Recordando los comienzos: Ballets de San Juan
Para mis nietas Laila y Gabriela
Se acaban de cumplir 66 años de la fundación de Ballets de San Juan. En estos días tan duros de pandemia, y de grandes luchas políticas y reclamos de justicia, me parece oportuno reflexionar sobre la fuente creadora y liberadora que es la danza. Por supuesto, que se podría escribir todo un libro sobre el tema, y se han escrito algunos muy buenos. Sería necesario, además, hablar de las y los bailarines y coreógrafos puertorriqueños –en la isla y en la diáspora– que en las últimas décadas han ido reinventado lo que entendemos por danza y movimiento corporal. Pero lo que deseo hacer hoy es menos ambicioso. Quiero compartir con ustedes mis experiencias de los comienzos de Ballets de San Juan. En mi memoria tengo presentes las personas, los lugares y algunos momentos históricos que deseo evocar.En mi larga carrera he sido testigo de parte de la historia de la danza puertorriqueña. Comencé a estudiar ballet y baile español a los seis años en la Academia que Hilda Casals y Ana María Valdés tenían en la calle De Diego, frente al Professional Building, en Santurce. Allí fui discípula de Paquita Hettinger que había sido maestra de bailes españoles de Gilda Navarra, así como de Dorita Ortiz, quien acababa de regresar de España de una tournée con la compañía de Antonio Ruiz Soler.
Pero muy pronto pasé a la escuela fundada por las hermanas Ana García y Gilda Navarra. Ellas regresaron a Puerto Rico en 1950 después de haber estudiado en la School of American Ballet. Ana perteneció a la compañía Ballet Society que dirigía George Balanchine y que precedió a la fundación del New York City Ballet. Allí había conocido a la gran bailarina Alicia Alonso quien la invitó a formar parte de su compañía en Cuba. Gilda pasó a ser miembro de la compañía de bailes españoles de Pilar López. A su retorno a Puerto Rico, Ana y Gilda establecieron su Escuela de Ballet y Bailes Españoles en Santurce en 1951. Yo empecé a estudiar con ellas ese mismo año. Parece como si fuera ayer, el presente y el pasado entrecruzados.
El estudio de baile estaba en los altos de la Farmacia Olimpo en la parada 19 en Santurce, frente a la Academia del Sagrado Corazón y al Departamento de Salud. Nunca he olvidado aquel Santurce tan poblado y tan lleno de vida donde me crié, tan cerca del mar, en un mundo anterior a la transformación que supuso la Avenida Baldorioty de Castro. Fui a primer grado a la Escuela Lucchetti y también iba a pie a las clases de piano en la ya legendaria Escuela de Música Figueroa en la calle Dos Hermanos. Mi tía abuela Pepa me acompañaba a las clases de baile. Recuerdo sobre todo las de baile español porque cuando tocábamos las castañuelas, con las ventanas bien abiertas, toda la Avenida Ponce de León nos oía. Las clases de Ana y Gilda no estaban diseñadas como entretenimiento para los niños, sino como estudio sistemático para la formación de bailarines. Además de los estudios técnicos, podíamos ver de cerca la creación de vestuarios y escenografías y la pasión por el oficio. Nuestras clases siempre estuvieron acompañadas al piano por Cecilia Casanova, Consuelo Lee de Corretjer y Blanca Medrano. Recuerdo además algo extraordinario. Gilda llevó a la eminente profesora de música Doña María Rodrigo para que nos enseñara todas las canciones regionales de España.
Nunca se presentaron recitales. Un día Ana y Gilda nos reunieron a todas las alumnas para informarnos que iban a fundar lo que llamaron el Teatro del Niño. La primera función sería la puesta en escena de “La Cucaracha Martina”, el cuento que todas habíamos escuchado de nuestras abuelas y bisabuelas, y de “Pedro y el Lobo”, otro cuento musicalizado por Prokofiev que yo había oído en un disco. Hoy mismo estoy mirando el programa en los álbumes que he conservado. En mi recuerdo aquellas fueron producciones impecables. “La Cucaracha Martina” se desarrollaba en Puerto Rico, con música de Jack Delano, pero los personajes bailábamos bailes españoles: la Cucarachita, un “Zapateado” y el Ratoncito una “Farruca”, mientras que las Amigas de la Cucarachita representaban diferentes bailes regionales. La escenografía, diseñada por Carlos Marichal, estuvo también inspirada en una casa española. El Teatro del Niño presentó otros cuentos. Pero “La Cucaracha” resultó ser mi iniciación en el mundo del baile dramatizado y en el trabajo artístico colectivo. Con el tiempo, el potencial del trabajo colectivo, aunque concebido de otra forma, se convirtió para mí en algo central.
Poco después, en 1954, Ana y Gilda fundaron Ballets de San Juan. Fui uno de los miembros fundadores junto a otras compañeras y compañeros, bailarines a quienes siempre admiré y a quienes me unía una profunda amistad: el primer bailarín, maestro y coreógrafo Juan Anduze, Sara Látimer, Aida Lois, Sylvia Marichal, Ana Lydia Porrata, Aida Rodríguez, Teresita Lamadrid, Sonia Sojo, Inmaculada Sevillano, Tanya Díaz, Carmen Nicolau y María Galanes. Participamos en las primeras funciones que se celebraron en el Teatro de la Universidad de Puerto Rico y en el Teatro Tapia. Entré a la compañía a los 15 años y permanecí en ella como bailarina, maestra y coreógrafa hasta el 1977, con excepción de los años que viví en Nueva York, en España, en Connecticut y en Seattle, Washington.
Pero vuelvo a los años 50, y a un gran acontecimiento. En 1957, invitada por Ballets de San Juan, Alicia Alonso le dio un gran espaldarazo a la compañía. Bailó con nosotros el Segundo Acto de “Giselle” en el Teatro Tapia bajo la dirección de Fernando Alonso. Para los jóvenes miembros de la compañía fue una experiencia imborrable. En aquellos años la crítica internacional aclamaba a Alicia como la mejor “Giselle” contemporánea. Sylvia Marichal y yo estábamos a la cabeza de los coros y tuvimos la oportunidad de estar cerca de ella en el escenario. Recuerdo que cuando llegaba el momento en que el coro entraba en escena Alicia se acercaba tras bastidores y nos susurraba: 10, 9, 8, 7, 6, 5, 4, 3, 2, 1 ¡Ahora!
Hablando de “Giselle”, abro aquí un paréntesis. Rememoro con emoción la invitación que recibí de La Habana años más tarde para participar como observadora en las funciones del Aniversario 35 de Alicia-Giselle. Lo recuerdo con mucha emoción porque además de ser un reencuentro con Alicia Alonso y con mi querida amiga Sylvia Marichal, allí conocí personalmente al coreógrafo Alberto Méndez y a bailarines como Lázaro Carreño y Caridad Martínez cuyas expresiones artísticas me impactaron sobremanera. También pude asistir a los ensayos del Conjunto Nacional de Danza Moderna, una compañía afro-caribeña cuya sonoridad y coreografías eran deslumbrantes. Esa experiencia me dejó pensando en la posibilidad de plasmar otra visión, de imaginar otros lenguajes corporales. Además, en aquella ocasión publiqué un artículo sobre Alicia y el Ballet Nacional de Cuba, uno de mis primeros escritos sobre danza.
Regreso nuevamente a los comienzos de Ballets de San Juan. En los años 50 y 60 la compañía estableció un repertorio clásico que incluía, entre otros, el segundo acto de “Giselle”, “El Lago de los cisnes” y “Sílfides” al mismo tiempo que se creaban otros ballets de corte neoclásico y contemporáneo. El repertorio de baile español se enriqueció con coreografías de Gilda Navarra y de Pedro Lorca, una figura muy importante en la historia del baile español en Puerto Rico. Entre ellas se presentaron “El sombrero de tres picos”, “El amor brujo”, y “Sortilegio”. Uno de los aspectos innovadores de Ballets de San Juan fue la creación de un repertorio puertorriqueño entre el que se destacaron los ballets “La Bruja de Loíza”, “Juan Bobo y las Fiestas”, “Cuando las Mujeres”, y “La espera”. Tuve el privilegio de alternar el papel de La Bruja con Ana y de interpretar el de La Puerca en el estreno del ballet “Juan Bobo y las Fiestas”. Hoy pienso que estos esfuerzos de la compañía contribuyeron a formar un público con una nueva cultura de danza. Guardo carteles y programas de aquella época, al igual que fotos de Arturo Melero, Padre.
La función central que cumplió Ballets de San Juan fue muy importante no solamente porque fue la primera compañía puertorriqueña de ballet, sino porque abrió nuevas perspectivas sobre la creatividad y la tradición. Recuerdo muy especialmente al maestro y coreógrafo Arnold Taraborrelli. Él aportaba una nueva visión. Sus clases y coreografías eran una ventana a la danza moderna, disciplina que carecía de tradición en Puerto Rico. Todos los que entonces estudiamos con él empezamos a entender la danza desde otra dimensión. Disfruté y aprendí muchísimo cuando participé en su pieza de 1960 “Suite de Juventud”, con música de Jack Delano tocada en vivo por Guillermo y Carmelina Figueroa. El reparto incluía a Juan Anduze, Antonio Machín, Ramón Molina, Elena Gandía, Sandra Marqués y Mildred Figueroa. Conservo un bello retrato que nos hizo el Maestro Lorenzo Homar.
En esos años fue un privilegio trabajar con el prestigioso bailarín y maestro Frederic Franklin, a quien Ana nombró como consejero artístico. Franklin tenía un conocimiento profundo del canon clásico y escenificó muchos de los ballets del repertorio. Era un verdadero maestro. Sabía exigir perfección, pero respetando la individualidad de cada bailarín. Su flexibilidad le permitía adoptar diversos estilos. Todos los miembros de la compañía disfrutamos de su generosidad y de su saber.
La creatividad de Gilda Navarra fue extraordinaria. En 1961 coreografió, junto a Antonio Machín, “Tientos”, con música de Carlos Surinach y vestuario y escenografía de Taraborrelli. En esa pieza Gilda creó un movimiento corporal que rompía con la forma de bailar el baile español. Esa pequeña obra maestra fue una revelación de lo que se podía hacer al transformar libremente la tradición. Quiero decir: la libertad en la transformación.
La escuela de Ballets de San Juan les proporcionó una magnífica formación a sus bailarines. La lista sería larga, pero quiero destacar aquí algunos nombres de los que continuaron una carrera profesional en otras compañías: Aida Lois (Compañía de Rosario Galán y Compañía de Pilar Rojas); Elena Gandía (Ballet de Mariemma y Ballets de Madrid); Sylvia Marichal (Teatro de Danza José Parés y Ballet Nacional de Cuba); Otto Bravo (Teatro de Danza José Parés y Ballet Nacional de Cuba); Muñeca Aponte (Hong Kong Ballet Group); Nydia Vales (Compañía Los Soleras); Alba Calzada (Pennsylvania Ballet); Hilda Morales (Pennsylvania Ballet y Ballet Theatre); Vanessa Ortiz (Ballet Nuevo Mundo de Caracas y Teatro Municipal de San Juan); Ana María Castañón (Pittsburgh Ballet, Arizona Ballet, Milwaukee Ballet y Ballet Teatro Municipal de San Juan); Sally Atkins (Teatro de Danza José Parés); Mari Tere del Real (Pittsburgh Ballet, Royal Ballet of Flanders y el English National Ballet); Rafael Romero (Joffrey Ballet). Mi entrenamiento con Gilda Navarra me abrió las puertas a las compañías de Carmen Amaya y de Antonio y Rosario. Es indispensable inscribir aquí el nombre de Susan Homar, quien fue miembro de Ballets de San Juan. Gracias a su formación, a su pensamiento y a su trabajo de investigación, Susan Homar se ha dedicado, con absoluta rigurosidad, al ejercicio de la crítica de danza.
Los años 50 y 60 fueron años de intensas luchas políticas y sociales en Puerto Rico, luchas contestatarias que nos marcaron profundamente a mi familia y a mí. Desde pequeña supe de los movimientos de resistencia descolonizadora y de la represión y las muertes. Era la época de la industrialización, de la Guerra de Corea, de la emigración masiva a los Estados Unidos. Pero también recuerdo que fueron años de una enorme creatividad artística. Los proyectos de Ballets de San Juan congregaban compositores, artistas, escritores, y escenógrafos que se unían en una intensa labor colectiva con gran pasión, generosidad y entrega. Se forjaron, además, profundos lazos de amistad. Recuerdo en especial a Lorenzo Homar, Jack Delano, Héctor Campos Parsi, Amaury Veray, Rafael Tufiño, Don Tomás Blanco, y al joven Luis Rafael Sánchez, así como muchas reuniones en el estudio de la Calle Canals #262 en Santurce. Esa experiencia temprana fue decisiva para mí. En aquellos días yo leía sobre los Ballets Rusos de Diaghilev y sus colaboraciones con artistas de vanguardia, y sentía con gran orgullo que, salvando las enormes diferencias, nosotros en Ballets de San Juan, éramos parte de una larga tradición.
Hay otro aspecto de aquellos comienzos. Ballets de San Juan estimuló el talento de sus alumnas otorgándoles becas para estudios en el exterior: a Aida Lois y Elena Gandía en Madrid; y en la School of American Ballet a Alba Calzada, Sandra Marqués, Muñeca Aponte, Nydia Vales y Susan Homar. El mundo que llegué a conocer gracias a mis maestras Ana y Gilda me abrió otros horizontes. En septiembre de 1958 recibí la beca Amelia Agostini de del Río para estudiar por un año en Barnard College, y gracias al apoyo de Ballets de San Juan también fui admitida a la School of American Ballet donde estudié con los maestros Anatol Oboukhoff, Felia Doubrowska y Antonina Toumkovsky. En algunas ocasiones el propio Balanchine vino a dar la clase. Los bailarines del New York City Ballet solían tomar la clase de Mr. Oboukhoff, entre ellos Jacques D’Amboise, Patricia McBride, Diana Adams y Allegra Kent.
Siguiendo los consejos de Gilda, estudié danza moderna en la escuela de José Limón, y jazz con Luigi. Fue, como dije antes, una oportunidad para descubrir y estudiar con los grandes maestros de esos centros. El teatro entonces costaba $2.50 en el gallinero y todos los fines de semana pude admirar a Alicia Markova, o a Alicia Alonso, a Igor Yuskevitch, o a Galina Ulanova, el estreno teatral de “West Side Story”, la compañía de Martha Graham, de José Limón, o del New York City Ballet. Cuando en 1958, en plena Guerra Fría, el Bolshoi realizó su primera gira a los Estados Unidos, yo estaba estudiando en Barnard. Teníamos un toque de queda hasta las 8 de la mañana. Mucha gente había dormido afuera del Metropolitan Opera House desde la noche anterior para poder comprar los boletos. Me levanté a las 6 de la mañana y salí del dormitorio sin que me vieran. Solo pude conseguir una entrada standing room. Después del primer acto algunas de las personalidades que estaban en la orquesta, y que habían pagado cientos de dólares por sus boletos, se levantaron y se fueron. Yo me escurrí y logré sentarme en una de las filas del frente y en los asientos contiguos estaban sentados muchos de los famosos actores de ese momento, entre ellos Audrey Hepburn, Doris Day y Frank Sinatra. Cuando regresé a Barnard nadie me quería creer.
Después que me gradué de la Universidad en Río Piedras fui a trabajar al Instituto de Cultura Puertorriqueña. Al mismo tiempo continuaba bailando y enseñando en la escuela de Ballets de San Juan, primero en Santurce en el estudio de la calle Américo Salas #1424, y luego en el estudio adyacente al Instituto, en el antiguo Casino. Y tuve la gran suerte de enseñar en la escuela creativa Eugenio María de Hostos fundada por la escritora y educadora Isabel Freire de Matos. Fui la maestra encargada del programa del Instituto, que a través de Ballets de San Juan, ofreció clases de baile a niños de los residenciales públicos. Pedro Lorca y yo estuvimos a cargo de otro programa en un barrio de Trujillo Alto. Esa experiencia fue muy inspiradora para el trabajo comunitario de danza que llevé a cabo años más tarde en Trenton, New Jersey. Cuando a finales de 1961 Gilda se ausentó de la compañía para hacer estudios de pantomima en París, yo quedé encargada de enseñar sus clases y de escenificar piezas de bailes españoles. Fue un privilegio asumir esos roles.
En 1963 se ampliaron mis vínculos con la danza española. Recibí una beca del Instituto de Cultura para hacer estudios en España. Guiada por las recomendaciones de Gilda, estudié flamenco y escuela bolera con Mercedes León y Albano Zúñiga, jota con Pedro Azorín, y ballet clásico con José Granero. En 1965 fui aceptada en la compañía Ballets de Madrid, dirigida por Antonio Ruiz Soler, conocido como “El Bailarín”, donde ya figuraba mi querida y admirada amiga Elena Gandía. Con esa compañía recorrí gran parte de España. Aprendí mucho del país, de la resistencia al franquismo, de la sociabilidad, de la cultura política y del universo afectivo de los españoles.
De 1966 a 1972 ofrecí conciertos de baile español en varias universidades, entre ellas en la Universidad de Connecticut y en la Universidad de Washington, donde fui profesora de danza en los cursos de Ruthanna Boris. Siempre recuerdo los años que viví en Seattle como una época dorada donde las utopías nos permitían visualizar otro mundo posible. Disfruté de su naturaleza espectacular, de la música vibrante de la contracultura, de las voces de Bob Dylan y Joan Báez, del rock psicodélico de Janis Joplin. Conocí artistas con quienes compartí nuevas visiones, y enseñé flamenco en el estudio de danza moderna de Martha Nishitani, en University Way. Las marchas y protestas masivas contra la guerra de Vietnam, las luchas feministas en Seattle, y el “Verano del Amor” en San Francisco me marcaron y despertaron nuevamente en mí el interés en el activismo político.
Los comienzos y el aprendizaje en Ballets de San Juan me han acompañado de forma incesante. En 1970, de vuelta en Puerto Rico, regresé a Ballets de San Juan como bailarina, maestra y coreógrafa. La escuela y la compañía habían crecido mucho. Sobresalía ya una nueva generación de estudiantes, bailarines y maestros, entre ellos: Vanessa Ortiz, Víctor Huertas, Ana María Castañón, Ramón Molina, Scharon Maldonado, Sally Atkins, María Teresa del Real, Katy Angueira, y Nahir Medina. Recuerdo también a Haydée Aponte, quien seguía encargándose de los vestuarios. En esos años se crearon nuevas visiones en la danza puertorriqueña gracias al regreso de bailarines que habían hecho carrera fuera de la isla, entre ellos Ramón Segarra, Petra Bravo y María Carrera. No puedo entrar aquí en las importantes aportaciones de estos artistas de la danza, pero sí quiero recordar que Ana invitó a Segarra a coreografiar una pieza para Ballets de San Juan y a María Carrera como maestra y ensayadora.
Había, sin embargo, nuevas tensiones y cuestionamientos. Varios maestros y bailarines de la compañía, descontentos y preocupados por las condiciones de trabajo en nuestra profesión, redactamos una propuesta solicitando fondos a la Legislatura de Puerto Rico para fundar una Escuela Nacional de Danza. Yo abrí una Escuela de Baile en la urbanización Santa Rita en Río Piedras. En Puerto Rico se vivían entonces experiencias sociales, políticas y culturales muy transformadoras. El barrio de Santa Rita era parte del escenario de manifestaciones masivas de estudiantes y profesores enfrentados a la militarización de la Universidad y al autoritarismo de la institución.
En 1971 comenzó para mí una nueva etapa. Gilda Navarra había regresado de París; nunca regresó a Ballets de San Juan. Enseñaba pantomima en la Universidad de Puerto Rico, pero aún no había fundado el Taller de Histriones. Había sido comisionada para poner en escena “La historia del soldado” con música de Stravinsky. Convocó a un número de actores, bailarines y músicos para la creación de la pieza y me invitó a interpretar el papel de La Bailarina. Mi colaboración en ese proyecto me abrió nuevas perspectivas. No sólo sobre el teatro y el potencial de la danza, sino sobre la búsqueda de lo propio, de lo original, y de la fecundidad del trabajo colectivo. El legado aprendido en la Universidad de Puerto Rico se ensanchaba para mí. La poesía de Luis Palés Matos, los relatos de Rosario Ferré, las voces de Lucecita, de Antonio Cabán Vale (el Topo), de Ángela María Dávila, y los ritmos de bomba y plena de Ismael y Cortijo quedaron desde entonces adheridos a mi alma.
En aquel tiempo yo continuaba trabajando en Ballets de San Juan. Como mencioné antes, era parte de un grupo de miembros descontentos con la situación laboral de los bailarines y de los maestros y con la visión jerárquica de una Junta llamada “Amigos de Ballets de San Juan”. Por otra parte, la política cultural del Instituto, en la cual no entro aquí, fue y sigue siendo objeto de intensos debates y publicaciones. Para nosotros en la compañía, la vida cotidiana se hacía larga y difícil: no había salarios, solo cuando bailábamos cobrábamos $15 por función. Era necesario tener otro trabajo, pues había gastos de transportación, de zapatillas, de uniformes, etc. En 1975 escribimos una carta colectiva explicando nuestras preocupaciones. A las profundas discrepancias en torno a las condiciones de trabajo se sumaron nuevas preocupaciones de orden artístico, específicamente la forma de entender el desarrollo de un proyecto de danza nacional. La riqueza creativa de Ballets de San Juan que había forjado un repertorio de gran calidad junto a otros artistas puertorriqueños, se transformaba ante nuestros ojos. La prioridad parecía centrarse en la producción de ballets clásicos con estrellas invitadas de Estados Unidos, mientras el crecimiento de nuestros bailarines, maestros y coreógrafos pasaba a un segundo plano. Esas contradicciones me llevaron a presentar mi renuncia a Ballets de San Juan en 1977. Contarlo a fondo exigiría otro capítulo.
Hoy he querido recordar y dar testimonio de mi agradecimiento a los comienzos de Ballets de San Juan. La colaboración entre bailarines, artistas visuales, músicos y escritores fue una inmensa inspiración para mí. Con el paso del tiempo he vuelto siempre a recordar esos años en mis reflexiones sobre el significado de la danza y en los proyectos que he llevado a cabo en Puerto Rico y en la diáspora. Mi experiencia formativa –entre la academia y la práctica corporal– me planteó la importancia de la conexión entre el cuerpo y el pensamiento, y me estimuló a investigar y a escribir sobre el alcance de algunas manifestaciones de la danza como fuente inagotable de invención y de sabiduría.