La respuesta a una crisis (3ra parte)
En Puerto Rico, el periodo estuvo marcado por la crisis del proyecto político y económico del Partido Popular Democrático, acelerado por la primera Crisis del Petróleo de 1973. “Operación Manos a la Obra”, tal y como había sido concebida en el escenario de la “vitrina”, murió en 1976. El unipartidismo autoritario del PPD, abrió paso al callejón sin salida de un bipartidismo cuya lógica no difería de los “turnos al poder” del pasado hispánico. Muchos especialistas electorales acabaron por identificar ese empantanamiento como evidencia de la “maduración” del electorado puertorriqueño.
El giro ideológico del 1970 tenía un pasado que podría trazarse hasta la revista La escalera (1956-1966). Pero para el pensamiento historiográfico, las conmemoraciones de los centenarios de la Insurrección de Lares (1968) y de la Abolición de la Esclavitud (1973), fueron determinantes. La interpretación del tema del siglo 19 se movió desde entonces entre el culto al intento revolucionario y la pasión por la aclaración del pasado de los subalternos. Los sediciosos y los separatistas, los esclavos rebeldes o sumisos, los libertos y los artesanos, consiguieron un espacio en los libros y las discusiones académicas. El potencial “político” de ambos temas era enorme, sin duda. Pero la probabilidad de que la indagación sobre Lares evolucionara en un culto romántico, era mayor que en el caso del estudio del pasado esclavista.
Digo esto porque el tema de Lares tenía un “pasado nacionalista”. Pedro Albizu Campos había canonizado el 1868 hasta convertirlo en el altar de la Patria al cual había que peregrinar. Además, los expedientes habían sido secuestrados por los invasores y devueltos al país solo en 1964. Como contraparte, la vinculación de los esclavos con el asunto de la producción de la identidad y la producción de la vida material, estaba asegurada. El 1970 fue una época en que el rescate de la caribeñidad y la negritud ofrecía perspectivas inusitadas: documentar el pasado afrocaribeño era esencial para una nueva puertorriqueñidad. Pero el proceso ofrecía además la opción de indagar sobre los orígenes del capital y la modernización en Puerto Rico. La paradoja radicaba en otra parte. Lares y el abolicionismo, que convergieron en figuras como Ramón E. Betances y Segundo Ruiz Belvis con alguna armonía, ahora movilizaban la discusión historiográfica en direcciones divergentes.
La Nueva Historiografía y la Microhistoria Social, fueron ricas en extremos y profundizaron el proceso de profesionalización de la disciplina que había comenzado en la universidad pública en la década de 1950 con figuras como Arturo Morales Carrión. La producción intelectual del Centro de Estudios de la Realidad Puertorriqueña, en colaboración con el Centro de Estudios Puertorriqueños en Nueva York , es la tradición que mejor lo significa. La presencia de la llamada “diáspora”, es decir, la emigración, en la definición de Yo, me parece uno de sus rasgos más significativos de aquel momento.
La Nueva Historiografía y la Microhistoria Social impusieron la revisión de los discursos sobre el pasado, pero también forzaron una reconsideración del problema de la relación del historiador con el oficio y con la gente que la llenaba de contenido. Una de las lecciones aprendidas por cualquiera que se acercara a la historiografía era que había que revisar una concepción que identificaba la asepsia interpretativa y la frialdad analítica con la imparcialidad y la cientificidad. Con ello se daba un golpe frontal a la tradición parsoniana y la concepción de la Universidad -pública o privada- como una anodina “casa de estudios”.
En términos temáticos, se laboró con ámbitos sociales inéditos. Los espacios primados fueron los de los productores directos: esclavos, jornaleros y obreros rurales, libertos y artesanos. La otra ansiedad fue aclarar la ingeniería de la explotación en el entramado de las relaciones de clase. El interés en descifrar el funcionamiento de los sistemas de producción social durante el siglo 19, los llevó por los intersticios de la hacienda azucarera y cafetalera, a la vez que trajo otros componentes sociales tales como los arrimados y las unidades familiares de producción.
La meta era aclarar el papel de los hacendados, apropiados como explotadores, en su entorno social y financieros. La idea romántica del hacendado como modelo de “éxito social” que imperaba en la Historiografía Liberal y el Hispanismo, fue puesta en entredicho. Esa fue otra aportación permanente de aquel discurso y, quizá, la crítica más dura y duradera que ejecutó. La historiografía nueva resaltó las contradicciones de aquellas clases con los comerciantes-prestamistas y con los productores directos sin pietismo: los hacendados eran explotadores sumisos a otros explotadores, pero poseían un margen de juego mayor que el de los sectores subalternos de la base social.
El juicio dominante difería de la interpretación Liberal. Las contradicciones al interior de aquella clase social no se explicaban por las diferencias nacionales y culturales: un hacendado puertorriqueño no era distinto de uno corso o español. La distancia competitiva entre unos y otros era más comprensible a la luz de sus relaciones con el mercado internacional y la capacidad que tuviesen para conseguir o no, el favor de las autoridades coloniales. La revisión de aquella bibliografía, al cabo de los años, me dice que se caminaba en la ruta de una Sociología Histórica de alta calidad o, si uso el lenguaje de Marc Bloc, de un tipo de Microsociología o Sociometría bien articulada.
En términos metodológicos, la Nueva Historiografía y la Microhistoria Social impusieron un estilo fronterizo al de Antropología Cultural que afirmó el componente teórico en su lenguaje. El hacer historiográfico, y esta me parece la otra gran aportación de aquella experiencia, se redefinió: hacer historia no se reducía a la descripción del acto y el proceso. La reflexión teórica era consustancial a la de historiar. Paralelamente, una sociología de la literatura se difundió entre la intelectualidad en el medio mixto de la Sociología Teórica y la Crítica Literaria, como fue el caso de José Luis Méndez.
En 1984, Lydia M. González y Ángel Quintero Rivera, sintetizaron lo mejor de aquel proceso en un texto. El título, La otra cara de la historia, fue pensado para llamar la atención sobre la diferencia o la heterogeneidad del país desde una perspectiva dualista. Se trataba de la imagen de la “otra cara, la cara del pueblo”, o bien, de “la historia de Puerto Rico desde su cara obrera”. El esfuerzo se justificaba porque los autores reconocían la “riqueza de esa olvidada y menospreciada historia de los trabajadores puertorriqueños”. Pero la historia, más que Jano bifronte, es un Brahma o una Shiva de múltiples rostros.