Por nacer
Hay millones de seres humanos por nacer. Algunos ya fueron concebidos. Otros aún son solo una posibilidad. Aún los que ya estamos en el mundo, estamos en espera de nacer a nuestras propias posibilidades. Todas y todos somos en este momento una pregunta suspendida e inacabada, sorprendida, temida, incómoda, dolorosa, feliz y esperanzadora. A cada una y uno de nosotros nos acompaña la incertidumbre de esta pregunta. A veces la reconocemos y nos sobrecoge. Otras veces tratamos de ignorarla y nos agarra por sorpresa, en cualquier semáforo rojo mientras nos perdemos en una reflexión apresurada por los bocinazos de quienes vienen detrás.
La muerte existe como parte irremediablemente inevitable del acto de nacer. Así, cada nueva vida trae la semilla de la muerte. De la muerte grande- la que se hace difícil de ver con naturalidad- y también las semillas de las muertes cotidianas. Esas que son felices porque nos liberan de cargas y otras que nos pintan la vida de azules porque representan caminos cerrados por nosotras mismas o por las circunstancias que nos rodean. Hay muertes que nacen del amor y otras del desamor. Todas ellas nos convierten en otra pregunta que levanta espejos en los cuales nos miramos con detenimiento buscando las huellas de las emociones vividas o que usamos para mirar a nuestras espaldas, el pasado, esa cadena de eventos desafortunados (¡o afortunados!) que nos empujaron por ese umbral.
No es cierto que seamos dueñas y dueños de nuestras vidas. Esa ilusión representa, a lo sumo, un placebo para sobrevivir y movernos entre nacimientos y muertes que no siempre controlamos. Esa dolorosa certeza de no pertenecernos a veces nos llega en la voz de algún amigo que se reconoce en manos del Estado que controla su acceso a medicamentos indispensables para vivir. También nos llega en el llanto desconsolado de quienes han perdido a sus seres más amados en las manos de un asesino o las fotos distantes de las zonas de guerra que nos parecen ajenas pero a la vez tan cercanas y reales.
Como hijas de la vida, hemos verbalizado a nuestras madres y padres en algún momento de ira la famosa aseveración de “¡Yo no pedí nacer!”. Y es cierto. Aunque visto desde el lado de la madre- yo lo soy- esa aseveración nos parezca injusta cuando pretende obligarnos a asumir responsabilidad eterna sobre la vida, decisiones y circunstancias de nuestras hijas e hijos. Es cierto que no pedimos nacer. Tampoco pedimos las muertes. Y es en los segundos o años entre los nacimientos y muertes que viviremos nos llegarán momentos de asumir responsabilidad por lo propio. ¿Y qué es lo propio sino el sentir, pensar y amar plenamente? Sin embargo, lo propio nunca puede enajenarse de lo común dentro de las fronteras del ser como persona y el ser como parte de un colectivo que también nace, muere y renace desde nosotras.
“Nacemos solas y morimos solas”. No necesariamente es así. El primer nacimiento, el físico, siempre cuenta con al menos una persona que nos acompaña aunque sea incapaz de vivir el momento como nosotras desde su humanidad abierta y vulnerable: la madre. No una madre idealizada y vista como una mujer obligada a ser feliz, a estar emocionada y a amar a quien trajo al mundo, sino la mujer real, con sus cargas y miedos, también sus alegrías o tristezas, sus rabias y su visión de vida. Con suerte, algunas de nosotras y nosotros nacimos acompañadas de amor. Los nacimientos que luego vivimos pueden ser solitarios porque nos parimos a nosotras mismas en la soledad de nuestras ideas o emociones. Nacemos de nuevo desde las revelaciones que tenemos al enfrentarnos a nuestros terrores o a la mágica apertura del corazón a verdades que nos ocultamos porque las creíamos parte de mundos ajenos al nuestro.
Los nacimientos colectivos son otra cosa. En ellos vemos cómo las ideas, el amor al prójimo y la justicia nos transforman en nuevas personas. Nos convierten en un nuevo ser que nace a través de la mirada propia y de la mirada de las compañeras y compañeros que ven a través de nosotras para marcar los antes y después de los eventos que nos transforman.
Morir… morir es otra cosa. Morir de manera definitiva es abandonar el cuerpo y entrar en otro espacio cuya existencia es incapaz de aprehender y entender nuestra mente humana. Por eso, y solo por eso, podría considerarse esa muerte como un acto de soledad aún cuando lleguemos a él acompañadas del amor de quienes caminaron la vida con nosotras. Las muertes son umbrales que atravesamos sin certezas. Las muertes a veces son punto de partida para los nacimientos más intensos y prometedores. Las muertes nos pueden dejar flotando en un lago de arrepentimientos o soledades. Las muertes pueden ser violentos recordatorios de que la vida nos llama desde las voces que viajan a nosotras desde hace siete generaciones o más y que aún viajarán por las próximas siete aunque no sean sangre de nuestra sangre.
Lo sorprendente es cómo esa posibilidad, esa pregunta suspendida a la sombra de los “por nacer”, puede tener respuestas tan disímiles en un mundo conflictivo y polarizado en el que no hay camino seguro para los consensos. Mientras se les niegan derechos a mujeres y hombres de todas las edades, inundamos sus vidas y el planeta de la muerte de los sueños, del amor, de la alegría, de la justicia y de la equidad. También de las muertes reales de ellas, ellos y los por nacer. De nada vale ante eso levantar banderas contra el aborto y la eutanasia. De nada vale hablar de la niñez si cuando llegas a la pubertad te despojan brutalmente de la inocencia y de la simpatía social. Derrotar enfermedades es solo parte de la gran lucha para derrotar el hambre y el discrimen y esa victoria solamente le está reservada a unos pocos.
Independientemente de los frutos que prometen los nacimientos y las muertes, no deja una de estremecerse al pensar en la energía que nos consumirá cada nacimiento y cada nueva muerte. Entre cada una de ellas pasamos un tramo en el que no somos la persona de antes, tampoco la siguiente. Somos el proceso mismo. Somos la confusión. Hacemos lo imposible por detener todo y quedarnos suspendidas en un espacio que nos proteja de la incertidumbre y del dolor que aterra. Como personas y como colectivo, podemos vivir el caos.
Hay resurrección, consuelo y celebraciones en la vida que entretejemos desde cada una de nosotras. Yo he aprendido que el hilo conductor entre nacimientos y muertes es el amor aunque suene a cliché. No el amor llano o estereotipado que se nos vende tan a menudo, sino el amor complejo, que ve y supera las contradicciones propias y las ajenas, que se toma sus distancias y que puede ver al otro o la otra en su justa dimensión y con compasión. A fin de cuentas, para los nacimientos que nos esperan y las muertes que ya nos acechan, habrá que hacer acopio de todos esos amores (incluyendo el amor hacia una misma) para no perder la alegría, para no perder la esperanza, para no perder el camino y seguir alimentando el futuro por nacer.