Obras son amores

Maldigo la poesía
concebida como un lujo
cultural por los neutrales
que, lavándose las manos, se desentienden y evaden.
Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse.
–Gabriel Celaya
Alcanzo a oír un presuroso rumor de pasos aproximándose a la melodía de un violín. Voy detrás como siguiendo una pista. Entro, tras un pequeño tumulto, a una estancia de ladrillos recién barnizados, huérfana de mobiliario. A un lado, aislada por unos cristales, la única mesa; alrededor, unas cuantas sillas; afuera, el minúsculo taburete donde toca el solitario violinista. No hay cuadros, ni estantes con libros. El aire, sin embargo, está lleno de promesas, tantas, que dan deseos de llorar. Es muy duro, para quienes no estamos acostumbrados, tropezarse de frente con la esperanza. Unos carteles frescos primorosamente colocados, como si se tratara de grandes obras, anuncian east jump gratuidades. En este recinto se ofrecerán clases de guitarra, muestras sabatinas de cine para niños y lecciones de «creatividad» abiertas al público general. Con el violín incansable de fondo salgo a un patio enrejado que despliega en el único muro una frase en cursivo: obras son amores, lema de la jornada de presupuestos participativos durante la cual se construyó esta pequeña casa para la cultura.
Estoy en Iztapalapa, la delegación más grande de la Ciudad de México. Un millón ochocientas mil personas comparten un territorio de apenas ciento dieciséis kilómetros de extensión. Construida sobre donde antes habían viejas chinampas, éste es el México que se hunde, pero antes de hundirse se agrieta. La tierra de Iztapalapa se abre en surcos que cruzan calles, casas y descampados. Algunas casas han sido declaradas inservibles y sus familias desocupadas. A la vera de las carreteras hay inexplicables hondonadas. Mientras el agua del subsuelo se agota, solo la tierra parece ceder. Iztapalapa medra, a pesar de grandes infortunios. Según el gobierno de la Delegación, 600,000 personas reciben agua solo una vez a la semana. Uno de cada tres habitantes tiene que esperar la misericordia de la lluvia o la diligencia del camión de abasto. Sin embargo, no es esa sed apremiante la que convoca esta noche a un centenar de vecinos. Mojados por la lluvia compasiva se guarecen bajo una carpa en la colonia de Santa Cruz Meyehualco.
Iztalapa es la primera delegación del D.F. en poner en práctica el ejercicio democrático de los presupuestos participativos. En el año 2010, el gobierno de Clara Brugada, jefa de delegación del Partido Democrático Revolucionario, le solicitó a las comunidades de su región capitalina que ejercieran el derecho a reunirse en pacífica asamblea para proponer las obras o servicios de mayor importancia en sus localidades. Los vecinos idearon proyectos, debatieron sus posibilidades con la ayuda de los equipos técnicos de la delegación, establecieron prioridades y finalmente decidieron que hacer con el 7% del presupuesto total que el gobierno de la Delegación ponía a su disposición, distribuido según la densidad poblacional de cada zona. Los vecinos de Santa Cruz Meyehualco convinieron en que lo que más les urgía era una casa de la cultura, un lugar donde reunirse para compartir saberes y aprender aun más. En la casa de la cultura de Santa Cruz Meyehualco los gestores pagados por el gobierno de la delegación organizan las clases de guitarra, periodismo comunitario, danza y portugués. En los centros de otras colonias se enseña el nahualt o se dan talleres de nutrición y medicina natural mientras los vecinos lavan su ropa en las recién estrenadas lavanderías y los niños juegan en los gimnasios infantiles. El gobierno de la delegación aspira a que la actividad en los centros bulla, hierva y desborde, promoviendo tarde, día y noche encuentros que inspiren una ciudadanía saludable, creativa, crítica y consciente de sus derechos.
II
Es noviembre, el mes del año en el que vuelvo a Celaya. Con los fríos navideños vienen los funestos balances de fin de año. Los ahuyento hasta que resulta inevitable tarareando la versión musicalizada de La poesía es un arma cargada de futuro. Esta noche no tengo que cantar. Habito el poema. En Santa Cruz de Meyehualco la cultura
No es una poesía gota a gota pensada.
No es un bello producto.
No es un fruto perfecto.
Es algo como el aire que todos respiramos
y es el canto que espacia cuanto llevamos dentro
Con su decisión, esta comunidad apuesta a que el mejor antídoto disponible a la crisis de violencia e inseguridad ciudadana que vive gran parte de México no es comprar más patrullas ni reclutar más policías. Ha optado por promover la cultura y la educación multidimensionalmente. Para lograr este objetivo la localidad ha comprendido que los niños y jóvenes (y también los adultos y ancianos) deberán disponer de muchas casas, no solo la propia, abiertas a toda hora y repletas de los estímulos que permiten descubrir talentos, multiplicar pasiones y encontrarse con el otro. Para Santa Cruz Meyehualco la cultura es vida y las ganas de vivir allí contenidas espantan el espectro de tanta muerte.
Iztapalapa tiene también muy claro su vocación artesanal. No quiere ser un importador de cultura. Lo ha dicho esta noche Brugada, la jefa de delegación. No está hablando, sin embargo, de los productos culturales enlatados que se sirven rutinariamente a través de las pantallas de cine y televisión sino de la variedad de productos culturales –muchas veces inalcanzables– que constituyen la rica oferta del centro y del sur de la ciudad, sedes del Antiguo Colegio de San Ildefonso, el Palacio de Bellas Artes y la Universidad Autónoma de México, entre otras. Santa Cruz Meyehualco quiere que la cultura sea un asunto cotidiano, no una excursión escolar o un ocasional paseo sabatino. Lejos de conformarse con la experiencia del consumo cultural, los vecinos de Santa Cruz Meyehualco quieren dar vida, provocar nuevos actos y calculan por eso con técnica, que puedo. Quieren ingenieros del verso y obreros que trabajen con otros la patria, la patria y sus aceros. Aquí tocar y componer, apreciar el cine en su variada oferta, escribir una nota para los medios, operar una radio comunitaria, aprender el nahualt para descifrar los sueños, acudir a las enigmáticas clases de creatividad con la que enfrentarán la larga lista de retos, es hacer de la cultura poesía-herramienta, a la vez que latido de lo unánime y ciego […], arma cargada de futuro expansivo con que [me] apuntan al pecho.
Con la misma sonrisa con la que permanentemente mira al cielo, en medio de la algarabía de la mesa presidencial, se encuentra Elena Poniatowska, a quienes los vecinos de Santa Cruz Meyehualco han pedido el nombre para apellidar la casa que inauguran. Encantados con la presencia de esta hada bienhechora, elaboran una explicación innecesaria. Dicen que Elena –Elenita, como le llaman tantos– le mostró al México letrado, al México duro e indiferente, que los testimonios de las antiguas soldaderas, los recuerdos de los supervivientes de las masacres más injustas y las historias de los que esquivaron azarosamente las catástrofes con las que se entreteje la vida, esconden la dignidad del ejemplo y la ternura de la poesía. La presencia de Elena en esta noche húmeda viene a confirmar lo que los vecinos ya saben.
La tierra de Iztapalapa cede. La lluvia no les alcanza. Pero el violín –¡ah, el violín!– ese, arrecia.