotos y pandemias.
Hay una relación directa entre la cantidad de saber de una persona y sus escrúpulos, según sugiere Platón. Es evidente que mientras más conciencia se posea más interrogantes también habrá, más dudas surgirán, menos dispuestos estaremos a reconciliarnos con lo que son evidentemente las respuestas inadecuadas a lo que se vive. Pensar que nuestros retos educativos se resuelven con más y más fondos federales, o con la intervención de fundaciones, por más generosas que sean, u ofreciendo más talleres de adiestramiento, o comprando más equipo y materiales, es otro gran ejemplo de esa confusión entre causa y efecto que planteaba Nietzsche en aquellas páginas del Crepúsculo de los ídolos. Con esto no se contribuye a la educación. Con esto no se alcanza el reconocimiento del valor de la inteligencia que es necesario para que el país asuma como corresponde la responsabilidad de educar a sus hijos. Muy por el contrario, con ello se estimula su desaparición definitiva porque inteligencia y dependencia no son germanos. No ha habido inteligencia que no quiera asumir responsabilidades, que no quiere tener cada vez más escrúpulos, que no quiera deshacerse de la superstición.
Por eso en Puerto Rico, como ocurre también en tantos otros países pequeños subordinados a las dinámicas económicas de los grandes, deberíamos asegurarnos de que nada se antepusiera a la reflexión crítica en torno a asuntos como la educación. La falta de seriedad que ha caracterizado al gobierno actual sobre los dilemas que vive el globo entero en estos momentos es imperdonable. Ese partidismo trivializante y sin imaginación que nos caracteriza no nos permite tener las conversaciones inteligentes que tendríamos que tener frente a los retos que confrontamos.
En momentos de auténtica crisis, como lo ha sido la quiebra económica, como lo fue el huracán María, como lo fueron los terremotos de enero de 2020 y como nos ocurre ahora con la pandemia del coronavirus, se ausenta la inteligencia porque no hay un interés en deshacerse de lo imprescindible y tomar en cuenta solo aquello que fortalezca la generosidad y la solidaridad. Se prefiere la ganancia fácil, aprovecharse de la situación, salirse con la suya, vencer en unas primarias.
No es educado aquel que ha obtenido calificaciones extraordinarias en cursos de fisiología, filosofía, química, geografía, economía o cualquier otra disciplina, pero no reconoce cómo sus estudios deberían haberle hecho una persona responsable. Más educado es aquel que, sin ser ducho en ellas, reconoce la importancia que tienen disciplinas como estas para la vida. Mucho menos educados son los que han tenido la suerte de alcanzar un grado académico y son diestros en ellas, pero no reconocen cómo han sido favorecidos por la vida y no ponen el título al servicio de la comunidad que se lo posibilitó.
El asunto de una visión sobre lo que constituye una persona educada no puede limitarse a una discusión pasajera entre miembros de un comité de currículo universitario. La calidad de nuestra vida depende de ello. Puerto Rico se ha ido empobreciendo en la medida en que la educación ha abandonado una concepción clara de lo que es imprescindible para ella. Urge entonces educar al país para hacer posible el comienzo de un proyecto educativo articulado.