«Que coman (otro) bizcocho…»
La decisión del juez Anthony Kennedy aludió al maltrato recibido por el repostero por sus creencias religiosas de parte de las autoridades estatales. La jueza Elena Kagan, de quien se dice que es gay, concurrió con Kennedy en cuanto al derecho del repostero a ejercer sus valores religiosos sin represalias por parte del Estado o que se le imponga renunciar a actuar de acuerdo con sus propias creencias religiosas.
Tanto Kennedy como Kagan, quien además es de ascendencia judía, salvaguardaron el derecho de los ciudadanos a actuar de acuerdo a sus creencias religiosas siempre y cuando no violenten los derechos de quienes viven de acuerdo a preceptos diferentes sobre lo que es moral o inmoral.
La razón por la que planteo que esta libertad y derecho al culto a largo plazo es más importante que el derecho a una pareja gay a recibir un servicio, no obedece a prejuicios religiosos u homofóbicos. Nada más lejos de la verdad. Mi planteamiento responde a la aparente consciencia de los jueces, incluyendo a Neil Gorsuch, nominado por el presidente Trump, de que los EEUU viven tiempos de exacerbada polarización racial, política y religiosa, y que resulta imprescindible salvaguardar los derechos a toda libertad de culto, no solo a la cristiana. Esta decisión del Supremo protege el derecho de las minorías religiosas a su legitimidad dentro del «body politic» de su sociedad. De hecho, defiende prospectivamente el derecho a los musulmanes, los judíos, los sijs y todas las minorías religiosas a ejercer su derecho constitucional a la libertad de culto.
Tal vez la comunidad LBGTT perdió una pequeña y relativamente insignificante batalla. Comprar un bizcocho no es perder el derecho a expresarse, congregarse, recibir servicios indispensables e inclusive casarse, que cada vez más estados avalan. Ganar una batalla que los sectores evangélicos podían esgrimir como evidencia de discrimen y usurpación a su libertad de culto por parte de los “liberales” podía abrir la puerta a una mayor intolerancia religiosa de la que el presidente ha promovido y propiciado. En una futura ocasión en que se atente contra una minoría religiosa, el Supremo habrá establecido los límites que deben aplicar a los estados y al gobierno federal en cuanto al derecho a los creyentes de toda fe religiosa a vivir de acuerdo a sus creencias.
La decisión de Kennedy, Kagan y cinco otros jueces protege la libertad religiosa de las minorías buscando restarle legitimidad y legalidad al rechazo de los musulmanes que no se anticipa se reduzca en un futuro no tan lejano.
Si el Tribunal Supremo no logra proteger la libertad de culto de los fundamentalistas, poco podrá proteger los derechos de los inmigrantes, la comunidad LBGTT y el resto de las minorías, a medida que los seguidores del presidente se entronizan en tantas agencias federales y estatales. En cierta medida, esta decisión del Supremo es una píldora venenosa (poison pill) contra la creciente cantidad de jueces ultraconservadores que el presidente nominará en lo que le queda del cuatrienio. El Congreso republicano saliva por ratificar estos jueces para satisfacer el ardor evangélico anti-aborto pro “libertades” religiosas que, junto al amor por las armas de fuego, vincula la base conservadora con sus políticos y aumenta sus posibilidades de retener el Congreso y hasta la presidencia.
Defender unas libertades fundamentales en ocasiones puede representar comparativamente pequeñas derrotas a grupos minoritarios que merecen los mismos derechos que las mayorías. En el presente que vivimos el bien común necesita ser más amplio que el derecho individual si se quiere detener el autoritarismo que cada vez más enardece la intolerancia, y bajo el cual aumentará la ya creciente represión en contra de las personas que lucen, actúan, hablan y aman en forma distinta a la mayoría euro-descendiente. Vivimos tiempos en que se exacerba el discrimen y no se anticipa que la influencia del presidente en el ánimo de sus huestes vaya a reducirse en un futuro previsible. El Tribunal Supremo prospectivamente acaba de colocar una barrera al final de una vía de ferrocarril por la que viaja una desbocada locomotora abanderada del totalitarismo y la autocracia. Ojalá impida que se descarrile del todo.