“Paula” y “I, Daniel Blake”: Pintora y carpintero
Ser mujer en los albores del siglo XX era, casi de facto, ser de segunda clase. No solo no existía el sufragio sino que la mujer era un apéndice de su padre y luego de su marido, y eran pocos los derechos que tenían en una sociedad que venía de los nacionalismos bélicos decimonónicos que acentuaban el valor del varón y la “debilidad” de la hembra. Si, además de confrontar esta situación, la mujer quería ser pintora o escultora el problema se acentuaba porque aún esas “carreras” eran consideradas como solo “aficiones” en la mujer. Paula Becker era una joven alemana que decidió, con el consentimiento a medias de su padre burgués que pensaba que no tenía talento, unirse al círculo de Worpswede, una colonia de artistas que huían de los formalismos dictatoriales de la academia de arte y de la opresión de las grandes ciudades. Esos mismos “revolucionarios” querían hacer que Paula pintara como lo pensaban ellos. En otras palabras, habían salido del yugo academicista para convertirse en lo mismo. En gran parte, los pintores del Worpswede pensaban que las mujeres era unas diletantes que pintaban para divertirse, no para ser artistas porque no tenían la pasión ni la dedicación que eso requería.
Tres personas se unieron a la vida de Paula en Worpswede. El pintor Otto Modersohn quien, recién enviudado, se convertiría en su esposo; la artista Clara Westhoff que fue su mejor amiga, y quien la atraería al fin y al cabo a Paris; y el poeta Rainer Maria Rilke, quien se casaría con Clara y la haría miserable mientras sus versos florecían. El filme alemán dirigido por Christian Schwochow es un triunfo cinemático por sus imágenes y sus actuaciones, particularmente las de Carla Juri como Paula, y la de Albert Abraham Schuch como Modersohn. Juri está ya lista para una carrera internacional de grandes quilates y veremos cómo resulta en la esperada secuela a “Blade Runner”.
Varias escenas y composiciones se convierten en referencias artísticas a Cezanne, Renoir, Matisse, Georges de la Latour, Picasso, Gauguin, y estoy seguro que de otros que no me di cuenta. Clara va a trabajar mezclándo yeso en el estudio de Rodin y no nos sorprende que una escena aparezca Camille Claudel, tratando de vender una de sus esculturas que “el maestro” se ha apropiado para poder tomarse una copa de vino, víctima también del desparpajo de los hombres. (La referencia me hizo querer volver a ver a la espectacular Isabel Adjani en “Camille Claudel”, 1988.)
Los cuadros de Modersohn-Becker son representativos del temprano expresionismo alemán y tienen rasgos del fovismo que estuvo en auge cuando ella vivió en Paris. Es un gran atino del director y del camarógrafo que en las escenas que muestran a Paula pintando, se reproducen las imágenes que más tarde hemos de ver en el cuadro completo, lo que nos da la sensación de haber estado allí durante su creación. Paula murió joven, pero su arte perdura como evidencia que la puerta que abrió Artemisa Gentileschi en el sigo XVII se fue expandiendo poco a poco para darnos a otras como Berthe Morisot, Mary Cassatt, Frida Kahlo, Georgia O’Keefee, Lee Krasner y muchas otras.
Es curioso que en pleno siglo XXI el humano parece retroceder cada vez más. En el filme dirigido por Ken Loach (“The Wind that Shakes the Barley”, 2006) vemos la locura de los sistemas burocráticos que establecen reglas para “ayudar” a las personas desafortunadas en la vida, pero que resultan ser impedimentos de una complejidad deleznable. Daniel y muchos otros son víctimas de la intransigencia de los que siguen reglamentos sin pensar y sin querer verdaderamente ayudar al prójimo. La película muestra cómo se humilla a las personas necesitadas en un sistema que emula las distopías kafquianas: nadie sabe “por qué ni cómo”. El laberinto psicológico es tal que ni las reglas valen para resolver nada.
Daniel es un carpintero que sufre del corazón y el médico ha dicho que no puede trabajar, pero un “asesor” del gobierno determina que sabe más que el médico y se le niega al viudo ayuda de desempleo. Se desata una locura sin sentido en que el enfermo tiene que pedir trabajo que no puede hacer para probar que ha buscado empleo y no se lo han dado para poder recibir pagos de desempleo.
Mientras tanto una mujer sin trabajo y sin medios (y con dos hijos) se hace su amiga, y él los ayuda haciendo trabajos de carpintería, plomería y “decoración” (hace “móviles” –como los de Calder- de peces de madera). A ella le va peor, porque ni tan siquiera la presencia de los niños aplaca la inmovilidad y la insensibilidad del sistema. Por ser mujer lo único que se le presenta es ser “acompañante” o sea, prostituta.
Es una película dura que, aunque a veces tiene cierto humor, no ofrece el más mínimo rayo de esperanza para el desafortunado. Lo que sí muestra es que hay demasiada gente, pocos trabajos, e incapacidad de pensamiento en el gobierno, en este caso el de Newcastle en Inglaterra. Pero sabemos que es así en todos lados y que, en parte, la mecanización, la globalización y la avaricia del capitalismo nos están matando poco a poco. Hoy día mujer y hombre, particularmente los necesitados, son víctimas de las arbitrariedades sociales relacionadas al capitalismo desmedido.
No sé si este gran filme (o “Paula”) ha de volver a estar en cartelera, pero les sugiero que no se lo pierdan. Sí les advierto que muchas veces los actores usan un acento irlandés intenso o hablan palabras en irlandés (o gaélico-irlandés; el otro idioma además de inglés que se usa en el país). La próxima vez espero que la película tenga subtítulos, para que no se pierdan nada de lo que sucede.