Puertorriqueñidá
A Tato Laviera, que vacile en paz
Y tú loco loco
pero yo tranquilo
-Tite Curet
“¿Hay algo más puertorriqueño que la Navidad?”, me preguntaba retóricamente alguien el otro día. Su juguetona inquisición servía como de puente entre la Semana puertorriqueña que celebraba la escuela de nuestras hijas y los sonidos vespertinos de la temporada navideña. No es un sinsentido, ni una ingenua proposición. A fin de cuentas, así lo declara un aguinaldo tradicional cuando dice: “La temporada más borinqueña y más risueña: la Navidad”, entre el coro parrandero “Alegre vengo de la montaña, / de mi cabaña…”. Este y otros aguinaldos muestran que la efeméride cristiana está simbióticamente enlazada con los íconos de la cultura puertorriqueña; como si la Navidad viniese del campo y su celebración fuese también la de la nación.
¿Pero qué se celebra durante la temporada más puertorriqueña? Según gran parte de nuestro cancionero una de las cosas que más se celebra es la fiesta misma: “el jolgorio está / el jolgorio está / bien por la maceta”. Pocas industrias musicales han producido tanta música navideña como la nuestra. Tradición antiquísima contra la que parecía que querían luchar los instauradores de la tradición literaria puertorriqueña, los colaboradores del Aguinaldo puerto-riqueño de 1843. Estos propusieron su libro como un regalo navideño —un aguinaldo—: “obra enteramente indíjena” que pudiera remplazar “con ventajas […] las vulgares coplas de Navidad”. Esta celebración puertorriqueña es tan especial que por ley se recompensa con un bono a los trabajadores, como si fuera la extensión alegórica del “aguinaldo” que los amos le daban a sus esclavos en aquellos tiempos. Bono que trae alivio al bolsillo y alegría a la familia. O boleto de entrada a la feria del consumo: tentación demoniaca, lado oscuro de la tradición. El pecado de la gula acecha, pero nada ni nadie la detiene. A fin de cuentas, las tradiciones no se deben sustituir por otras, como les advirtiera el Buen Viejo a los entusiastas jóvenes de aquel poco recordado Aguinaldo.
Tradición, cristiandad, cultura, nación, fiesta, jolgorio, hermandad, solidaridad y consumo: es un humilde listado de la variedad de cosas que representa esta celebración de la puertorriqueñidá. Perdón, pero como se trata de la “temporada más borinqueña” me es imposible discernir una de la otra. A fin de cuentas; quizás lo más que celebran los puertorriqueños durante la Navidad sea la persistencia de la propia comunidad como sujeto conceptual: es decir, la puertorriqueñidad. Pero ¿qué es la puertorriqueñidad? Como definición debiera ser todo aquello común en la comunidad que interpela. Sin embargo, cuando se habla de puertorriqueñidad se resalta no lo común a los puertorriqueños, sino un conjunto abstracto de valores positivos que nos debieran unir y propiciar una “mejor vida”. La puertorriqueñidad es la tradición, la cultura autóctona, la comida típica, los valores de hermandad y solidaridad. Vista así, la puertorriqueñidad es algo a lo que se aspira: una visión particular del aire que se respira.
Pensemos, por ejemplo, en la semana puertorriqueña que celebran miles de escuelas en Puerto Rico en torno al día del llamado descubrimiento. Considero que quienes organizan estas celebraciones —maestras, maestros, madres, padres, estudiantes, directoras y directores— tienen el genuino deseo de fomentar el orgullo nacional entre estudiantes y la comunidad escolar. Para ello, se estudian diversos aspectos de nuestra historia y nuestra cultura y se organiza una festividad en la que l@s estudiantes, en su mayoría, se visten de jíbaros, jíbaras, pleneros, pleneras, bomberas y bomberos, y hasta de indios taínos (y no quiero decir que en el presente no se practique la bomba y la plena). Es decir, que se disfrazan de lo que no son para celebrar lo que son. Se asume que la puertorriqueñidad que se celebra está más relacionada con las tradiciones que con el presente; como si en el presente fuéramos menos puertorriqueños o puertorriqueñas que algunos personajes resaltados por la literatura, la música y el arte. Se alegará que el interés es fomentar el conocimiento histórico de los “orígenes” de la puertorriqueñidad. Pienso, que la selección de la “semana del ‘descubrimiento’” obedece entonces a que la misma está ligada a la llegada de los conquistadores españoles junto al recuerdo de los taínos como habitantes “originales” de la isla, como sus auténticos dueños originales. O sea, que simultáneamente se conmemoran ambas cosas: la presencia taína como el inicio de su exterminación. Si de algún origen devenimos sería de ese contradictorio evento: cuando a nombre de la cristiandad, los conquistadores españoles tomaron posesión de esta isla con el resultado que ya mencioné. Este origen de la puerrtorriqueñidá es un acto de conquista y exterminio, pero nosotros ideológicamente más herederos de Bolívar que de Ponce de León, nos disfrazamos de las víctimas y no de los triunfadores quienes biológica y culturalmente serían “nuestros primeros abuelos”.
Pero esta celebración es solo uno de los aspectos contradictorios de las celebraciones de la puertorriqueñidad. Si se toma como modelo los personajes del pasado como jíbaros y taínos, pocos pudiéramos afirmar que en nuestra cotidianidad nos afirmamos como puertorriqueños. ¿Qué sería lo representativo de la puertorriqueñidá: estos estudiantes con sus disfraces entonando el himno que celebra la llegada de Colón o la contradictoria cultura puertorriqueña de día a día? Por ejemplo, en la escuela de mi hija, por ardides del calendario, la semana concluía con la carrera del pavo: es decir se fundía con la celebración de la “fundación” de la otra nación: la estadounidense, cuya cultura para muchos representa la principal amenaza contra nuestra identidad nacional. Sin embargo, no parece contradictorio que las escuelas, el Estado y la comunidad celebren jubilosamente ambas festividades “nacionales”. A veces me pregunto qué harían los independentistas con San Güivin si se alcanzara su ideal: lo eliminarían o lo sustituirían por otra fiesta como hicieron romanos y cristianos, según expandían su poder por el Mediterráneo, Europa y el Atlántico.
(Hago un paréntesis para anotar que otros países celebran su nacionalidad en torno a las fechas de independencia, lo cual sin duda tiene más sentido. Correspondería celebrar la puertorriqueñidad en torno al Grito de Lares, pero sin duda resulta demasiado radical para la normalidad colonial puertoriqueña. Y proponerlo en torno a la fecha del Constitución es, irónicamente, demasiado conflictivo.)
Este tipo de celebración de cierta manera insinúa que nuestros actos cotidianos nos alejan de la puertorriqueñidad cuando la identifican con el pasado. Claro, en nuestro diario también se fomenta el orgullo nacional, sobre todo en unos hábitos de nuestra cultura —aunque no así en otros— y alrededor de figuras públicas del arte, la farándula y el deporte. Por ejemplo, el fervor puertorriqueño más parecido al de la Navidad y al de la puertorriqueñidad es el religioso. Sin embargo, es claramente reconocible la distancia ideológica entre nacionalistas y religiosos; lo cual es comprensible si se entienden como dos fes diferentes. Entonces hay que pensar que para unos, la religiosidad o la pasión religiosa de los otros no es una de las características más comunes de nuestra cultura, como si la religiosidad no anduviera de la mano con la puertorriqueñidá. Así lo ve Benedict Anderson en su estudio sobre las naciones, Imagined Communities (1990): el sentimiento nacionalista, sugiere Anderson, surge cuando se ha desboronado la fe en la iglesia, como si una pasión fuera sustituta de la otra.
En el discurso nacional y sus referentes cotidianos, la puertorriqueñidad refiere más a conceptos, a ideas absolutas o casi absolutas, a un estado idílico de solidaridad y hermandad que a nuestra cultura considerada en su sentido antropológico. Es como el pueblo: un signo vacío que se invoca desde todas partes, tanto desde la victoria de Fortuño en 2008 como desde las marchas y piquetes de la oposición a la Ley 7. Se invoca desde cada tarima: la marcha por la liberación de Oscar López, la Campechada, las fiestas patronales, todas las campañas políticas, y desde clamor a Dios. Así, el pueblo es más un espectro capaz de estar presente al mismo tiempo en lugares distantes y favoreciendo causas opuestas. Del mismo modo, la puertorriqueñidad o la identidad parece estar más personalizada en actividades que llamamos culturales como ferias de artesanías, fiestas como las de la calle San Sebastián o las parrandas navideñas que en los malles, los puntos de droga, los conductores borrachos; estar más auténticamente representada por el español correcto que por la lengua oral o el spanglish, por los estudiantes que por los policías, por los héroes nacionalistas que por los pastores de iglesia como si unos fueran genuinamente puertorriqueños y otros no. Sin embargo, me pregunto: ¿Acaso no está dicho más en puertorriqueño el “Bar BQ y el pool party” que la “barbacoa y la fiesta en la alberca”?
Recuerdo a mi profesor madrileño pronunciando el nombre de su ciudad natal con lo que a mí me sonaba como una fuerte z al final. Pienso que para él —como para muchos otros madrileños— mi pronunciación de esa d final es muda. La lengua fue un arma del imperio —de los imperios— por medio de la cual se intentó establecer la superioridad de una cultura sobre otras. La mudez de esa consonante final queda como resabio de esas diferencias que recuerdo, no para usarla como gastado desafío antiimperialista sino para recalcar la diferencia entre oralidad y escritura, entre concepto y práctica cotidiana. Así puedo pensar en puertorriqueñidad como ese concepto abstracto de referentes culturales y puertorriqueñidá como la cotidianidad cultural ausente de dichos conceptos. Veo a esta en todas partes: en fotos de niñ@s vestid@s de los jíbaros que no son, actuando diariamente más allá de los “momentos de libertad” en los que Johannes Fabian afirma que surge la “cultura popular”. Inscribo su acento como graffitti que “procede con precaución” para “comentar y glosar” la autoridad del diccionario y del discurso nacionalista.1
Quiero dejar abierta la pregunta ¿a qué nos referimos cuando hablamos de puertorriqueñidad? ¿Al carácter puertorriqueño “representado” por sus tradiciones o a nuestras mil maneras elusivas y contradictorias de bregar con nuestras condiciones?2 ¿A la puertorriqueñidad evocada por los discursos de la nación; o a la puertorriqueñidá de nuestro día a día? Habrá quien me corrija y me recuerde que “¡ay, virgen, yo no sé hablar!” (Tato Laviera).3
- Uso la discusión de la retórica el Inca Garcilaso de la Vega, hecha por Doris Sommer en Proceed with Caution, when engaged with minority wrintings in the Americas, Cambridge, Harvard University Press, 1999. [↩]
- Por mil maneras aludo a Gilles Deleuze y Félix Guattari, A Thousand PLteaus. Capitalism and Schizophrenia, translated by Brian Massumi, Minneapolis, University of Minnesota Press, 1987 (1980). “Carácter y condición de lo puertorriqueño” es la definición de “puertorriqueñidad” que ofrece el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, en su version en línea. [↩]
- Tato Laviera, “My Graduation Speech”, La Carreta Made a U-turn, Houston, Arte Público Press, 1992, 17. [↩]