René Marqués, cultura y política puertorriqueña del 1960: instancias de la docilidad
En 2012 durante la sesión preguntas y comentarios de una conferencia informal sobre el tema de Pedro Albizu Campos una persona del público me dijo que él tendía a darle credibilidad a la idea de que los puertorriqueños colectivamente observados eran dóciles y holgazanes. Yo le comenté en broma que si él se sentía incluido o se reconocía en ambos prototipos o metáforas no había problema y que conservaba todo mi respeto. El detalle era que se trataba de un estudiante de historia que debía ser capaz de reconocer la fragilidad de este tipo de evaluaciones colectivas homogeneizadoras que reflejan más una intención que un dato demostrable.
En junio de 2019, Roberto Ramos Perea me recordó la opinión que merecía a José Luis González la afirmación de “docilidad” colectiva planteada por Marqués. Para el celebrado maestro de cuento puertorriqueño de la “generación del cuarenta”, a quien Marqués reconocía como iniciador de la narrativa urbana que brotó a trompicones en el contexto de “Operación Manos a la Obra”, “el dócil no es el puertorriqueño, el dócil es René”. González entendía aquella observación como una proyección sicológica negativa, un mecanismo de defensa por medio del cual la carencia que aquejaba al emisor se atribuía a terceros con el fin de enfrentar la ansiedad que le poseía. Hay algo de ironía en el hecho de que un pensador marxista utilizase un artefacto freudiano para minar la opinión de un adversario que apelaba al psicoanálisis para enfrentar las dudas existenciales personales y colectivas. Pero la observación tampoco sirve de mucho por razones parecidas al caso anterior. No informa al investigador sobre las articulaciones de pensamiento y acción en las que se apoyó Marqués para hacer su generalización.
Precuelas de la “docilidad”
Un asunto que debe tenerse en cuenta es que la tesis de la “docilidad” del puertorriqueño no la inventó Marqués. Elaborar la genealogía de esta metáfora aplicada al puertorriqueño camino a la modernidad no es uno de los objetivos de esta reflexión pero bosquejarla a grandes trazos no vendría mal. Tampoco se puede pasar por alto que cualquier revisión de tema demostrará que la aplicación y recepción del referido aserto no ha sido uniforme. Tratado como virtud o como defecto, tomado como halago o como diatriba, el asunto tiene una complejidad particular.
En su memoria de 1765, Alejandro O’Reilly señalaba la “natural inocencia” de los insulares como un valor que la monarquía debía aprovechar. Su idea de la “natural inocencia” evocaba la retórica impresionista sobre la pureza edénica que Cristóbal Colón aplicaba al indio en el contexto de su, auténtica o no es indistinto, carta a Luis de Santángel en 1493. Para ambos la “inocencia” sugería que se encontraban ante seres moldeables y dúctiles que no ofrecerían resistencia al cambio. En Colón y O’Reilly el insular no era muy distinto del “buen salvaje” caracterizado por la ausencia de una identidad estable. La paradoja que surge de estos textos distantes en el tiempo es que sugieren que la ínsula, Puerto Rico, sucedía al margen de la Historia y el Progreso, por lo que indio del siglo 15 y el jíbaro del siglo 18 no diferían mucho. En 1788, cuando Iñigo Abbad y Lasierra intentaba explicar el retraso de la isla, reiteraba la imagen de la “inocencia paradisíaca” y del “jardín” feraz que todo lo suplía con prodigalidad a una comunidad taciturna y huraña con el efecto de congelarlos en el tiempo.
El fenómeno no se limitó a los observadores peninsulares. En 1883, Salvador Brau Asencio en tono jocoserio indicaba que, y se incluía, “somos un pueblo especial, fácil de dirigir y muy aficionado a dejar hacer, sin inquietarse mucho cuando no lo hayamos hecho, por más que nos lo hayan ofrecido”. Una afirmación similar hizo en su estudio sobre las clases jornaleras en 1882: “una de las condiciones más notables del carácter puertorriqueño es la docilidad”. Si para O’Reilly aquella era una garantía de maleabilidad aprovechable, para Brau Asencio “un pueblo dócil por naturaleza, tiene mucho adelantado en el camino de la civilización: falta solo saberle dirigir”. El historiador social reconocía que, a pesar de que el “respeto absoluto a la autoridad”, convive en el puertorriqueño común, “cierta tendencia huraña” que podría dificultar su ilustración y frenar su desarrollo.
La concepción del indio como emblema del puertorriqueño y el jíbaro como signo del todo complejo de lo que hipotéticamente “somos” y su vinculación a la cualidad de “dócil” no se disolvió tras la invasión de 1898. La forma en que Frederick A. Ober, luego de una revisión de la literatura puertorriqueña, describe al indio en un libro de 1899, es un ejemplo de ello. En la sección “A Chapter of History” de Puerto Rico and Its Resources, el indio es definido como “docile and intelligent people”, víctima de las “atrocities committed by the Spaniards”.
Henry K. Carroll en su Report of Porto Rico de 1899, relacionaba la “naturaleza pasiva” del puertorriqueño con su voluntad “acomodaticia”, su disposición a colaborar y su “fidelidad” hacia los recién llegados resultado de su respeto extremo a la ley y el orden. Todo ello convergía en que “the chief fault of the Porto Rican is the lack of will of force”, argumento que Carroll apoyaba en el testimonio del líder autonomista Manuel Fernández Juncos, hispano-puertorriqueño nacido en Tresmonte, España de ideas moderadas pero con prejuicios análogos a los de Brau Asencio ante el abajo social.
Otro observador Knowlton Mixer afirmaba en 1926, en la frontera de la Gran Depresión, algo similar en una reflexión sobre la historia del país entre 1600 y 1898 cuando aseveraba que el puertorriqueño se caracterizaba por su “loyalty to the mother country”, y porque “show no desire for emancipation”. Concluía, concordando con Abbad y Lasierra y Brau Asencio, que aquella condición derivaba del mestizaje o la hibridez porque, como aquellos, identificaba al jíbaro con el indio. El resultado del mestizaje o la hibridez, el “indigenous” o “native” que se expresaba en el jíbaro, no superaba la condición de un “hybrid of low order”. Para Brau Asencio, de hecho, el papel del indio y el africano en la “constitución de nuestra existencia social” fue secundario ante la de aquella raza que “encerraba en su seno los poderosos gérmenes de la intelectual cultura”, es decir, los españoles. El mismo Ramón E. Betances Alacán en una carta sin fecha a Julio Henna durante los días de la invasión de 1898, se desesperaba ante la pasividad de los suyos en aquella coyuntura histórica: “¿Qué hacen los puertorriqueños? ¿Cómo no aprovechan que la oportunidad del bloqueo para levantarse en masa?”
Este consenso alrededor de la “inocencia” y la “docilidad” se había constituido en un topos, un lugar común que no se ponía en duda. Sus bases se hallaban en una red de lecturas e interpretaciones compartidas por numerosos observadores que miraban al abajo social y las masas puertorriqueñas desde el arriba social. En ese sentido, la intelectualidad hispana, puertorriqueña o estadounidense, que eran capaces de contradecirse en numerosos asuntos, convenían en este. Marqués no estaba inventando la rueda cuando escribió “El puertorriqueño dócil (literatura y realidad psicológica)” en 1960. Nutría una tradición en un contexto inédito en el cual el progreso, la modernización material y la cultura, en lugar de minar la “inocencia” y la “docilidad”, la estimulaban en direcciones innovadoras.
Precuela: el “debate” de Marqués con Alfred Kazin
El 8 de marzo de 1960 publicó Marqués un artículo en The San Juan Star en respuesta de otro del profesor visitante de la Universidad de Puerto Rico Alfred Kazin (1915-1998). Según la nota aclaratoria de la edición de 1977 de los ensayos de Marqués, el texto de Kazin se titulaba “A critical view at Puerto Rico” y había sido difundido en la revista Commentary de la ciudad de Nueva York y reproducido por The San Juan Star. En los archivos digitales de Commentary, aparece bajo el título “In Puerto Rico – Commentary”. El texto de Kazin había provocado “acerbas críticas” en especial entre algunos “bien intencionados miembros de la colonia norteamericana en San Juan.” La respuesta de Marqués, “El ruido y la furia de los críticos del Sr. Kazin” que el lector encuentra en la referida colección, no es sino una traducción, abreviada y readaptada de su reacción. No he podido ubicar la versión original pero sería excelente contrastar la una con la otra por lo que la ruta de esa reescritura será un asunto que habrá que dejar en el tintero.
Kazin era un intelectual judío, hijo de inmigrantes rusos nacido en Brooklyn, influido por el Trascendentalismo y el Vitalismo, teorías que contenían una fuerte crítica a los valores modernos en el marco del desarrollo del capitalismo. Estaba vinculado a los “New York Intellectuals”, un grupo que simpatizaba con el socialismo pero que era ostensiblemente antiestalinista. La lógica del grupo los acercaba al trotskismo en el sentido de ambas eran una respuesta a la violenta experiencia soviética durante la era de la colectivización forzosa que desembocó en el gulag. Kazin se hizo experto en literatura estadounidense, materia que vino enseñar a la Universidad de Puerto Rico, la cual interpretaba a la luz de los indicadores sociales y políticos que los textos expresaban, tendencia dominante en la Historia Intelectual estadounidense de su tiempo. Dejó además una voluminosa obra autobiográfica valiosa a la hora de orientar al lector en el problema de la situación de inmigrante o el exiliado en el tejido de una época compleja que tanto marcó al siglo 20.
El tono de Marqués ante el texto de Kazin fue de desenfado e ironía. Lo que llamaba su atención no eran las perspicaces observaciones sobre Puerto Rico y los puertorriqueños de aquel, sino el “ruido y la furia” que habían provocado entre la “colonia estadounidense” de San Juan. Estos, con una patente actitud paternalista, asumían “papel de nuevos Quijotes” y salían en defensa del “pobre puertorriqueño”, pero no se expresaban en torno a las opiniones del escritor judío sobre el papel de Estados Unidos en el mundo a la altura del 1960. Marqués afirmaba que no sentía “ni emoción ni agradecimiento” ante los presuntos amigos de Puerto Rico y que lamentaba su incapacidad para llegar “a la raíz del problema expuesto por Kazin”.
La razón principal para su estipulación era que Marqués compartía algunas de las polémicas posturas de Kazin. El artículo aclara que su incomodidad con la persona no debía impedir que se reconociese que “algunas de las opiniones expresadas por un norteamericano antipático pueden tener mayor validez (…) que los parloteos aduladores o caritativamente condescendientes” de los miembros de la colonia estadounidense de la capital. En lo personal la antipatía de Marqués tenía que ver con que Kazin carecía de “calor humano”, no era un “buen profesor universitario” sino un conferencista “desorganizado” y “aburrido en extremo”. En lo profesional señalaba que, no siendo “ni sociólogo ni historiador”, no ofrecía un “análisis científico” sino “meramente impresionista” de la cultura puertorriqueña y que recurría para apoyar sus argumentos a la investigación pretendidamente científica de Richard Morse “The Deceptive Transformation of Puerto Rico”, leída en una Conferencia de Ciencias Sociales celebrada en la Universidad de Michigan en 1959. Aparte de ello, Marqués veía en Kazin un “excelente escritor y agudo crítico literario” sin pretensiones de “científico social” imagen que bien podría aplicarse a sí mismo.
La respuesta de Marqués puede ser leída como un triálogo fecundo y franco con Kazin y la comunidad estadounidense sobre la situación del país que, por su tono y contenido, acabó por incomodar a muchos de su lectores. Una de las concomitancias entre Marqués y Kazin se relacionaba con la naturaleza de la relación de Estados Unidos y Puerto Rico en el marco de un proceso de modernización que profundizaba la dependencia y sus efectos en la personalidad puertorriqueña. Ninguno de los dos era particularmente optimista sobre el presente y el futuro del país. La otra coincidencia se relacionaba con la afirmación de Kazin, apoyada en sus observaciones y en la lectura de Morse, de que “los puertorriqueños somos dóciles” asunto que Marqués no tenía ningún problema en validar. Las instancias de la docilidad estaban sobre la mesa.