Rapsodia en azul con vaca mecánica
En memoria de mi padre y Tomás Moro.
Recuerdo un viejo disco, de los de pasta, de un tal George Gershwin: Rhapsody in Blue. Me gustó el título, fascinado como estoy con el color azul desde que tengo uso de memoria. La primera vez coloqué el disco en el plato y escuché con bastante desinterés una música que me resultó entonces un tanto cuadrada. Era apenas un niño de diez años para quien la música era Abraxas, el segundo disco de Carlos Santana que escuchaban mis hermanos mayores o “Una muchacha y una guitarra”, de Sandro, que escuchaban mis hermanas. El disco de Gershwin era parte de la colección de mi padre en cuya discoteca también descubrí al verdadero inventor del jazz: Juan Sebastián Bach. Sin embargo, mi memoria grabó a Gershwin porque fue el primer disco que puse a girar con mis propias manos. Y dije que no me causó una gran impresión. Intenté ver el color en las notas pero era bastante difícil. Un trazo aquí o allá. Un rítmico scratch que entonces me gustaba por impertinente, ahora tan usado que no da gracia.A ver si me explico. El título de ese trabajo musical siempre me gustó pero el sonido me pareció demasiado limpio. El sucio, el polvo en contacto con la aguja no eran parte de la orquestación, sin embargo, era lo más que apreciaba de aquello. Lo escuché una y otra vez buscándole la vuelta, valga la redundancia.
Luego supe que Gershwin frecuentaba las fiestas organizadas por Elsa Maxwell en París. Si no saben quién es ella pues les diré que tenía una amante que era, a su vez, amante del duque de Alba. Y que años más tarde trató de seducir a Maria Callas sin éxito y terminó presentándole a Onassis. Divertida, Elsa. En resumen, ella sabía organizar una fiesta. En una de ellas, decía, Gershwin tocó hasta la madrugada mientras los invitados bebían champagne directamente de la ubre de una vaca mecánica. Eso fue en los años locos luego de la Primera Guerra Mundial. En aquel entonces vendían aviones color naranja a las mujeres de cabellera negra, porque se veían regias en aquella combinación cromática. Lo más probable es que Elsa no organizara ninguna fiesta en París pero prefiero imaginarlo de esa manera. Suena bien.
El músico norteamericano sí estuvo en París buscando maestros que le permitieran convertirse en un excelente músico más allá de su indudable talento e intuición. Al parecer no aguantó tantos colores y sonoridades y regresó a Estados Unidos. Escribió una Obertura Cubana a la que incorporó el coro de «Échale salsita«, de Ignacio Piñeiro. Tanta fiesta (aunque sea imaginaria) y ese homenaje a la música caribeña ayudaron a que poco a poco su música me sonara más placentera. Al pasar de los años supuse que mi padre había conocido a Gershwin porque recuerdo que en la carátula del disco había una firma. Nunca supe de quién era la firma. Nunca pregunté. Nunca quise saber la verdad. A veces no es necesaria.
En mis años de estudiante universitario repudié al pianista judío. No por judío, sino porque entendí que no era otra cosa que un blanco utilizado por la industria discográfica para invisibilizar a los músicos negros. Mientras Jelly Roll Morton se presentaba a sí mismo como inventor del jazz tratando de que su falsa arrogancia le ganara atención, Gershwin ganaba fama. Por mi parte, nunca osé contradecir a Morton a pesar de que en mi fuero interno sé que el creador del jazz fue un organista de Turingia en el lejano siglo XVIII. Basta oír “Tocata y fuga en re menor”. Está claro que aquella fue una época de creencias radicales.
Ahora mis ideas se han vuelto más diáfanas y líquidas. Vuelvo, entonces, a escuchar Rhapsody in Blue. Me gusta ahora porque puedo escuchar el recuerdo. Casi puedo ver a mi padre tomando la siesta. Recupero aquella imaginación del niño que quedó en el siglo pasado. No puedo dejar de pensar en una vaca mecánica. No es una vaca cualquiera. Y como no hay discos, ni de pasta, ni de nada, solo el sonido fluyendo de otro gadget en el que no hay fricción, mi mente recupera el scratch, el sucio rítmico, que convertía aquella pieza tan cuadrada en jazz.