¿Por qué Cuba es sexy—y Puerto Rico no?
Al editor de una prestigiosa editorial neoyorquina no le impresionó mucho mi idea: escribir una biografía de envergadura sobre Julia de Burgos, poeta y feminista icónica cuyo nombre o imagen, gracias a la gran presencia de puertorriqueños en los Estados Unidos, se encuentra en cientos de murales, escuelas y letreros del país. Ante tal propuesta, él simplemente dijo: “No. Jamás se vendería. Al único latinoamericano que yo le publicaría una biografía es a José Martí”. “¿José Martí?”, repetí, incrédula.
Sin duda el escritor y líder independentista cubano se merece no una sino varias biografías dirigidas a un público angloparlante que lo ignora y debe conocer. Lo categórico de la respuesta, no obstante, me dejó perpleja. “¿Por qué solo a Martí?” El editor sonrió: “Martí viene de un país sexy”. “Pero él no es sexy”, riposté rápidamente. “Julia, en cambio…”
Resultó imposible convencerlo y pasamos a otro tema. Aunque me quedé pensando: ¿cómo puede ser que la tierra de Rita Moreno, Benicio del Toro, Ricky Martin, y cinco Miss Universos no sea considerada al menos un poco sexy? No hacía sentido. Pero se puede explicar y hay razones para hacerlo. Pues la distinción tiene historia y consecuencias, particularmente ahora, cuando Puerto Rico se enfrenta a una junta de control fiscal y Cuba entreabre sus puertas a la inversión estadounidense.
Desde que, a principios del siglo XIX, Cuba y Puerto Rico entran en el panorama de la joven república norteamericana, la primera siempre fue la más atractiva para la potencia emergente. Es más grande. Es más elegante. Pero sobre todo, está más cerca en términos geográficos y emocionales. En el imaginario estadounidense, Cuba se dibuja como límite y frontera de la nación; un talón de Aquiles cuya posesión por un rival podría llevar a la destrucción de la república misma. El pánico de que un nuevo estado gobernara a Cuba en lugar de España o de que una revolución engendrara “otro Haití” alcanza tal intensidad que, entre 1823 y 1897, Estados Unidos intentó comprar a la isla al menos cuatro veces. Controlar su destino se tornó en obsesión.
Cuando los Estados Unidos finalmente toman armas en el asunto, durante la Guerra Hispanoamericana del 1898, se intensifica su fijación por Cuba. Trazando fantasías político-económicas y libidinosas, la prensa representó a la isla en innumerables caricaturas como una bella damisela o como una madre escuálida que implora por un salvador que la libere de España. La exclusión gráfica del ejército mambí deja claro, como bien ha señalado Louis Pérez Jr., que al Tío Sam solo le interesaba rescatar a Cuba, no a los cubanos.
Antes de ese momento, en el discurso público americano apenas se menciona a Puerto Rico. Según avanza la campaña, no obstante, crecen las referencias a la isla. A diferencia de Cuba, sin embargo, la invasión de “Porto Rico” es casi siempre relatada como un frío cálculo imperial, no pasional. Políticos y expertos certifican que la isla ofrece ventajas estratégicas, oportunidades militares y posibilidades comerciales. La prensa informa además —a través de brevísimos artículos que denotan la poca importancia que los editores otorgan al hecho— que son los puertorriqueños, no los americanos, los que están “excitados” por la invasión inminente.
Después del Tratado de París y ya en posesión de las islas, los Estados Unidos imponen gobiernos militares en Cuba y Puerto Rico. En este momento, la doncella cubana se permuta en un niño negro que, así como su primo puertorriqueño, necesita que el Tío Sam le sirva de guía en el arte del autogobierno por un tiempo indefinido. Pero a pesar de que los americanos se entienden superiores a cubanos y a puertorriqueños, la épica de la independencia acerca a Cuba más a los Estados Unidos.
Paradójicamente, debido a que tantos inicialmente recibieron a los soldados del norte como ellos se veían a sí mismos —como liberadores de la opresión española y defensores de la humanidad— los puertorriqueños aparecen doblemente inferiores e indeseables en el imaginario americano. Es de esperar que, cuando surge la pregunta de qué «hacer» con Puerto Rico, la comparación entre cubanos y puertorriqueños no tarda en aparecer. En las palabras del influyente congresista Henry Teller, autor de la enmienda que prohibió la anexión de Cuba a los Estados Unidos: “No me gustan los puertorriqueños; no son luchadores como los cubanos… Una raza como esa no se merece la ciudadanía americana”.
El resultado es tan irónico como creativo. Mientras que el deseo por anexar a Cuba culmina en que los americanos le “conceden” la independencia, la perciben como suya vía la enmienda Platt. A Puerto Rico la anexan de facto aunque niegan de iure que tienen algo que ver con el país, a través de la doctrina legal del territorio no incorporado que establece que la isla pertenece a –pero no es parte de– la metrópolis. Si bien en el 1917 los Estados Unidos les extienden su ciudadanía a los habitantes de Puerto Rico, no lo hacen por haber desarrollado solidaridad, afecto o pasión por ellos. Se trata de realpolitik: su objetivo principal era detener el sentimiento separatista y prevenir que el creciente malestar contra el régimen colonial se convirtiera en un frente hostil durante la Primera Guerra Mundial.
Es por eso que la indulgencia de la ciudadanía fue precedida por numerosas aclaraciones por parte del gobierno y de la Corte Suprema subrayando que de ninguna manera debía entenderse el gesto como uno de inclusión política. Es por eso también que el estatus ciudadano fue nominal: los puertorriqueños ahora podían portar los pasaportes del águila dorada y volar libremente por el territorio, pero no tenían el derecho a votar por el presidente de los Estados Unidos ni a elegir una delegación que los representara en el Congreso con voz y voto. De acuerdo al gobernador designado, Arthur D. Yager, la ciudadanía otorgada a los puertorriqueños significaba simplemente que “hemos determinado… que la bandera americana nunca será arriada en Puerto Rico”.
Ya terminada la primera guerra mundial, la atracción norteamericana por Cuba retorna con brío a su metáfora original: la sexualidad. En tanto que los intereses corporativos conciben a Cuba como una isla virgen llena de posibilidades, la mirada turística la exotiza, reiterando un paralelo entre dominio económico y poderío sexual. De los “locos años ’20” a la “década perdida” de los ’50, los estadounidenses hacen de Cuba su destino preferido para las tres “d”: dance (baile), drink (botella) y deal (baraja). Puerto Rico, a pesar de tener playas espectaculares y el mismo clima que la isla vecina, dispuso de un solo hotel de lujo, el Hotel Condado Vanderbilt, del 1919 al 1949, cuando se construyó el Caribe Hilton, por iniciativa del gobierno insular. Si Cuba era triple D, Puerto Rico era triple P: pobre, pequeña y pasiva. Los americanos siguieron clavados a La Habana.
Hasta que se acabó el mambo. Aunque desde el principio existieron tensiones entre las partes, la revolución de 1959 constituyó una ruptura del affair entre Estados Unidos y Cuba, que convirtió a la isla en una chica aún más codiciada. Tal y como el deseo se acrecienta cuando el objeto está cerca pero inaccesible, Cuba ahora vuelve a ser la fruta prohibida que es preciso recuperar a toda costa castigando a los barbudos ingratos con invasiones, bloqueos y atentados. Y no es para menos. Hacia el año 1958, Cuba no solamente era el parque de diversiones para adultos favorito de los Estados Unidos, sino que el capital norteamericano controlaba gran parte de la economía insular, incluyendo el 90% de las industrias eléctrica y telefónica, el 83% de la ferroviaria y el 43% de la azucarera.
A la vez, si bien es cierto que la masculinidad cubana en armas repele a la élite gobernante norteamericana, también sedujo a sectores de la izquierda e intelectuales de grupos minoritarios, quienes concibieron a la revolución como un desafío frontal a las políticas coloniales y racistas de su país. Si para muchos las revoluciones son el viagra de lo político, el fuck you cubano a los Estados Unidos a solo 90 millas de la Florida, era para derretirse.
Además, la revolución elevó a los cubanos a la categoría de sex symbols mundiales y este estatus añadió ingredientes simbólicos al ajiaco cubano que pocos disciernen en el asopao boricua. A partir de ese momento, Cuba se transfiguró en un lugar excepcional donde un país pobre defendió su libertad ante el país más poderoso del mundo y salió victorioso. Mientras que la mayoría de la humanidad vive como imaginan que lo hacen los puertorriqueños por naturaleza —bregando para sobrevivir— un buen número sueña con ser como se presume que es el cubano por definición: desafiante, macho y rebelde.
Entre tanto Cuba circula a modo de un brand global, la modesta atención que recibió Puerto Rico durante esta época queda sintetizada en una portada de la revista Time mostrando al gobernador Luis Muñoz Marín con un look serio circa 1958. Allí se vende a la isla no en términos eróticos sino clínicos, como un laboratorio, esta vez “de la democracia en Latinoamérica”. Según sus auspiciadores, el caso Puerto Rico demuestra la promesa del capitalismo al hemisferio si Latinoamérica cesa su hostilidad hacia la inversión norteamericana, le ofrece incentivos y deja al nacionalismo atrás. Clínico o no, el experimento pronto perdió financiamiento y entró en crisis permanente. Encima de que tuvo escasa duración, el “milagro económico” puertorriqueño requirió de la exportación de 700,000 almas para servir de mano de obra barata en Nueva York y otras frías urbes de la metrópoli.
Paradójicamente, aunque gran parte de sus conciudadanos recibieron a los migrantes puertorriqueños como “escoria tropical”, su origen en un lugar down there, south of the equator facilitó que a algunos se les considerara como nueva variante de una candente otredad sexual en Norteamérica. Luego del 1959, sin embargo, la situación cubana es distinta y en dirección opuesta: el exilio disminuye el capital sexual. Ya sean considerados model minorities, como en el caso de los primeros exiliados, o lumpen, después del éxodo marielista, los cubanos en Estados Unidos rara vez alcanzan el título de “los más sexy” con la excepción de aquellos que, como Pitbull, insisten en su cubanía y “flirtean con la tierra”. Lo de sexy queda reservado colectivamente para los cubanos que permanecen en Cuba —y para el Che, claro —.
Dada esta historia, resulta predecible que en los últimos dos años, según se han “normalizado” las relaciones entre Estados Unidos y Cuba, regresó el erotismo retórico como pareja vital del rapprochment. Si bien la isla ya no aparece como un niño negro que desconoce el complejo mundo de la política, ni como una doncella criolla que espera su príncipe, no hay duda que volvió la fiesta. En los primeros meses del 2015, cientos de sitios y revistas influyentes norteamericanas, de GQ a The New Yorker, visualizan la nueva era de obsesión americana con Cuba como un baile acompañado de ¿qué más? ron, cigarros y mulatas.
La motivación hoy no es restablecer la frontera con Cuba sino revivir la fantasía precastrista y reconquistar el último mercado cercano sin una honda penetración capitalista. Se hace la boca agua de tanto desastre por financiar. Y no debe sorprender que en esta bacanal se imponga la metáfora carnal a través de la palabra “sexy”. Es sexy cómo surgió el trago Cuba Libre (no la Piña Colada). Es sexy poder invertir en áreas urbanas decrépitas (en La Habana, no en San Juan). Es sexy igualmente llevar alumnos universitarios a estudiar la biosfera. “Cuba no es accesible —comenta el profesor—. Esto hace que el viaje suene mucho más sexy, ¿no?”.
Hasta la pobreza cubana es sexy —al menos para el New York Times—. En su edición del 20 de marzo de 2016, el periódico tomó la decisión inusual de incluir artículos sobre las dos islas en la primera página. Como señaló de inmediato la estudiosa Rima Brusi, la nota sobre Cuba no solo estaba en la parte superior de la página, incluía fotografías hermosas de La Habana que parecían pinturas clásicas. El Times asimismo avisaba que si bien la pobreza cubana puede causar “desesperación desgarradora”, los cubanos mismos “están tan llenos de vida. Esperan, con ansias” —una vez más—. En cambio, la pobreza de Puerto Rico y su paisaje son, además de feos, repugnantes y peligrosos: la isla es “un paraíso tibio y húmedo, plagado con una pobreza descarnada, un ambiente ideal para los mosquitos que transmiten el virus [del Zika]”.
Pese a todo, los americanos pueden dar reversa en Cuba e intentar ocupar el espacio que dejaron por al menos dos razones claves: la revolución fue, entre otras cosas, una respuesta al dominio estadounidense. Pero el ardid de la república mediática y la ruptura entre gobiernos permiten que Estados Unidos se represente nuevamente como salvador y amigo. Sin ironía alguna, los norteamericanos entonan el estribillo del guarachero Daniel Santos, “yo no sé nada, yo llegué ahora mismo . . . si algo pasó, yo no estaba allí”. Con Puerto Rico, sin embargo, es difícil realizar esta pirueta psicológica, particularmente hoy cuando la economía está al borde del colapso y la isla se vacía en Orlando, Filadelfia y el Bronx.
En decir, el hecho de que, después de casi 120 años de soberanía legal, la autodenominada democracia más grande del mundo ha fracasado en proporcionar lo que prometió cuando desembarcó —prosperidad y libertad—, hace de Puerto Rico un objeto incómodo para los americanos. Si Cuba es la fantasía de colores que dura y perdura como una paleta de Life Savers, Puerto Rico es el fastidio de un chicle pegado en el zapato que le devuelve a los Estados Unidos un reflejo con el que no puede identificarse: un país cualquiera que ha ejercido su poder, no por el bien de la humanidad sino para promover sus propios intereses.
Al final, la ironía es que siendo sexy o no, y siguiendo rutas de reforma y revolución distintas en la mirilla del “buen vecino”, Cuba y Puerto Rico han terminado de manera similar: arruinadas. Aunque, como antes, Estados Unidos tiene ojos solo para una de ellas. El peligro es que, como escribió el filósofo Gilles Deleuze: “Si estás dentro del sueño de otro, estás en problemas”. En otras palabras, es posible que la posesión sin pasión añada sal a la herida. Pero hay amores que matan —y miradas también—.