Nueva historiografía y microhistoria social: una mirada desde el siglo veintiuno (primera parte)
El lenguaje político era otro en el 1968: todavía se confiaba mucho en la inevitabilidad del Progreso en la historia y se confiaba en la posibilidad de un socialismo perentorio que parecía asomar por todas partes. Aquella era una Postmodernidad posible y hasta deseable. La otra se sintetizaba en una victoria del capitalismo en la Guerra Fría. Hoy se reconoce que todas las revoluciones se desgastan y se anquilosan. Tengo muchas disponibles en la mesa de vivisección: desde el agotado socialismo cubano hasta la distopía del mercado global macdonalizado.
La microhistoria, por sus métodos, su contenido y el tipo de profesional que la producía, fue una expresión más del giro que produjo la crisis de la segunda posguerra y la Guerra Fría. El orden impuesto por los vencedores del 1945 y sus proyectos de futuro, a la izquierda o a la derecha, dependían demasiado de la disposición de la gente a depositar con inocencia su confianza en la inteligencia del Progreso, una argucia teórica con un extenso pasado en la historia occidental. Al Progreso como fuerza natural e inmanente apelaban tanto, los capitalistas como los socialistas. Todavía lo hacen algunos militantes trasnochados.
La microhistoria y los microhistoriadores evolucionaban al margen de aquel proceso: no poseían una ortodoxia ni un cuerpo teórico estable en el cual apoyarse. Por otro lado, el Progreso (más o menos) Homogéneo de la Humanidad hacia una meta deseable no les significaba mucho. En cierto modo, estaban mirando en otra dirección. En realidad aquello del Progreso autónomo no le significaba mucho a nadie, pero el discurso seguía siendo útil a la hora de ganar adeptos para una causa u otro: las militancias apasionadas siempre nacen de la simplificación de un proyecto teórico.
La praxis microhistoriográfica que creció desde el 1968 fue una protesta contra el carácter excluyente que dominaba, por su naturaleza abarcadora, en la mal llamada Historia Universal o Mundial. Pero también era una invectiva contra la Historia Nacional. La microhistoria implicaba el reconocimiento de que, tanto la una como la otra, tendían a invisibilizar al sujeto elemental, a la gente común, a las mayorías, siempre en favor de un discurso centrado en el hacer de unas minorías selectas.
La microhistoria era una praxis concreta y compleja que establecía una relación original con la teoría. La reflexión teórica comenzaba, alegan algunos, “después” de la confrontación con lo múltiples microespacios antes inalcanzables o intangibles para las historias universales, mundiales o nacionales. En el mejor de los casos, sostengo yo, la praxis y la teoría “concurrían”: textualizar el microespacio equivalía a teorizarlo.
La microhistoria cumplió la función de ampliar el }campo de investigación de los profesionales de la historia. Un resultado de todo ello fue que hizo la imagen del pasado más espesa, más densa y más rica: un acontecimiento concreto como un punto, era a la vez un proceso y un infinito. La microhistoria tuvo el poder de poner al descubierto posibilidades inéditas en la elaboración de la imagen del pasado. La metáfora de la “densidad”, por cierto, procedía de la antropología, a la vez que sugería la existencia de niveles de complejidad hasta entonces ignorados.
El detalle reviste mucha importancia. La nueva mirada favoreció una serie de intercambios metodológicos con las Ciencias Sociales que ya se estaban dando en la práctica, en particular con las disciplinas de la Sociología y la Antropología Cultural. No debe olvidarse que las relaciones entre la Historiografía y la Ciencias Sociales Emergentes durante el siglo 19, en especial la Sociología Clásica, habían sido muy contenciosas. La Historiografía, una disciplina que poseía un largo pasado de vinculación con las Humanidades, la Literatura, la Moral y la Religión, aceleró su proceso de integración de los recursos de las Ciencias Sociales. Lo cierto es que la microhistoria estimulaba prácticas interdisciplinarias por el hecho de que necesitaba de aquellos saberes y métodos para interpretar las realidades nuevas a las que se enfrentaba.
Lo que hacía la microhistoria era reducir la escala de observación del objeto de estudio a una óptica microscópica y, con ello, favorecía la ampliación de la base documental de la que podía echar mano el historiador. La evaluación de un espacio más reducido aumentaba la intensidad del proceso investigativo. Lo que parecían decir era sencillo. La historia de Puerto Rico es un asunto. La historia de San Germán, Mayagüez, Hormigueros, Ponce, Caimito o Río Piedras, es otra. La historia de la esclavitud hasta el 1873 y la de los esclavos de una hacienda concreta, merece acercamientos diferentes.
La biografía del procerato de proyección nacional o internacional, se desarrolla dentro de ciertos parámetros. Pero el análisis de la vida de una figura local es decir, la microbiografía, posee un sabor muy particular y se valida sobre fundamentos distintos. La distancia entre una perspectiva y la otra es tanta que, en ocasiones, las conclusiones que derivan de la biografía contradicen a las que derivan de la microbiografía. La microbiografía sirve de contrapunto a la imagen del héroe civil de la biografía procera.
Muchas veces, las conclusiones de la microhistoria y la microbiografía cuestionan los consensos de las macro miradas. La grandeza de aquellas pequeñas miradas radicaba en que demostraban la fragilidad de los discursos canónicos. La Microhistoria y la Microbiografía se movían por los márgenes, por las periferias y, a veces, por la infamia. Un breve libro de Fernando Picó, Contra la corriente: seis microbiografías de los tiempos de España (1995) bastaría como modelo.
La visión micro trajo a escena numerosos seres de carne llenos de humanidad. Llamaba la atención sobre acontecimientos y procesos que habían sido emborronados en el tejido de la macrohistoria. Con aquellos nuevos elementos a la mano, se podían extrapolar conclusiones que, si bien cuestionaban las visiones de conjunto, también la enriquecían. La mirada micro fue el escenario de esa duración caprichosa y engañosa que, aparte de ser historia, aspiraba traducir nietzscheanamente la vida.