Para una resemantización de La Operación de 1982 de Ana María García
El origen latino del sustantivo operación late en cada trozo que jalona el filme de 1982, La Operación. Ana María García nos remite una y otra vez a esa significación primera de “operatio”, de “operare”, es decir, “a esa acción de una fuerza de gran poder que produce un efecto en la naturaleza”. Incluso, me atrevo a afirmar que nos invita, a través de los discursos sexistas que incorpora en su obra, a descubrir esa virilidad magnificada que, en el estado patriarcal, se abroga el “deber” de disciplinar o corregir un desorden natural que se le antoja “femenino”.
A través de punzantes regresos a la historia, García nos dirige y redirige a que veamos y escuchemos los discursos de ese poder que se viste y se traviste en sintonía con los intereses de su clase; caza al cazador que todo lo acecha, lo opera, lo penetra; muestra el imperio político económico del Páter que erige sobre la diferencia sexual una oposición jerarquizada. El documental invita -por la narración que regresa siempre “al cuerpo femenino, protegido, escondido y poseído” por el patriarcado- a descubrir (desde la antropología y la filosofía) que esa primera oposición hombre/mujer ha sido el modelo universal y la génesis de todos los discursos de supremacía y de marginación, entre ellos el colonialismo, el clasismo y el racismo.
Secuencia introductoria de «La Operación», de Ana María García.
Esa primera acepción del término “operar”, como fuerza que transforma la naturaleza/mujer, funda el gesto aplastante que descubre y denuncia García, pero no es la única que resuena en el filme. Las narraciones, las de las voces y las imágenes, y las de la propaganda, son las que desenmascaran la historia que nos permite vislumbrar el segundo y el tercer significado que encierra en el documental: el sustantivo. En el mercado es el conjunto de las “transacciones de valores en la bolsa o en el comercio”, y en la milicia, el “movimiento de ataque o de defensa de un ejército en guerra”.
En consonancia discursiva, nuestra cineasta nos recuerda que en el archipiélago borincano la fuerza y el poder político del capital estadounidense ya habían hecho su operación colonial en el 1898, en busca de conquistar nuevos mercados. No consiente que olvidemos que el proyecto de control poblacional nace en los últimos años del gobierno de Blanton Winship, gran represor del nacionalismo y representante de un colonialismo directo que vuelve a mostrarse desnudo, codicioso y prepotente en nuestros días.
Y es que larga intervención en el cuerpo de las mujeres, que hoy intenta legitimarse desde el Tribunal Supremo de los Estados Unidos y desde el senado colonial, se ha sostenido sobre el dogmatismo religioso y sobre las imposturas del capital en su esfera nacional o fuera de sus fronteras. Vestido de imperio o de neocolonialismo, con sotanas, con pantalones o con armaduras, pero siempre en gozoso contubernio patriarcal.
García deja que nos enteremos de que las crisis económicas, que nunca tocan al gran capital, han legitimado la intrusión en el ser de las mujeres y han justificado políticas de austeridad en los sectores más asolados por la desigualdad. La narradora nos aclara que mientras la disolución de los enclaves económicos del E.L.A. traía miseria para los sectores más desamparados, la historia oficial olvidó mencionar que las nuevas empresas que sustituían la manufactura se enriquecían cada vez más. La precarización que había propiciado ese capitalismo colonial desafecto de cualquier proyecto que impulsara el desarrollo económico del país, permitió coser la propaganda con la que sus títeres convencieron a nuestro pueblo de que los jíbaros y las jíbaras sobraban y que a estas había que enmudecerles para siempre el vientre. La “bota” de la “Operación manos a la obra”, como la Ley 22 de nuestro tiempo, los y las pateaba y nos patea fuera de nuestro archipiélago. Una de esas campesinas que ocupan el primer plano de la cámara de Ana María, coserá la relación entre el destierro forzado por la pobreza y la esterilización, mientras cuida las flores que nacen en su pedacito de tierra, en su jardín. De allí nace la poética, surgen los espejos entre contenido e imagen que despliega el documental; sobre ella regresaremos.
Historias de vida en «La operación», documental de Ana María García
en torno al programa colonial de esterilización masiva de las puertorriqueñas en Puerto Rico.
Otros giros semánticos del término “operación” pertenecen a las jergas de la religión y de la milicia y me parece hay que enmarcarlos en el año en el que se inscribe el texto de García: 1982. Las “operaciones”, también protagonizan la jerga de la teología y se relacionan con los dones, con la sanidad a través de una energía suprema, es decir, son la “conversión por la gracia” por la intervención de la divinidad. En el 1982 la iglesia católica encabezada por Juan Pablo II, el autoritario Papa que arrodilló a Ernesto Cardenal, asumía en sus vaivenes, en sus culipandeos teológicos, la postura antiabortista que codicia la posibilidad de un alma para el Páter divino por encima de la vida de la mujer y de su derecho al cuerpo. Sus posturas no eran extrañas a las de la Grecia patriarcal en la que las mujeres no eran sujetos del derecho, eran eternas menores de edad e incluso, decía el venerable Aristóteles, tenían menos vida que los hombres porque perdían sangre, de allí que la esperma fuese el origen de la vida humana y de lo etéreo para filosofía occidental, nosotras meras vasijas, envases, contenedores vacíos. De hecho, es la misma idea que fundamenta la intervención del Estado en el cuerpo de las mujeres, concebidas no desde una diferencia sexual sino, desde una oposición jerarquizada en la que ocupamos esa otredad estigmatizada. La Iglesia, que antes de la escuela laica, se ocupaba de la educación de las niñas, les enseñaba a coser con hilos y con palabras… les preparaba a finales del siglo XIX para la industria de la aguja y se aseguraba de su poder sobre el cuerpo a través de otro tejido, el credo. Ahora bien, a las escrituras que instauran el dogma del libro sagrado de la religión judeocristiana, tan editado por el patriarcado eclesiástico, el documental de Ana María García, de golpe y porrazo le ha contestado con un petroglifo de Atabey, la diosa taína de la fertilidad… es la apertura del filme y es una lección antropológica que en su economía también nos señala que la cristiandad no es ni más ni menos que un mito.
Y si retomamos la operación como movimiento de guerra y nos detenemos en la vida de Ana María García tenemos que recordar que eran los años de la Operación Cóndor y que la década que antecede a la publicación del filme fue de violentas andanadas contra el independentismo, como atestiguan las “carpetas” publicadas en 1987 y los asesinatos en el Cerro Maravilla. En el Puerto Rico de finales de los setenta se desatarán desde múltiples espacios la represión y demonización de los llamados “subversivos (as)”, renovadores(as) de la lucha independentista. Comenzarán en ese período las operaciones terroristas para “eliminarlos” y las respuestas armadas de la izquierda a través de células clandestinas. Son los años del “Escuadrón de la muerte” (1970-80) y los “Niños de sangre azul”, grupos élites entrenados por la Marina y el Ejército de E.U. que persiguieron a grupos de izquierda, fabricaron casos contra estos y se lucraron por actos de corrupción. Con Cuba como monumental protagonista del teatro ideológico internacional Ana María, que había llegado muy joven a Puerto Rico -hija de una familia cubana conservadora-, se inicia en un proceso político osado y valiente con un grupo de amigos: pretende transgredir las leyes imperialistas y viajar a Cuba. La posibilidad de un diálogo con la Cuba revolucionaria encolerizó a una extrema derecha cubana terrorista que cobró caro el gesto humano y asesinó a uno de sus amigos cubanos, Carlos Muniz Varela, tres años antes del estreno del documental.
En esos años las luchas de muchas de estas jóvenes de izquierda fueron sino más duras que las de sus compañeros, por lo menos más complejas, pues no solo se enfrentaban a la maquinaria represiva del Estado sino también a los valores del orden patriarcal que atravesaban también los movimientos políticos a los que pertenecían. En muchos de ellos ni la homosexualidad abierta, considerada “un vicio burgués”, ni el feminismo militante, en ocasiones tachado de “anti-patriótico” dado sus modelos estadounidenses, se miraban con buenos ojos. En la casa, en la calle e incluso en la Universidad, donde algunos profesores no les permitían entrar empantalonadas, las militantes de la izquierda no tenían descanso. Pero contrario a lo que los sectores más conservadores del país preconizaron lejos de amedrentarse, comienzan a multiplicarse en esa década las llamadas, a veces con desdén, otras con admiración: “mujeres con pantalones”. Las feministas de izquierda que no solo reivindicaban el derecho al aborto y a la igualdad de oportunidades, sino que también asumían su libido, son objeto de la reacción de importantes sectores del país que veían en su hacer un inaceptable desafío a la buena sociedad. Un discurso feminista y de izquierda, influido por los escritos de Frantz Fanon (1925-1961) y de Albert Memmi [1920] y por nuevas perspectivas sobre los nacionalistas se fortalece. Son los años en los que, parafraseando a Ángel Quintero, la Revolución Cubana ha sido exitosa en replantear desde lo social, “la lucha nacionalista” como “anti-imperialista” (Pérez Velasco 100), pero también son los tiempos en los que, el marxismo dogmático comienza a perder terreno y rescata su dialéctica intrínseca para explicar otras luchas y desigualdades partiendo de la lucha de clases.
En el periodo en el que García liberaba las voces de nuestras mujeres, bajo el romerato se ahogaban en la bahía los primeros documentos fílmicos de nuestra nación conservados hasta entonces en el Archivo Histórico. En los campos y en las costas, a su vez, se sembraba cemento y a San Juan le arrancaban su histórica piel de adoquines. Comenzaba un desplazamiento de clase que hoy resulta en uno de colonialismo directo. En los sectores populares dominaba la salsa y comenzaba lo que después documentaría Ana María como la batalla entre cocolos y rockeros.
En el 1982 «La operación” les da la palabra y la escena a las que, como Adolfina Villanueva -masacrada por la policía en febrero de ese año-, parecen ser las condenadas de la tierra por el colonialismo, el patriarcado y el racismo. En esos años ya hacía tiempo que Simone De Beauvoir, la inmensa filosofa, había formulado una pregunta ¿La desigualdad entre hombres y mujeres es natural? Y su respuesta: “no es natural, es histórica”, contenida en su monumental “El segundo sexo” se propagaba y servía de base para que las feministas occidentales comenzaran a buscar la historia de las mujeres y a teorizar sus luchas. En Francia, a principios de los 70, la pregunta que sucedió a esa primera de la existencialista marxista lo fue “¿Las mujeres tienen historia?”. Es decir, fue una interrogación de carácter historiográfico, lanzada desde la sociología y la geografía. Los descubrimientos fueron aplastantes, las mujeres, al menos como colectivo, hemos sido durante milenios una tachadura en la Historia de la humanidad, un paréntesis como el de Memmi en Le racismo cuando se refiere al “otro”, o una nota al calce como la que le concede Galeano a nuestra nación en “Las venas abiertas de América Latina”. La historia de las mujeres tardó siglos en escribirse y en principio fueron hombres sus autores, de allí la representación de lo femenino que aún persiste como estereotipo. Ello nos remite a un significado poco conocido de “operare” …a esos pequeños caracteres tipográficos de imprenta que por lo general son cálculos…tan semejantes a los mínimos espacios que hemos ocupado en la historia.
Pero en el 1982 nace una “opera prima” que parte del hecho de que las mujeres ante todo hemos sido, imagen, vestida o desnuda, virginal o prostituida, siempre representación, enmudecida. Y es en este momento de nuestra reflexión cuando dos orígenes etimológicos se imponen para mesurar la belleza política de “La operación”, el primero, aquel de la palabra “imagen” cuya raíz “Im” se pierde en la noche de esa primera lengua indoeuropea y remite a “imago”, imitar, redoblar el gesto. El segundo término que nos permite atisbar la dimensión poética de Ana María García, es figura, palabra que nos devuelve al arte de dar forma y que nos devuelve al oficio del alfarero, en nuestro caso de la alfarera que modela la mirada y las voces. Es la mano, el ojo de García, la que moldea voces y figuras, luces y sombras aquella que permite la denuncia de la impostura de los cirujanos que promocionaron, defendieron y concretizaron la operación política en las entrañas de nuestras mujeres.
Y en el 1982 Ana María García enciende la pantalla del celuloide y el público descubre que el testimonio ha comenzado. Cuando nos asomamos, voyeurs, voyeuses, mironas, fisgones al cuadro imponente de una mujer campesina en una suerte de trono natural de fondo ya está contando con la boca, con los gestos, con las manos y los brazos, con las piernas juntas y recatadas. Follajes verdes, azules y una niebla casi transparente nos recuerdan la pintura impresionista, en la que se demarcan el cuerpo y la voz de esa jibara que declara sin beligerancias, su lugar en el mundo. Desde la imagen totalizante, desde la palabra, el silencio de las montañas rodea respetuosamente y Ana María nos permite mirarla sentada en una butaca de madera mientras narra su historia… y desata en quienes escuchamos la certeza de que hemos llegado tarde. En esos primeros minutos ya tenemos la impresión de que se nos debe un pedazo grande de nuestra historia, a su vez, de que la oralidad nos rescata. No nos equivocamos, a lo largo del documental, la palabra servirá para desmitificar la historia oficial y su propaganda perversa y falaz. Somos escuchas de la otra cara de la historia, con sus fonemas del campo y del caserío con sus melodías, que hoy nos sorprende porque, de hecho, no hay anglicismos en su lengua.
Y continua la red semiótica que borda García, y a la imagen detenida de “la operación” le sigue en movimiento con la misma luz y cromatismo la escena de una mujer dando a luz con la cabeza hacia atrás en el gesto de aquella figura del Guernica, pero con la alegría arrebatadora de saberse creadora de vida…
Porque de manera irónica asistimos con la denuncia de la esterilización organizada y deshumanizante que vivieron nuestras mujeres pobres y trabajadoras al parto de la historia viva que se cuenta con la lengua y se respira. La cámara recorre la tierra cuarteada y seca solo para reposar en un cemí que recoge una diosa de la fertilidad. Sobre estos péndulos dialécticos se estructura un documental que no niega las paradojas, la desvela sin perder ni un ápice de denuncia ni de compasión. La narratividad del texto se hila a partir de imágenes y de discursos contrapuestos, las entrevistas, a la manera de una sinfonía, se abren para dejar pasar la historia, frases de las entrevistadas se permiten un relato especular que retrocede en el tiempo. El pulseo se mantiene tenso durante todo el documental entre la historia la que se ha escrito desde las mistificaciones y la otra, la de carne y vientre, pero no sortea los momentos de candidez de las protagonistas. En las y los espectadoras(es) desata indignación, ternura, cólera y un sentimiento vago de extrañeza. Los aparatos del Estado, Tribunal, Iglesia y Escuela, los grandes propagandistas y legisladores de la desigualdad, los palacios de la escritura del páter se desploman una y otra vez ante la palabra testimonial, ante la imagen de los cuerpos vivos de mujeres atravesadas por el poder. SON ELLAS PROTAGONISTAS Y TESTIGOS DE CARGO, y el tribunal se enmarca en el paisaje majestuoso de las montañas, en el jardín, en las sombras de la casa de campo o del apartamento del residencial.
García todo lo encabuya para volver a relanzar, y así el filme vuelve sobre las dos caras del patriarcado: paternalismo y machismo. La aseveración de que la virilidad es fuerza disciplinaria frente a la naturaleza femenina sale casi sin vergüenza de la boca campechana del alcalde de Vega Baja, quien en su entrevista afirma que los hombres son de la calle y las mujeres de la casa y de la fábrica. Pero el documental vuelve al cuadrilátero: a la propaganda reaccionaria de “la explosión poblacional” contrapone la imagen del aparato monstruoso con el que el estado colonial dinamitó la entraña de las mujeres, lo revela como la verdadera bomba.
En “La Operación” de Ana María la libertad también radica en enmarcar con la cámara imágenes diversas, en la oscuridad de sus humildes casas, en medio de inmensos paisajes luminosos, en la sala de la modernidad urbana de los caseríos hallamos vestidos conservadores o de colores, faldas cortas, largas, pelos recogidos, rizados, rojizos… el documental de García presenta con respeto el ajuar de las mujeres pobres de nuestra patria, deja existir su cabellera frente a una historia que la vela como dominación y rapa a las esposas de Cristo.
Si el cristal de la historia patriarcal nos ha deformado o ha refractado la luz de las mujeres, Ana María García nos regala voces que no solo lo hacen temblar, sino que lo resquebrajan y lo hacen añicos. No solo se trata de una búsqueda abstracta de la “igualdad de géneros”, se exhibirá y se denunciará también el rostro femenino de la explotación y la pobreza. “La operación”, se inserta en esa denuncia plural, de un cuerpo intervenido por los grandes intereses, un capitalismo que propicia la eugenesia cuando emigraba en busca de mano de obra barata a países pobres e impulsa legislación antiabortista en su contexto nacional o colonial si le falta, como en estos momentos. El fascismo antiabortista de Hitler y el fascismo de eugenesia de Mussolini se calcan una y otra vez en sociedades llamadas democráticas.
Las alusiones históricas visten y desvisten las voces, se engarzan en una narración, repujan como grabado los discursos de las mujeres. La crónica de la imagen y de la voz en “La operación” a su vez, poetiza desde una ética, desde una propuesta estética esos testimonios con rostro de mujer que, como partículas gigantes diría Ángela María Dávila, vislumbran ese sendero colonial del país. La operación, con los anversos de la historia articulados con fonemas de nuestras mujeres humildes nos invita a asumir frente al escenario retrógrada que hoy se nos presenta, nuestra fuerza para denunciar. Nos invita a creer en las armas de la poesía de la imagen y la voz para descubrir “todo ese dolor” obliterado que, como diría Luis Rafael Sánchez, “se espeta en el corazón” (La guaracha 304) pero que hoy más que nunca debe ser memoria habitada para alimentar nuestras nuevas luchas. Gracias Ana María García, muchas veces gracias.