¿Qué pasa en la historiografía? Neoliberalismo, intelectuales y revolución
Para concebir un proyecto revolucionario, es decir, para tener una intención bien pensada de transformar el presente en referencia a un proyecto de futuro, es imprescindible tener algo de control sobre el presente.
Pierre Bourdieu, Contrafuegos (1998)
La crítica al Materialismo Histórico durante la década del 1970 y la disolución del socialismo realmente existente durante el 1990, aunque desprestigió a la izquierda en general, no significó la desaparición de aquellos imaginarios. El colapso del orden liberal derivado de la segunda posguerra mundial y el desarrollo de neoliberalismo de la posguerra fría dio la falsa impresión de que una transición inevitable y natural había ocurrido y de que la redención comunista había sido borrada permanentemente.
Lo cierto es que, en historiografía, ninguna transición es inevitable. Las crisis materiales e ideológicas son coyunturas propicias para la innovación: unos ídolos caen mientras otros se alzan. Los “nuevos” capitalismos y socialismos, maculados por un pasado funesto del cual el estalinismo y el nazismo fueron los mejores ejemplos, han sido la orden del día. La reformulación del capitalismo y el socialismo no ha evitado la subsistencia de la retórica de la guerra fría en la posguerra fría. Numerosos significantes y significados obtusos heredados de aquel orden bipolar estorban la discusión cuando madura una protesta social. Conceptos como derecha, izquierda, comunista, fascista, nacionalista, anticolonialismo, descolonización, decolonización, liberal y conservador se nutren de la ambigüedad.
Al observar el fluido presente a la luz del fluido pasado, los historiadores enfrentan un gran desafío. En la obra En busca de la política (1999) el sociólogo polaco Zygmunt Bauman (1925-2017) veía “el fin de las ideologías”, el “fin de las grandes narraciones” y “el fin de la historia” anunciado por Jean François Lyotard (1924-1998) en La condición postmoderna[1], como una invitación a redefinir el papel de los intelectuales en la sociedad. Bauman partía del concepto “intelectuales orgánicos” de Antonio Gramsci (1891-1937),[2] para afirmar que la “clase ilustrada de la época moderna o posmoderna solo asume el rol intelectual orgánico para ser intelectuales orgánicos de sí mismos”[3]. El “descompromiso”, el “abandono del rol sintetizador tradicional” y la “privatización” e individualización de la noción de “agencia” en los intelectuales fue el resultado neto de ello.[4]
Para Enzo Traverso (1957- ), el intelectual inconforme de las décadas de 1960 y 1970 había perdido protagonismo. Bajo el efecto de las tecnologías y la nueva universidad, se convirtió en “un investigador y un profesor universitario (…) que ya no se siente como en casa en la universidad”, institución que funciona como un “espacio de fabricación de expertos”.[5] El “intelectual educador ya desapareció”, no tiene espacio en una universidad sujeta al principio empresarial de competitividad. La Universidad de Puerto Rico es un modelo puntual de ello.
Sin duda, el mesianismo profético secular que el psicoanalista humanista Erich Fromm (1900-1980) reconoció al marxismo en sus notas sobre el joven Karl Marx (1818-1883) no se ha extinguido del todo[6]. Aquel mesianismo permitió que, tras la década de 1990, el optimismo de los comunistas, una herencia del progresismo burgués que animaba la concepción materialista histórica clásica, se atenuara pero no desapareciera. La ilusoria certidumbre respecto al futuro, no fue exclusiva de los materialistas históricos. El evangelismo mediático que se desarrolló durante aquel período y la retórica neoliberal celebratoria de la libertad que coronó la disolución de la Unión Soviética lo compartían. Aquellos discursos proyectaban el consumo (de dios y su mensaje y de las mercancías y sus códigos, respectivamente) como base de la identidad y de “un Yo” funcional. En cierto modo, aquellas retóricas aparecían como alternativas al internacionalismo obrero imaginado como promesa de un orden sin contradicciones por los materialistas históricos bona fide.
Al parecer a lo que aspiraban evangélicos y neoliberales era a “un Yo” emancipado o amputado del proceso de producción, “un Yo” más allá del “hombre nuevo” de los materialistas históricos y del “super hombre” del vitalismo filosófico. El mercado se transformó en el espacio capaz de saciar cualquier necesidad material o inmaterial, así como lo era Dios para la cristiandad. El mercado y su “mano invisible” se equipararon a la “administración de las cosas” imaginada por los comunistas.[7] El “tiempo flexible” y la itinerancia del “job hopper” o “saltamontes laboral”, perversas metáforas de la libertad, sustituyeron el “trabajo racional, libre, común, no competitivo y voluntario” de los comunistas; y el “asociado” de los pasillos de Walmart ocupó el sitio del “camarada” comunista. En lugar de “a cada cual de acuerdo con su necesidad y su trabajo”, la fórmula era “a cada cual de acuerdo con su capricho y su brío en el consumo”. Todo indica que la humanidad en el neoliberalismo debe imaginarse más allá de la libertad y el comunismo moderno. Para un historiador que conserva un pie en el 1968 y vivió el final de la guerra fría, la situación no deja de ser siniestra.
El concepto “melancolía de izquierda” inventado por Traverso, está vinculado a ese vuelco. Una lectura superficial del volumen interpretaría la melancolía como el reconocimiento de la derrota final de aquel imaginario. Traverso, lejos de proponer la muerte del pensamiento antisistémico y/o anticapitalista sugiere otra cosa. Desde su perspectiva, si se despatologiza la melancolía superando cualquier interpretación freudiana, la “bilis negra” podría animar al sujeto a “volver a ser activo”.[8] Esto significa que el Materialismo Histórico y el activismo socialista, para enfrentar el neoliberalismo, deberían romper con el progresismo vulgar y elaborar una reflexión profunda en torno a la pertinencia de su instrumentario interpretativo. Los ideales del 1789 –libertad, igualdad, fraternidad–, reinscritos en los de 1848 y 1917, requieren ser puestos al día. Su precariedad en el mercado postindustrial y la economía terciarizada lo amerita. En el neoliberalismo, dominado por la tiranía del consumo, la condición de la clase obrera como productora y la riqueza moral de las relaciones sociales de producción se han convertido en una ficción.
¿Cómo elaborar un proyecto revolucionario que no se reduzca a retroceder al Estado Benefactor? ¿Cómo lograrlo cuando la labor de los intelectuales es banalizada ante la emergencia de la educación de consumo en el escenario privado y el público, centrada en el principio de la rentabilidad, productividad y eficiencia, que impone la universidad neoliberal?[9] El asunto es más fácil de formular que de resolver.
La devaluación de la clase obrera como agente productor y la banalización del trabajo intelectual son visibles en el Puerto Rico de los últimos 20 años. La quiebra de las instituciones representativas de la clase obrera y la nueva universidad que emerge ante nuestros ojos son patentes. Las concentraciones industriales bajo el control financiero global y la especialización del proceso productivo impuesta por la globalización, obstaculizan la maduración de una conciencia internacional de clase según la imaginó Marx a mediados del siglo 19. La oposición local a un enemigo global representa traduce una paradoja.
La seducción del mercado y el consumo neurótico, fomentan la valoración de la capacidad de consumir sobre la de producir, condición comentada por Bauman en varios de sus escritos.[10] La alienación de “su Yo”, concepto central a la teoría marxista de la revolución, se impuso entre los trabajadores del segundo sector, la manufactura, y el tercer sector, los servicios. La idea de que se nace y se vive para consumir[11] se ha generalizado y la probabilidad de que una campaña de concienciación a través de los medios de comunicación masiva, la Internet y las redes sociales pueda enfrentarla son pocas.
Además el escenario de la producción material ha cambiado desde mediados del siglo 19 hasta principios del siglo 21. Los procesos de mecanización del proceso productivo de la mano de las máquinas, primero; y la automatización o robotización de la producción industrial luego, alteraron la configuración de las clases trabajadoras a nivel global. La pregunta en torno a cuál será el “nuevo sujeto revolucionario” está sobre la mesa. Por una parte, el proletariado industrial, es decir, los productores directos de mercancías a cambio de un salario (el segundo sector en la economía liberal), clase a la cual Marx había adjudicado la capacidad para ejecutar la revolución, se redujo dramáticamente. La revolución, como se sabe, consistía en arrebatar el control de los medios de producción de las manos de la burguesía y devolverlos a los productores directos cuyo expolio era el pilar de la economía capitalista. La abolición de la propiedad privada de los bienes de producción y su colectivización eliminaría las diferencias de clase; el dinero y el capital ya no serían necesarios y el trabajo impuesto cesaría. En su lugar se desplegaría el trabajo racional, libre, común, no competitivo y voluntario que Lefebvre identificaba con el comunismo.
La reducción del proletariado industrial en particular, y del segundo sector en general, vino acompañado por el crecimiento de los trabajadores de servicios, el tercer sector en la economía liberal. Aquellos se distinguían porque, si bien no producían mercancías materiales, cumplían una diversidad de funciones y labores definidas como bienes inmateriales a cambio de un salario. La ejecución de aquellas tareas agilizaba el engranaje del proceso capitalista. Aquel grupo incluía desde obreros de mantenimiento, maestros, contadores, vendedores, gerentes, expertos en finanzas, entre otros. Su incremento cambió la cultura y el comportamiento social de la clase obrera porque, desde la perspectiva del Materialismo Histórico clásico, los trabajadores de servicios carecían de la capacidad de ejecutar una revolución socialista.
El fenómeno del crecimiento del tercer sector y el auge de la terciarización se intensificó en el neoliberalismo. Ello tendió, según se ha dicho, a devaluar el papel de la producción en la configuración de la identidad social y “un Yo” legítimo: ese papel correspondía al consumo.
El neoliberalismo, como el Estado Benefactor que dejó atrás, validó la paradoja de que se podía consumir sin producir. Uno de los factores que viabilizó aquella situación anómala fue la facilitación del acceso a los ciudadanos-consumidores a los circuitos de crédito fácil en la forma del llamado “dinero de plástico”. En una sociedad como la que se ha descrito, que fetichiza el consumo y la posesión de bienes de corta duración, no es posible hacer una revolución que tenga por meta la apropiación de los medios de producción social, la abolición de la propiedad privada y la eliminación de las diferencias de clase. En términos simbólicos el “paraíso en la tierra” es tan utópico como el “paraíso en el cielo”. La situación da la impresión de que la gente, el ciudadano-consumidor, se ha acostumbrado y ajustado al proceso de alienación que promueve el mercado y no siente la necesidad de desalinearse y recuperar su humanidad.
Para un historiador resulta obvio que las circunstancias materiales alteraron lo que significaba ser un obrero, un trabajador o un proletario. El problema es más profundo: los productores directos de bienes materiales (mercancías) o inmateriales (servicios), han perdido toda conexión con el pasado rebelde y no apetecen la revolución internacional. La lucha de clases, clave y motor de la evolución histórica y social desde la perspectiva del Materialismo Histórico clásico tomó un giro inesperado que habría que evaluar con cuidado. Los socialismos del siglo 21 han quedado en manos de camarillas de expertos propensos al dolo y al abuso del poder.
Desde la década de 1970 los historiadores, a pesar de su diversidad hermenéutica, reconocen que la situación de los seres humanos en el tiempo y espacio no es reductible al dualismo de los obreros contra burgueses. Tampoco están dispuestos a aceptar que la revolución sea inevitable. Han aceptado que las oposiciones dualistas obtusas de la guerra fría ya no tienen sentido. Los matices probables entre los extremos asumidos son un reto a la reflexión serena a la hora de elaborar una interpretación del entorno social y cultural en especial cuando se trata de imaginar la revolución.
Desmantelar las oposiciones dualistas obtusas es lo que ha conseguido el especialista británico en el tema del desarrollo Guy Standing (1948- ). En The Precariat: The New Dangerous Class (2011), planteaba la hipótesis de que el viejo y atemorizante proletariado había transmutado en “precariado”. Aquel era un concepto denso que sugería la incertidumbre característica de los trabajadores del segundo y el tercer sector en el orden neoliberal por oposición a las certidumbres tácitas ofrecidas por el capitalismo liberal de posguerra.
El fenómeno ha sido documentado en Europa, Estados Unidos, Japón, los países capitalistas y postcapitalista, industriales y posindustriales del mundo. También podría documentarse en Puerto Rico, frágil barca a la deriva entre el desarrollo y el subdesarrollo que ha pasado por una etapa de industrialización (desde 1947) y otra de desindustrialización (desde 2005).
El precariado florece en el capitalismo avanzado y el neoliberalismo. Ello implica que un amplio sector social cubre sus necesidades básicas mediante el trabajo, pero carece de garantías en torno a su solvencia futura. Las posibilidades de un trabajo fijo y de las protecciones de un seguro médico, contra accidentes, males catastróficos o una pensión digna, se esfuman. Su vida laboral no difiere de la peregrinación interminable del “job hopper”. Culturalmente hablando, “olvidar el pasado” y “despreocuparse del futuro”, renunciar a la historia y a la utopía, es una condición intrínseca del precariado.
Ello afecta su equilibrio psicológico: el precariado sobrevive en un mercado que sobrevalora el consumo y el ciudadano-consumidor define “un Yo” sobre la base de sus posesiones o la carencia de ellas. La inseguridad laboral y la falta de beneficios marginales, condiciones provocadas por la disolución del Estado Benefactor (herencia de la segunda posguerra y de la economía liberal) y el Estado Asistencial (herencia de la crisis de 1970), profundizan su incertidumbre y su agresividad. Más allá de la clase obrera y el intelectual comprometido aparece el precariado. ¿Radica allí la esperanza de una revolución?
Standing, como Traverso, pensaba que no todo estaba perdido. Una Renta Básica Universal podría servir de base para articular un discurso y una praxis útil para enfrentar la emergencia del precariado. Traverso, al final de su reflexión sobre los intelectuales afirmaba dos verdades como una piedra: la humanidad “no puede vivir sin utopías” pero “las futuras revoluciones no serán comunistas (…) (aunque) seguirán siendo anticapitalistas”[12]. Si ello tendrá un sentido comparable al del 1789 o 1917 es impredecible. Veremos…
[1] Jean François Lyotard (1989) La condición postmoderna (Madrid: Cátedra): 63 ss.
[2] Sobre Gramsci y el tema de los intelectuales en el marxismo recomiendo a Manuel S. Almeida (2017) Dirigentes y dirigidos: para leer los Cuadernos de la cárcel de Antonio Gramsci (San Juan: Callejón): 143 ss.
[3] Zygmunt Bauman (2006) En busca de la política (México: FCE): 137, 135.
[4] Ibid. 138
[5] Enzo Traverso (2013) ¿Qué fue de los intelectuales? (Buenos Aires: Siglo veintiuno editores): 44-45
[6] Erich Fromm (1975) Marx y su concepto del hombre (México: Fondo de Cultura Económica): 76-79.
[7] Sobre el asunto véase Henri Lefebvre (1961) Introducción al Marxismo (Buenos Aires: Eudeba): 37-39; y Mario R. Cancel-Sepúlveda, comentario (2018) “Documento y comentario: Henri Lefebvre (1961) “¿Qué es el comunismo?” en Historiografía: la invención de la memoria URL https://mariocancel.wordpress.com/2018/01/28/documento-y-comentario-henri-lefebvre-1961-que-es-el-comunismo/
[8] Enzo Traverso (2019) Melancolía de izquierda (Barcelona: Galaxia Gutemberg): 96.
[9] Enzo Traverso (2014) ¿Qué fue con los intelectuales? Ibid.
[10] Recomiendo la primera parte del volumen de Zygmunt Bauman (1998) Trabajo, consumismo y nuevos pobres (Barcelona: Gedisa): 17 ss.
[11] Véase el capítulo 2 “Una sociedad de consumidores” en Zygmunt Bauman (2009) Vida de consumo (México: FCE): 77 ss.
[12] E. Traverso (2014) Op. Cit.: 108.
Enzo Traverso