Oda al Melicoccous bijugatus
Las preciadas cualidades de aquel fruto exótico no me salvaron ni de la furia de aquel buen hijo de vecino, ni de los recientes tormentos. Le deseé mucho aché para que recuperara su perdido equilibrio. Y, para el caso de que Olodumare no le quisiera ayudar, le pregoné: ¡si te quieres por el pico divertir, ven y date un buen palito de bilí!.
El árbol del que proviene puede llegar hasta los 30 metros de altura. Produce flores blancas muy aromáticas, tan capaces de disfrazar su género como el resto de nuestra realidad. Las hay femeninas, masculinas o de ambos sexos. Sus frutas son ovaladas, con un diámetro de unos 3 a 4 centímetros; de cáscara verde delgada y quebradiza, especialmente en su temporada de maduración durante el verano. Sus semillas, primero blancas, luego de purpúreo color, rodeadas de una pulpa gelatinosa, rosada, dulce y jugosa, normalmente ocupan la mayor parte del fruto. De ahí que se conjeture que el significado de uno de sus nombres –huaya– provenga de la palabra náhuatl “hueyona”; combinación de “hue-i” (grande) y “yona-catl” (pulpa), es decir, “pulpa grande”.
Siguiendo hábitos intelectuales colonizantes fue inscrita en los códigos de saber europeos bajo la denominación latina “melicoccus bijugatus”, en el primer libro sobre especies americanas publicado en 1760 por el médico, biólogo y botánico neerlandés Nikolaus Joseph von Jacquin: Enumeratio Sistemática Plantarum, quas in insulis Caribaeis. Invitado por la emperatriz María Teresa I para servir de profesor y médico en la Corte austriaca, se estableció allí y ayudó a diseñar los famosos jardines del Palacio de Schönbrunn. Conoció al Emperador Francisco I, quien lo invitó a participar de una expedición botánica al Caribe. Fue así como visitó numerosas islas de la cuenca y se convirtió en el primer botánico en llevar a Europa una colección de dibujos de la región. Luego de enviar siete colecciones de plantas y animales a Viena, regresó con un muestrario botánico, zoológico y etnológico. El naturalista alemán Alexander von Humboldt, pionero de las ciencias empíricas modernas europeas y sus taxonomías exotizantes y jerárquicas, y – tal vez por ello – considerado por la Académie des sciences de París como “el segundo Colón”, o bien, “el redescubridor científico de América”, cuenta en su autobiografía que, antes de viajar al continente americano, fue a Viena en busca de los consejos de Jacquin.
Total, que de un tiempo para acá me acompaña el guijarro avistado. Al igual que a mi progenitor, su oculta presencia me causó un gran malestar, un dolor pulsante intenso, profundo, insufrible. Tras interminables noches de tortura, de innecesario estoicismo, y de superar una innata resistencia contra la clase galena, me dejé auscultar por uno de ellos. Después de palpar mi vientre y, con sorprendente precisión localizar la causa de mi dolencia, emitió su diagnóstico: cálculo biliar. Ordenó su pronta extracción por intervención quirúrgica. Unos días más tardes, luego de que su colega hiciera lo suyo, me obsequió la cristalizada piedra.
A pesar de los recovecos ocultos de la memoria que en su recorrido inmisericorde deja tras de sí el tiempo, me arriesgo a rellenar lagunas para compartir la siguiente breve anécdota. Resulta que, en una ocasión, luego de lamer con placer la rica pulpa de una quenepa, lancé al aire la semilla. Con precisión no premeditada aterrizó en un brebaje ajeno; aparente elixir de ecuanimidad – de pronto perdida – del que disfrutaba. Las preciadas cualidades de aquel fruto exótico no me salvaron ni de la furia de aquel buen hijo de vecino, ni de los recientes tormentos. Le deseé mucho aché para que recuperara su perdido equilibrio. Y, para el caso de que Olodumare no le quisiera ayudar, le pregoné: ¡si te quieres por el pico divertir, ven y date un buen palito de bilí!