Roberto Burle Marx hallado en Nueva York
Hace poco, muy poco, fuimos a Nueva York para asistir a una conferencia académica. Esa es la razón o, si se quiere, la excusa de este y de tantos otros de mis viajes que son, por ello, parcialmente subvencionados por la universidad donde trabajo. Hacía años, añísimos, que no estaba en Nueva York, donde viví por un corto tiempo y donde solía ir muy a menudo, cuando vivía más cerca. Me sorprendieron los cambios en la ciudad y más me sorprendió como afloraban de mi memoria imágenes precisa de la misma, imágenes que me permitían navegar por ella como si aún viviera allí, como si fuera otro neoyorquino más. Siempre que regreso de Nueva York me prometo volver pronto, muy pronto, aunque nunca cumplo la promesa; es que casi nazco allí, que casi soy neoyorquino “de nación”, como se dice en nuestro campo.
Una cosa no ha cambiado: Nueva York todavía ofrece inmensas posibilidades de eventos y actividades culturales de todo tipo. Por ello, aún antes de salir, Iñaki y yo hicimos una lista de posibles lugares que queríamos visitar. En esta dominaban, como siempre, las visitas relacionadas a las artes visuales. Eran tantas las opciones que sabíamos que jamás lograríamos ver todo lo que queríamos ver y cumplir, a la vez, con los deberes académicos. Pero ambos pusimos a la cabeza de la lista la visita al “Jewish Museum” para ver una exposición de Roberto Burle Marx (1909-1994), el arquitecto paisajista brasileño que revolucionó su campo. Para muchos – y me incluyo entre ellos – Burle Marx es el más importante del siglo XX. Desde que supe de él a través de libros de historia del arte y de arquitectura, quise conocer directamente su obra. Por ello cuando visité Río de Janeiro, su ciudad, aunque allí no nació, traté de ver lo más que pude de su obra. Pero, me quedé insatisfecho ya que desafortunadamente muchas de sus creaciones han sufrido grandemente por el descuido y el abandono.
El mismo Burle Marx decía que la obra de arte nunca alcanza su estado de perfección porque nunca se convierte en algo acabado, en algo definitivo. Eso es especialmente cierto en el campo del paisajismo pues en muy pocos casos el jardín permanece según lo concibió el arquitecto. Las plantas crecen, decaen y mueren; habría que estar constantemente construyendo el jardín para fijar la idea de su creador. Y esto es particularmente cierto en el caso de Burle Marx quien se rebeló contra el llamado jardín francés, el dominante en su moment: un espacio simétrico, controlado y que responde a rígidos patrones geométricos. Frente a este se presenta el jardín inglés, menos controlado, más natural, romántico si se quiere. Frente a esos dos, Burle Marx propuso otra alternativa que podemos llamar el americano formado por un paisaje irregular, aunque siempre controlado. Él llegó a usar las plantas para crear espacios donde domina una geometría muy precisa, como son los grandes espacios en patrón ajedrezado que define algunos de sus jardines tardíos. Pero tenía plena conciencia que el jardín es siempre una creación humana. Contrario al ideal del jardín inglés que pretende – recalco: pretende – ser algo natural donde la voluntad no ha intervenido, Burle Marx sabía que el jardín es una obra humana para el disfrute de los humanos. En cierta medida su ideal era un punto intermedio entre el jardín francés y el inglés.
Por todo ello, especialmente por el deseo de ver más de su obra tras la casi total frustración del viaje a Río de Janeiro, al leer una reseña en The New York Times no nos cupo la más mínima duda de que el puesto número uno en nuestra listas de exposiciones que queríamos ver en Nueva York lo ocupaba la de Burle Marx.
Pero al llegar a Nueva York y enterarnos de otras posibilidades, de otros eventos, los planes cambiaron un poco. La posibilidad de ver “Hamilton”, el musical de Lin-Manuel Miranda, eran un sueño inalcanzable, aunque todas las mañanas religiosamente a la nueve nos apuntábamos en la lotería electrónica que sortea dos boletos para la función de esa noche. Y todas las tardes a las cuatro fatídicamente recibíamos la triste noticia de que no habíamos sido los agraciados por la diosa Fortuna. Pero había otras posibilidades más factibles, como asistir al festival boricua de Loisaida donde estarían Macha Colón e Iris Chacón. La noticia cambió un poco nuestro itinerario y el domingo 29 de mayo hicimos que nuestro amigo Bronco Castro nos acompañara a la Avenida C a ver a esas dos divas, tan distintas una de la otra, pero tan divas ambas.
Por meses lo primero que hacíamos al levantarnos o aún estando en la cama era buscar en “You Tube” “Estoy jayá” de Macha Colón. Era y es esta canción nuestra novena de Beethoven, nuestro canto a la alegría, y con la “jayaera” de la rotunda e irónica cantante comenzábamos el día. Tras oír su canto, que era nuestro himno a la vida, nos podíamos enfrentar valientemente a la burocracia universitaria, a la corrección de exámenes, al pago de cuentas, a la lavadora descompuesta, a lo que fuera. Macha nos ponía en marcha y, por ello entre otras razones, había que ir a Loisaida a verla.
A Iris Chacón había que verla también, pero era Iñaki quien más urgencia tenía de así hacerlo porque para él la vedette era sólo un personaje literario más que una realidad concreta o más que el recuerdo de un icónico anuncio de televisión. Iris era para él como una reliquia que había que ver para hacer real el santo. Por ello a Loisaida nos encaminamos con Bronco a ver a las dos divas, tan distintas una de la otra, pero tan divas ambas y las dos.
Las seis cuadras que ocupaban el festival estaban pobladas por boricuas ávidos de afirmar su puertorriqueñidad, como ahora podemos decir sin que la RAE nos corte la lengua. (Gracias, Luis Rafael.) Y la afirmaban fuertemente y de múltiples maneras: comiendo bacalaítos, bailando salsa, ondeando banderitas monoestrelladas, vendiendo libros, firmando peticiones por la liberación de Oscar, llevando orgullosamente camisetas con consignas nacionalistas o meramente estando allí, entre otros puertorriqueños. En ese contexto Iris Chacón, mucho más conocida entre estos, cabía mejor de Macha Colón, quien parecía agresiva y quien rompía con ciertos patrones culturales de los boricuas neoyorquinos. Nosotros estábamos con un grupo de puertorriqueños que se identifican con la cultura insular, aunque hubieran vivido toda su vida o gran parte de ella fuera de la Isla, y éramos ya, además y sobre todo, fieles fanáticos de Macha. Por eso en el momento que ella comenzó a entonar su canción más conocida, nuestro himno vital, comenzamos a cantar y a saltar. (En las redes sociales estuvo por unos días un video de dos minutos donde se me oye chillar y brincar al ritmo de la misma abrazado a Consuelo Arias.) Unas señoras mayores a nuestro lado nos miraban de reojo y con un cierto temor: ¿Quiénes son estos alocados que cantan con la loca de la tarima?
Pero la “jayaera” que predica Macha Colón sirvió también de medio para relacionarnos y unirnos, los de acá y los de allá y los de allá y los de acá, porque las denominaciones espaciales aquí son ambiguas: ¿cuál es el acá y cuál el allá? La guagua aérea borra barreras. Yo, por ejemplo, en medio del alboroto y los brincos, me encontré con la hija de una prima a quien nunca había visto y a quien confundí con la poeta Vanessa Droz. Son casi idénticas, tan hermosas y elegantes la una como la otra, y sólo fue tras felicitarla por su nuevo libro que me di cuenta que no era Vanessa sino mi primita bienhallada.
La visita al festival de Loisaida no quitó a Roberto Burle Marx de su puesto de honor en nuestra lista de visitas neoyorquinas y, por ello, tras terminar con los deberes académicos nos encaminamos al “Jewish Museum”. Fuimos los primeros en entrar a sus salas ese día. Iñaki nunca había estado allí; yo ya conocía el museo y sabía que era un lugar bastante pequeño que originalmente fue una elegante mansión. Los pisos superiores, además de las oficinas administrativas, albergan las salas de la exposición permanente que intenta trazar la historia de la cultura judía. La muestra evidencia el predominio de la rama asquenazí en Nueva York. Aunque los primeros judíos que llegaron a esta ciudad fueron sefarditas – Conmovidos visitamos más tarde el viejo cementerio judío en la Calle 11 en el Village. –, hoy y desde el siglo XIX, la cultura judía alemana y de la Europa Oriental, la asquenazí, es la que domina en Nueva York. Por ello la inmensa mayoría de los objetos que se exhiben allí la representan. Hay que tener en mente también que en la misma España, tras la expulsión de los judíos y el fiero antisemitismo que imperó por siglos, son pocas las piezas sefarditas que se pueden allí hallar. Hasta las mezquitas fueron transformadas en templos cristianos: Segovia es claro ejemplo de ello. Todo ello explica la escasez de piezas sefarditas y la abundancia de objetos asquenazí en el “Jewish Museum”.
Pero el objetivo principal de nuestra visita no era la colección permanente sino la exposición de Burle Marx que también queda afectada por el espacio reducido del museo. En una gran sala se apiñan casi todos los objetos que se exhiben. La pared del fondo la domina un inmenso tapiz diseñado por Burle Marx y en mesas en el centro de la sala, mesas de las que salen extensiones de las que se cuelgan pequeños cuadros, se colocan maquetas de edificios, planos de jardines, piezas de cerámica, joyas: todas obras de Burle Marx. El espectador tiene que hacer un gran esfuerzo para prestarle atención a cada una porque el apiñamiento dificulta verlas.
Pero el esfuerzo vale la pena. Aunque nos tenemos que conformar con fotografías y planos de los jardines de Burle Marx, salimos de la exposición con otra imagen del gran artista. Al menos, eso me ocurrió a mí. Es que en la exposición por necesitad el exterior y el interior están en lucha ya que el jardín, la obra más emblemática e importante de Burle Marx, no puede entrar al museo; sólo entran sus fotos y bocetos. Pero al museo entran pinturas, dibujos, joyas, cerámicas, tapices, grabados, diseños para vestuarios de ballet y de óperas, escenografías para obras de teatro y hasta un libro de cocina. Por ello, la misma limitación espacial hace que veamos a otro Burle Marx. No vemos al gran paisajista, porque para eso hay que visitar los jardines, pero a un artista y a ser humano increíblemente productivo y polifacético.
En esta exposición vemos a un ser humano alegre y a un artista profundamente comprometido, pero no por ello vemos al gran creador que fue Burle Marx. Y así es porque como pintor, como diseñador, como orfebre, como ceramista nunca alcanzó las cimas que sí obtuvo en su campo principal. Por ejemplo, sus pinturas son buenas, pero nunca tanto como las de su maestro, Cándido Portinari (1903-1962). Pero toda su producción es obra de un ser humano que busca por todos los medios expresar una alegría vital que es contagiosa. No es que adoptemos la actitud farisea de quien va al museo y ve una obra de arte y exclama fanfarronamente “Eso lo puede hacer mi hijo de cuatro años”. ¡No! Es que ver la obra de Burle Marx da ganas de pintar, de dibujar, de crear, pero no porque lo podamos hacer tan bien o mejor que él sino porque esta trasmite felicidad y placer. Uno sale del museo contento consigo mismo y con la vida.
Durante la visita a la exposición descubrí por qué me gusta tanto Burle Marx, su obra y su persona. Y la respuesta me la dio Macha Colón: Roberto Burle Marx está “jayao” porque es un ser que filtró una alegría de vivir en todo lo que tocaba. Pocas son las fotos del joven Burle Marx que he visto. En la exposición hay un temprano autorretrato suyo hecho al carbón en Alemania en la década de 1920 donde parece triste y hasta angustiado. Pero la imagen suya que domina en la exposición y en el pésimo catálogo que la acompaña es la de un hombre muy mayor, con una hermosa y abundante cabellera de pelo blanco, grandes gafas, camisa estampada y una sonrisa de plena satisfacción, un hombre viejo con unas alas inmensas de alegría. Y esa alegría permea toda su obra.
Y su vida parece que fue alegre o, al menos, satisfactoria y completa. Hijo de madre brasileña, católica de ascendencias francesa y holandesa, y padre alemán de cultura pero no religión judía, un judío asimilado de los que abundaban en la Alemania decimonónica y posible pariente de Karl Marx, Roberto Burle Marx fue profundamente brasileño. Pero por ello mismo estuvo abierto a toda corriente cultural. Fue, en el fondo, producto del movimiento de la modernidad de su país, modernidad que adoptó la consigna de la antropofagia cultural según la propuso en su famoso manifiesto el poeta Oswald de Andrade (1890-1954). Para ser plenamente brasileño, postulaba este, hay que ser como los míticos indígenas con quienes se encontraron los portugueses, los holandeses y los franceses que vinieron a conquistarlos: hay que comérselos. Así el brasileño ingiere y digiere la cultura europea y crea una nueva. No es por casualidad que fuera en los jardines botánicos de Berlín donde Burle Marx tuvo la revelación o la iluminación que lo llevó a crear sus jardines nuevos y profundamente americanos.
Hallo en la obra de Burle Marx esa profunda alegría de vivir que no niega un también profundo compromiso político. Por ejemplo, este nunca pudo entrar a los Estados Unidos porque por sus contactos con el Partido Comunista Brasileño el gobierno de este país le negó la visa. Recordemos también que luchó arduamente por la preservación de la Amazonía y que, a la vez, se nutría de la cultura popular de su país. En su casa, hoy museo, se exhibe su colección de arte popular de su país y su colección de pinturas religiosas de la Escuela de Cuzco. Era famoso por sus cenas. En la exposición está su libro de cocina alemán. Y en el catálogo aparece una foto suya pintando un mantel para una de sus míticas fiestas donde ofrecía platos europeos transformados por sus gustos brasileños. También ofrecía música – dicen que cantaba muy bien y que era melómano – y maravillosos arreglos florales. Indirectamente en el catálogo se menciona a su compañero con quien compartió sus últimos años y sus últimos proyectos y quien ha conservado mucha de su obra.
Salí de la exposición de Burle Marx –a pesar del apiñamiento de la misma, a pesar del conflicto del jardín versus el museo, a pesar del pésimo catálogo– con una inmensa satisfacción, con alegría, con ganas de disfrutar de la vida, pero de hacerlo sin negar un compromiso social. Salí, en fin, afirmando mi propio hedonismo ético, mi propio disfrute responsable, mi propia negación de la tristeza y la deformante seriedad que muchos asocian a la responsabilidad política. A los puertorriqueños y al mundo en general nos viene bien ver su obra hoy para mantener la alegría y la esperanza en estos tiempos tan duros. Para mí Burle Marx es una especie de beato de la estética, de santo hedonista y comunista. Definitivamente es un sabio modelo vital que me llena de alegría y de ganas de vivir y crear.
Roberto Burle Marx nunca oyó la canción-himno de Macha Colón, pero no me cabe la menor duda de que él también siempre estuvo, estaba y está “jayao”.