Silvestres: Melvin Martínez
Estas exploraciones monocromáticas de Melvin me seducen particularmente. En esta serie, volvemos a ver el empaste que se desborda, volvemos a encontrar los brochazos escondidos y nos reencontramos con otra cara de su exploración del medio. Melvin abraza la pintura jugando con el baile, la música, los sonidos, las hondonadas y las hendiduras que observa en el campo o en la urbe, en un andar o en un baile. Al mismo tiempo que Melvin retuerce la pintura, también la expande y la trabaja con la delicadeza que se trabaja un tejido.
Es justamente la exploración del carácter textil del acrílico lo que ha seducido al artista en los últimos años. Me lanzo a trazar estos trabajos carentes de color y en esta línea, a una estadía en México hace unos años atrás. Durante aquel tiempo proliferó la oscuridad máxima con piezas fundamentalmente en negro con algunos toques de blanco que ya se entrelazaban formando redes. En esta ocasión, trabaja casi exclusivamente el blanco. Y es inevitable preguntar, ¿qué lo alejó de la policromía? La verdad es que yo no lo sé, pero sospecho que hay una necesidad personal de reencuentros con lo básico. Sí sé que estas piezas tienen una madurez respetable.
El espacio se convierte en un plácido templo que contrasta con aquellas pinturas de Martínez en que el estruendo cromático, el brillo y la multiplicidad de objetos se desparramaban cubriendo cada rincón. Aquellas pinturas tenían la capacidad de ensordecer porque todos los sentidos se ven envueltos. Hasta un boombox con un mix de música y bling bling les podía incorporar. La experiencia de entrar en aquellas fiestas de color y texturas es un espejo de su taller. Entrar al espacio de trabajo del artista es atreverse a caminar sobre pintura fresca y pintura seca, y pensar que en cualquier momento puede aparecer una flor sintética por debajo de los pies. Quizá por esa carencia de color y la luminosidad que ofrece el blanco en esta serie, entramos con mayor confianza en cada detalle de los trabajos. La mirada se mantiene siempre activa, pero concentrada. Los ojos transitan más calmados y siempre encontrando sorpresas en el camino.
Y es que la obra de Melvin está plagada de su ambiente ya sea la urbe santurcina con sus perros, sus gatos, sus botellas, la bohemia, la salsa o el reguetón. O bien el campo de Naranjito con su aire, su rebosante naturaleza, su silencio y su historia personal. Allí está Lola, su abuela, de quien ahora vemos inscrito su nombre en una pieza. Lo que quizá muchos no conocen es que Melvin Martínez, ese artista de los excesos, también siempre ha trabajado la palabra, pero normalmente trasbastidores. Quien no visita su taller no lo sabe; no lo tiene que saber. El proceso personal de pintar una pieza viene acompañado de sus pensamientos automáticos traducidos a pintura y a letra. Esa intimidad se asomó esta vez de manera frontal, como un sutil gesto de amor.
Melvin es suspicaz al momento de entrar en el material. Busca una relación en la que ambos estén a gusto y se sorprendan mutuamente, pero no cede con facilidad. Esa simbiosis entre el artista y el material es común, pero con estas piezas, es también palpable. Así, toma el acrílico sobre el canvas transgrediendo el espacio y, como por arte de alquimia, lo transforma en tela, en paño húmedo, en palabra, en objeto kitsch o de diseño y también en escultura. Es un proceso que salpica, como hacen las flores silvestres, un horizonte donde propone otros caminos y sugiere que su búsqueda no cesa.