Pintar la luz del sol sobre la pared lateral de una casa
Edward Hopper fue un niño solitario al que su padre animaba a jugar y a salir de casa, acostumbrado a mirar el Hudson y a frecuentar los astilleros de Nyack, fascinado por los barcos. El primer óleo que vendió en 1913 se titulaba Navegando y no volvió a vender un solo cuadro hasta 1924, por lo que tuvo que vivir realizando ilustraciones para portadas de revistas como “The Morse Dial”. Estas portadas, de las que él mismo a veces renegaba, fueron espacios donde aparecieron por primera vez los temas que lo han hecho famoso: oficinas, restaurantes, hoteles, trenes, barcos.
Las casas de Hopper, las mujeres de Hopper, las gasolineras de Hopper se reconocen inmediatamente. Los críticos de arte suelen decir que representan la sociedad americana de los años 20 y 30, y por eso hacen constantes paralelismos entre su pintura y el cine. Seguramente es cierto: ambos nos hablan de la vida americana mucho más y mejor que cualquier titular de periódico de la época.
Sin embargo una mirada detenida hacia su obra nos permite ver que Hopper es mucho más que –como lo describió Argan- “un realista sin ideología que narra con eficacia la desolación de las metrópolis americanas”. Sus piezas nos atraen no sólo por lo que pinta, sino también por lo que no pinta. Es precisamente lo que no está en el cuadro, eso que atrae la mirada, la atención o el pensamiento de los personajes que lo habitan, lo que a nosotros, como espectadores, nos produce una nostalgia infinita y una sensación de silencio, soledad y misterio que nunca terminamos de desentrañar. ¿Qué miran esos personajes asomados a la ventana? ¿En qué piensan esas mujeres sentadas en la cama, apoyadas en el quicio de la puerta, ensimismadas con la toalla en la mano? ¿Qué hay escrito en esa nota: una despedida, un horario de trenes, una disculpa? ¿Qué ha escuchado ese perro que se lanza a correr bajo la mirada aburrida de sus amos?
“Yo siempre quería representarme a mí mismo” expresó en una ocasión. Tal vez ese deseo es lo que hace de sus cuadros obras sorprendentes e inolvidables. Su producción es una combinación exquisita de intimidad y objetividad en la que los ambientes, por muy diferentes que sean los temas, están determinados por la luz y por su incidencia en los objetos hasta convertirse en el elemento esencial de sus composiciones. Habitaciones, chimeneas, tejados, vías del tren abandonadas o transitadas, calles desiertas, puertas, ventanas, escenas de la naturaleza, figuras humanas. El mundo tratado con sencillez, profundidad y proporción. Geometría perfecta y asombrosa. La rotunda composición a base de líneas rectas de la Habitación de hotel (1931) nos va encerrando en un espacio claustrofóbico que profundiza en la soledad y el silencio de la mujer que se inclina sobre una nota.
Y, también, simbolismo.
Miremos una obra que resume su primera etapa como pintor: Soir bleu, de 1914. Se trata de una escena en una terraza parisina donde Hopper se autorretrata como Pierrot. El título en francés lo tomó de unos versos de Rimbaud “Par les soirs bleus d’été,j’irai dans les sentiers…” Resumen de sus recuerdos de París donde, tal vez, comprendió cuál era el papel del artista en la vida moderna. Hopper se ve a sí mismo como un payaso que mira la realidad sin integrarse en ella, extraño y extrañado. Muchos años más tarde, en 1966 volvió a pintar a Pierrot, esta vez no está solo, toma a su compañera de la mano y saluda en un escenario vacío despidiéndose del público. Fue su última obra.
Hasta el 16 de septiembre puede verse en el Museo Thyssen de Madrid una extraordinaria exposición de Hopper.
*Página web oficial de la exposición