Réquiem por García Márquez
Pier Paolo Passolini hubiese diferido de Kennedy. Y uno que otro más. Resulta, no obstante, que millones de lectores hemos estado dispuestos, sumergidos en el sortilegio de la mano del maestro colombiano, a darle la razón al autor de Ironweed. Claro: el Génesis, Cien años de soledad y alguna obra más… ¿Hamlet, la pesadilla edípica de un inglés del diecisiete? ¿Los hermanos Karamazov, la pesadilla edípica de un ruso cristiano? ¿Las pesadillas recursivas de Borges? ¿Las pesadillas borrosas de Kafka? ¿Qué pesadilla humana ha sido dibujada con una maestría que compita con la belleza de Cien años de soledad?
Cualquier lector serio de García Márquez (en mi nostalgia, rehúso llamarlo “Gabo”, por respeto) sostendrá que su obra maestra fue otra: quizás El general en su laberinto, quizás El otoño del patriarca. ¡Qué sé yo! Ninguna página suya, en eso estamos de acuerdo todos, dio pie a una película admirable. Ninguno de sus discípulos, en eso también estamos de acuerdo, pudo superarlo: ni la hija de Allende, ni el inglés que enfureció al Ayatola. ¿Pero por qué Cien años de soledad y el Génesis?
La razón obvia es que la novela de García Márquez, con su temática y tono telúricos, tremebundos y originarios resuena con los tintes de “materia prima” veterotestamentarios y fundacionales de ese libro que escribió nadie menos que Jehová de los Ejércitos para confundir al hombre occidental en la forma en que se explicaba sus orígenes. Eso. El Génesis es la pesadilla que Dios le reveló a Moisés y Cien años de soledad es la pesadilla que un colombiano nos reveló a nosotros. De otra parte (y esto quizás no lo sospechó Kennedy), en el contexto de la literatura latinoamericana, la narración de Gabo (cedió la nostalgia) sacó a nuestros novelistas de un paraíso sucio y soporífero, en donde no llovían flores amarillas ni nacían niños con rabo de cerdo, y nos orientó hacia Canaán, tierra de leche y miel igualmente fantástica, pero humana. Gabriel García Márquez inundó de poesía sus páginas así como Dios inundó la tierra de agua; nos mostró que Gomorra fue creada por la United Fruit Company, que el hielo es producto de una magia muy antigua, que el Dios de los moabitas es el Dios de los colombianos y que si Sara pudo dar a luz a tan avanzada edad, ¿por qué Remedios la Bella no podría ascender a los cielos como la madre de las ninfetas salvajes del siglo XX? Cien años de soledad nos desvirgó y luego, habiéndonos abandonado en el terror y la sonrisa, al mirarnos en el espejo lectores y escritores pudimos conjeturar, con terror, nuestra minúscula y vergonzosa cola de cerdo.
Algunos lectores se han desenamorado del Gabo. Como cualquier tema amoroso, poco valen los argumentos. Ahora, haber “superado” a García Márquez equivale a haber superado a Borges o haber superado a Dostoievski o haber superado a Shakespeare: un acto de adolescencia. Solo alguien lo superó, en otro sentido de la palabra: Miguel de Cervantes. Con un mínimo de imaginación, del tamaño de un grano de mostaza, podemos entrever la genealogía: se trata de padre e hijo y la pesadilla edípica que une las obras maestras de ambos eslabona eso que hemos dado en llamar “cultura occidental”, “novela”, “belleza”.
¿Habrá que esperar otros trescientos años para que un autor de nuestra lengua nos enamore hasta la tontería como lo hizo este señor? ¿Buscaremos en los Bolaños y los Aira y los Padura (admirables todos) un refugio para disimular nuestro desamor? ¿Encajaremos al Gabo en “la historia de la literatura” para establecer que, junto con Vargas Llosa o Fuentes, fue una etapa, un momento que el tiempo nos enseñó a trascender?
Propongo otra cosa. Volvamos al maestro como se vuelve ante el primer amor (o como se vuelve ante un Dios furioso): con una buena dosis de pánico, pero también de alegría; con los brazos abiertos, pero con el rabo (de cerdo, sí) entre las piernas. Leamos a Gabo, sigamos leyéndolo, como los fieles leen el Génesis o como los primerizos leen a Dostoievski: con los ojos vírgenes, dispuestos a asombrarnos, a adorar lo prohibido: a recuperar el amor.
Descanse en paz.