“Pensarlo todo hasta sus últimas consecuencias”
Reseña del libro de Rafael Aragunde, La educación como salvación, ¿en tiempos de disolución? Escritos de ocasión sobre retos escolares y universitarios (Publicaciones Puertorriqueñas, 2016)
No es común encontrarse un libro con una interrogante en su título. Aragunde emplaza a la lectora. La reta: ‘¿Estás segura que la educación es algún modo de salvación? ¿En tiempos como estos? ¿En tiempos de disolución?’. La lectora, persona que, según debemos presumir, habrá puesto algunas esperanzas en que la educación sea la salvación de este pueblo, sin haber dicho una palabra, queda objetada. La contestación por parte del autor a su propia pregunta no se deja esperar: son tiempos de disolución y la educación no es ningún modo de salvación.
El título plantea cierto modo de reto a un instinto muy arraigado en esta tierra. Observemos cuidadosamente a nuestro alrededor. La lectora, si es insistente, y así debe ser, ha de preguntar entonces: ‘Pero, ¿dónde vamos a poner entonces nuestras esperanzas? ¿En el gobierno de Puerto Rico? ¿En la policía? ¿En la competitividad del país? ¿En el empresarismo? ¿En que Estados Unidos de América nos venga a salvar? ¿Qué hacer? ¿Esperanzas? parece contestar Aragunde en el transcurso de la lectura. ¿Quién puede vivir sin ellas? Pero no pongamos nuestras esperanzas en ningún modo de salvación.
Aparte a estas peripecias que se desprenden del título y el libro, es muy posible que el potencial lector al que aludo no tenga muy claro lo que Aragunde quiere decir con la palabra disolución, lo que es razonable, y aunque el vocablo educación le parezca muy claro, es muy posible que tampoco tenga muy claro lo que Aragunde quiere decir con dicho vocablo. No está mal comenzar a leer en medio de oscuridades como estas, y la reseña no debe tener otro fin que provocar la lectura de un libro que las atiende muy bien.
Este compendio está compuesto por “escritos de ocasión sobre retos escolares y universitarios”, que es como reza el subtítulo. Algunos de los trabajos son versiones revisadas de ponencias leídas, otros son artículos de periódicos como El Vocero, El Nuevo Día y revistas como 80grados. Algunos, los más extensos, se publicaron en alguna revista y luego fueron revisados. Estos profundizan. Unos pocos, “nunca se leyeron ni se publicaron; permanecieron como reflexiones personales. Hoy sin embargo”, como nos dice el autor en el prólogo, los quiere dar a conocer. Aragunde nos advierte que lleva, y cito, “algún tiempo escribiendo de un modo más sistemático sobre la educación”, pero ello, “será objeto de otra publicación.” (v)
Son muchas y variadas las tesis de este libro. Me llaman la atención particularmente dos.
La primera tesis es que los puertorriqueños tendemos a pensar que hay un problema con la escuela, me refiero sobre todo a la escuela pública puertorriqueña, cuando más bien el problema reside en la sociedad. Endiosamos ciegamente la educación, como Aragunde nos plantea en el prólogo; la convertimos en un “resuélvelo todo” (10), sin tan siquiera pensar a fondo de qué trata eso de la educación, si en verdad una sociedad profundamente educada sería una mejor sociedad, lo que en el texto Aragunde se cuestiona (8), y de corrido le caemos encima a la escuela.
Le caemos encima a la escuela en diversas maneras: porque no tienen suficientes cursos que enseñen valores, como si adoctrinar en ciertos valores resolviera problema alguno de valores y de educación; o porque sus estudiantes no dominan ciertas destrezas que se verían reflejadas en los resultados de unos exámenes estandarizados, como si los buenos resultados en unos exámenes estandarizados reflejaran una buena educación; o porque hay demasiados desertores y niñas embarazadas en las escuelas, lo que presuntamente requeriría crecientes medidas de control, disciplina y castigo; o porque la escuela no prepara a sus estudiantes para el mercado de trabajo pues estos tienen que ser adiestrados nuevamente por sus empleadores; o porque no imitamos bien lo que se hace en países donde, dicho sea de paso, no están empeñados en imitar a nadie, países como Finlandia, Singapur, Japón, o donde sea que según alguna moda es donde presuntamente lo hacen mejor. Estos tipos de razonamientos y otros que nos subestiman y tienen, como Aragunde señala, un “dejo de desprecio”, son “oportunistas”, según este autor, porque se agarran como “parásito desesperado” a diversos análisis que tenemos que hacer desde otras perspectivas. (115) Apresurados todos ellos, empeñados en alarmar, y con vocación de pasar adelante una interminable indignación son materia de una acertada y penetrante crítica en los artículos que se recogen en esta colección. “La educación no resuelve los problemas educativos de ningún país,” nos dice en el tercer artículo, “Por lo menos no la que se maneja por ahí, que ha acabado siendo un cliché o lugar común”. (10)
Otra forma en que le caemos encima a la escuela es sometiéndola “a cada vez más complicados trámites que pretenden desenmarañar” problemas poco estudiados, lo que resulta en una incapacitación de la escuela “para cumplir con lo que tiene que llevar a cabo a diario”. (53) En lo que respecta a esto último, leyendo este libro, por fin pude entender a un maestro empleado del Departamento de Educación que frecuenta el mismo gimnasio que yo. El amigo maestro me dice que son tantos los formularios y los procedimientos para todo, tantos los papeles que hay que llenar y someter, que no hay tiempo para enseñar, que quiere irse ya, y que no quiere saber más de la profesión que una vez le apasionara. Le conté del libro que estaba leyendo. Le recordé que Rafael Aragunde había sido secretario de Educación entre el 2006 y el 2009. ‘Sí, ese mismo, el de la corbatita’. Confieso en esta reseña que voy a tener que regalarle mi copia del libro a este amigo y usar no sé qué sortilegio, el autógrafo del autor, o algo así. No quiere saber de la escuela y tampoco de la educación. Le pareció que le hablaba de otro formulario, no de un libro a leer, lo que es revelador del estado de las cosas. Mi amigo maestro solo quiere que pasen los años que le faltan para la jubilación.
En Puerto Rico le caemos encima a la escuela según algún concepto muy limitado de la educación,cuando la educación se atiende más bien, según Aragunde, y cito, “mirándose a uno mismo,” (11) pensándolo todo “hasta sus últimas consecuencias”, (167, 226-227) “prestando atención” sobre todo “al marco más amplio de” nuestra cultura “y sus manifestaciones orientadas a la acción y no a la reflexión crítica” (91). Que la educación se atiende prestando atención al marco social más amplio es algo que el autor ha identificado en el libro Educación y cambio social de don Ángel Quintero Alfaro, “el mejor libro sobre la educación que se ha escrito en nuestro país”. (129) En el DE “reina la desconfianza, la apatía, la indiferencia, el descontento y por lo mismo cierto grado de irresponsabilidad”, pero es porque esto reina en otras agencias y en todo Puerto Rico. (50) “Si hay violencia en el sistema escolar es porque en Puerto Rico abunda la violencia … si los planteles se deterioran fácilmente y si hay muchos que ya deberían ser clausurados es porque en Puerto Rico se desprecia la propiedad pública”. (93) “Los males de nuestras escuelas son los males del país. Y los males del país los vivimos, quizás con mayor claridad por constituir ambientes controlados, dentro de nuestras escuelas”. (108)
Todo esto a un lado, “¡Que viva el DE!” como reza el título del artículo que culmina la primera parte del libro. Algunos de los relatos más reveladores presentan el DE desde la secretaría. Traigo a modo de ejemplo el revelador relato del Secretario presentarse a la apertura de una exposición de obras de arte de jóvenes autistas en una escuela y en el mismo vecindario esa misma tarde presenciar en otra escuela un concierto navideño. Afuera se escuchan balas que “sin miramientos atraviesan las aceras y calles de aquel vecindario” mientras adentro unos jóvenes se esmeran con la música de Offenbach. Uno se tiene que preguntar cómo es posible que en un vecindario así un grupo de dedicadas maestras puedan llegar a dar forma a una orquesta sinfónica juvenil. ¿Cómo es posible montar a todo color la opción de la creatividad musical en un ambiente así si no es porque hay gente que vale más de un millón en este DE que tanto criticamos? “¿Podrán vencer nuestras comunidades las circunstancias de violencia que las rodean y convertirse en garantes de la convivencia pacífica que el país reclama?” pregunta Aragunde. “¿O están condenadas a ser tan solo una etapa de la vida de aquellos que eventualmente se tirotean entre edificios y en las calles, y de los otros que terminan asesinando a antiguas compañeras y suicidándose?” (66)
Y en otro ejemplo, Aragunde nos invita a imaginarnos lo difícil que puede ser para el personal docente del DE comenzar un año académico con optimismo y renovado fervor, mientras allá afuera, siempre y sin excepción, en esas primeras semanas de agosto, la prensa del país pone todo su empeño en hacer un escándalo de las carencias del DE, las carencias que sea que se puedan encontrar en algunos planteles en esos momentos, las plazas que no se han llenado, los salones que no están listos, los baños que apestan.
Según Aragunde, “los retos educativos de un país se resuelven mientras se van atendiendo con responsabilidad otros asuntos”. (10) El más obvio de todos estos otros asuntos que hay que atender es la politiquería, lo que el libro trata a fondo, pero como podemos ver hay mucho más. “Cuando cambiemos como sociedad”, nos dice Aragunde, “contaremos con una educación distinta. No será la educación la que cambiará la sociedad”. (121) Para que la educación pueda resolver algunos problemas la educación no puede ser salvación. ¿Y cómo cambiamos la sociedad?, uno se pregunta. No es cayéndole encima a la escuela, lo que hacemos constantemente.
La segunda tesis que aprovecho como hilo conductor de esta breve reseña es la idea de que estos son tiempos de disolución. No dice esto Aragunde en sentido negativo, y eso es lo sorprendente, sobre todo para quien no sea filósofo en alguna medida nietzscheano. Temprano en el libro, Aragunde plantea que la disolución “nos ofrece un terreno fértil para la innovación y el despliegue de creatividad entre aquellos que así lo desean.” (22) ¿Pero que quiere decir con disolución y por qué son tiempos de disolución?
Es sencillo, aunque no lo parezca. El intelectual honesto se ha “quedado sin la posibilidad de proyectar utopías”, aunque esto no significa que vivamos en una época sin utopías. “Por ahí,” nos dice, “andan las utopías sueltas . . . entre los fundamentalistas” religiosos. (71) Cita unas líneas del duro poema de W. B. Yeats, The Second Coming:
The best lack all conviction, while the worst
Are full of passionate intensity.
Los mejores carecen de toda convicción mientras que los peores están llenos de intensidad y pasión. Esto es lo que significa con el término disolución, el nietzscheano dictamen de que “el platonismo es hostil a la vida” y hostil a la vida son las filosofías y las religiones que pretenden articular el sentido de la vida para todas y todos; la disolución no es otra cosa que “el derrumbe de los altares de la civilización”. (43) Repetidas veces alude a la famosa cita de Karl Marx en el Manifiesto del Partido Comunista que “todo lo sólido se disuelve en el aire”. “¿Acaso no vivimos en una época de disolución”, pregunta Aragunde, “en la que nuestras concepciones tradicionales sobre lo divino y lo social se han disuelto?” -disolución aquí significando disipación, desaparición. (40) Aquello en lo que se creía –Dios, por ejemplo, y que tiene que ser ese, el mío, no el de los musulmanes- ha dejado de ser algo en lo que se puede creer. Se disuelven las ataduras, los ligamientos tradicionales. “(N)o solo caen los altares desde donde se imponían idearios agotados”, nos señala Aragunde, “pero se apiñan como mosaico interminable modos de vida que no sospechábamos que pudiesen darse”. (43) Como lo expresara nuestro Edgardo Rodríguez Juliá al final del conocido relato El entierro de Cortijo y es debidamente citado por Aragunde: “La tradición estalla en mil pedazos conflictivos”. (70)
Se desprende de dicha disolución que de la educación no debemos esperar algún modo de salvación. Tampoco debemos esperarla de la figura de Eugenio María de Hostos, que para tanta gente buena es salvación, tema que Aragunde aborda con sensibilidad y con simpatías sobre todo por Hostos el pedagogo y Hostos el valiente defensor de los derechos de la mujer, pero no tanto por Hostos el filósofo, negador de la disolución que en sus tiempos ya estaba en pie. Y en tercer lugar, tampoco La Universidad en sentido monolítico -la Universidad, en singular y con mayúscula- tampoco es salvación, tema que es de particular importancia en la Universidad de Puerto Rico donde no es poco común hablar de protegernos de fuerzas ajenas a la Universidad o fuerzas ajenas a la Academia, como a veces le llamamos, sin tener claro que entre esas fuerzas dizque ajenas no solo hay fuerzas anti-intelectualistas que hay que mantener a raya, sino que también están los orígenes de lo universitario futuro y siempre cambiante. La idea de La Universidad es una ilusión que atrapa, encierra, oscurece y desvirtúa lo valioso que acontece. Uno de los más interesantes artículos que profundizan establece claramente que los orígenes históricos de lo universitario son “variadísimos”, como también establece por qué no van a dejar de ser múltiples y sorprendentes en el futuro más cercano. (163)
Asocia Aragunde la disolución al pluralismo, presente, por ejemplo, en que “algunos maestros” o profesores, se valen “de enfoques neo marxistas y otros le sean fieles a acercamientos conductistas”. (22) Asocia la disolución también a dejar de indignarnos ante números crecientes de estudiantes en educación especial, cuando más bien el asunto es que toda educación sea especial porque todo ser humano es diferente. En un artículo titulado con la interrogante “¿Múltiples currículos y una educación general?” nos advierte que pensadores del siglo diecinueve como Karl Marx, Friedrich Nietzsche y Max Weber nos adelantaron que pronto sería “imposible hablar de cultura o educación general. Para ellos era obvio que los valores respondían a concepciones bien afincadas en las perspectivas particulares” de unas clases sociales y unos individuos muy particulares. (189) Lo coherente en tiempos así es evitar que la escuela y la universidad respondan a un solo marco teórico, o “que una filosofía guíe la educación”. (24) Y sin embargo, que la educación se guiara por una filosofía es lo que reiteradamente se planteó durante el siglo pasado en Puerto Rico. No se para de insistir en ello. Y es error. Los tiempos de disolución son tiempos de diversificación, experimentación y dejar hacer sobre todo a nivel de la comunidad.
En un artículo de los tiempos en que alguna autoridad quería imponer unos minutos de reflexión en las aulas de Puerto Rico, Aragunde nos cuenta que “mientras estamos en las escuelas los jóvenes van trabajando un ámbito valorativo muy poco relacionado con los minutos de reflexión que les quieren imponer en las escuelas y más directamente vinculados con sus maquinitas digitales”. (70-71) Aragunde ubica en el centro de la muy positiva disolución al contemporáneo pensador de la educación Henry Giroux a los efectos de que las mismas concepciones curriculares que caracterizan a las visiones educativas predominantes son “una forma de teoría social” que tiende a imponerse, por lo que las concepciones curriculares de nuestras escuelas y nuestras universidades son más sospechosas que las maquinitas digitales. (32) ¡Ni se diga en lo que respecta a tratar de imponer unos minutos de reflexión!
El relato de un joven que entiende que el aeropuerto Luis Muñoz Marín se llama así porque un tal Luis Muñoz Marín alguna vez fue el dueño del aeropuerto viene al caso en los tiempos de disolución. También el relato del alumno que no puede reconocer la diferencia entre Pedro Albizu Campos y Luis Muñoz Marín. La pregunta no ha de ser la de cómo mejor caerle encima a la escuela y a la universidad por dejar pasar tales barbaridades. Además de que pueda haber algo que los jóvenes deban aprender y no es de memoria, hay algo que nosotros debemos aprender de las inferencias y estimados de estos jóvenes. Los nuevos bárbaros (201), como le dice a los jóvenes sumidos “en el ambiente seductor de las tecnologías de la información y la comunicación (los tics),” constituyen una categoría positiva en el antidiscurso de Aragunde. Un tema interesante que recorre el libro entero es la “mal llamada deserción escolar” vista en este libro como una señal positiva (97, 104-106). Lo importante aquí es que la desorientación responde a una realidad que nos toca articular a la luz de la imparable disolución.
La “progresiva disgregación que vivimos” es un hecho para Aragunde, y difícilmente podemos diferir. (43) “(L)a escuela, según la hemos conocido desde comienzos del siglo diecinueve, va desapareciendo” y la universidad como la conocemos también. (134) Hablando del campus de NYU, dedicado a las artes liberales en el Mediano Oriente, NYU Abu Dabi, Aragunde afirma, “Esta no es la universidad liberal que fundó Humboldt y compañía. No responde al Estado sino a un capital que no reconoce fronteras”. (140) Por otro lado, en términos generales, “las universidades,” según las conocemos, “desaparecen en la medida en que se están insertando en el mundo virtual del internet y dejan de invertir en edificios”. Aragunde añade que “si esto ocurre es porque de ese modo llegan a más estudiantes”. (141) El asunto es global y hay más entusiasmo en ello de lo que puede parecer, por ejemplo, en la particular tradición académica que reina en la UPR, aunque ya no tanto en las instituciones privadas de educación superior en este país.
Aragunde está más preocupado con la negación de la realidad que con la realidad. En un momento dado de mi lectura, Marx y Nietzsche pasan a ser el trasfondo filosófico de la disolución. El sociólogo Max Weber se queda con el escenario, lo que probablemente Aragunde elaborará en sus escritos más formales en torno a educación. En los tiempos en que vivimos la tarea ha venido a ser armonizar medios con fines en la forma más eficaz posible. “La racionalidad instrumental y progresiva que Weber identificara” (142, 182), se llevará “por el medio” a la escuela y a la universidad (141). De no ajustarse en dirección a ese instrumentalismo, en la una y en la otra “aparentemente no se aprende nada que sea importante para ser exitoso en la nueva economía”, (141) Aragunde parece insistir con Weber que a la postre “todo puede ser dominado mediante el cálculo y la previsión”. (173) Las ciencias nos ayudarán a conocer y a manipular mejor la realidad, no a hacernos más sabios ni más felices. Que la humanidad se desencantará es inevitable, Aragunde acepta.
Según el autor, “las instituciones de educación superior, todas, han acabado convirtiéndose en talleres, hoy en día cada vez más virtuales, donde prevalecen políticas o estrategias que intentan ser racionalizadoras. Allí se ofrece camino expedito para conseguir una profesión en una dinámica económica que se orienta también por la misma racionalidad instrumental que todo lo permea según Weber”. (175) La “realidad virtual” es “un fenómeno técnico, tecnológico, económico y cultural . . . que se nos ha ido imponiendo no solo como modus operandi, sino también como modus vivendi”. (227) Los cursos en línea masivos y abiertos, los llamados MOOCs que yo mismo estuve criticando en un artículo en esta revista hace apenas dos años, son “la más reciente expresión de que la educación se ha sometido a la progresiva incorporación de todo a la lógica de la circulación de mercancías”. (176)
Aquí uno se podría preguntar si la racionalidad instrumental no resulta en el fenómeno contrario de lo que el autor quiere defender: cierto modo de uniformidad híper individualista, no “la diversidad descontrolada” que Aragunde defiende frente al sentido de unidad que se buscaba previo a los tiempos de disolución. (178) Lo que Aragunde propone es que la racionalidad instrumental que está impulsando los esfuerzos humanos en estos tiempos “responda a nuestros intereses”. (180) Viene bien señalar críticamente, sin embargo, que es posible que la racionalidad instrumental no pueda responder a nuestros intereses, en primer lugar porque su naturaleza es afín a cierto tipo de dispositivo técnico que sustituye todo tipo de cercanía por alguna lejanía que nos desvincula y nos despolitiza; en segundo lugar, porque su énfasis en resolver todos los asuntos a través de la técnica choca con las posibilidades más sutiles del genuino diálogo y la comunicación; y en tercer lugar, porque su orientación hacia la eficacia es estrecha y ajena a la educación como el mismo Aragunde la concibe, que es “pensarlo todo hasta sus últimas consecuencias”, la idea de la educación que medra en todos los artículos del libro. (167, 226-227) En guardia debemos estar, no sea que esa racionalidad instrumental ya sea otro modo de presunta salvación.
Aragunde contesta a estas críticas y contesta bien, aunque quede cierto desacuerdo. Es menester desescolarizar la educación, nos dice. Corresponde sacar la mirada que ha quedado demasiado fija en el salón de clases, la escuela, el campus, la localidad. Con esa mirada fija en la escuela “Puerto Rico ha enseñado, pero no ha educado”, como recientemente señalaba Oscar López Rivera en un mensaje leído por su hija en ocasión de la Lección Magistral de la Universidad de Puerto Rico en Cayey.1 Una tercera tesis que serviría como hilo conductor de esta reseña nos remite a aquella pregunta que hiciéramos al inicio: ¿Qué hacer? ¿Qué hacer ante la disolución? Ya he citado a Aragunde insistiendo en que hay que pensarlo todo hasta sus últimas consecuencias. Pero lo siento mucho, querido lector: aquí mismo dejo de soltar prenda. Pues la idea es que adquieran el libro y lo lean. Lean y no dejen de leer hasta que lleguen a las “Notas sobre la reivindicación de cierta espiritualidad en los estudios doctorales”. La espiritualidad fáustica que Aragunde presenta en dicho artículo, el penúltimo en la serie, es una joya en la historia de la más genuina esperanza en algo que no es del género y la especie de algún modo de salvación.
- “Por una educación libertadora,” El Nuevo día, 25 de noviembre de 2015, página 26. [↩]