Simplemente Picó
Todos sabíamos que ese día llegaría…pero nadie estaba preparado para que ocurriera. Un libro tras otro era la señal de que la marcha, aunque en los últimos años más lenta, era continua. Un par de tropiezos lo llevaron en el 2014 a una cirugía de corazón abierto. Luego, en el 2015, un pequeño infarto le afectó la movilidad de su pierna derecha. Sin embargo, nada le quitó las ganas de hacer lo que le gustaba. Era común verlo en el Archivo General de Puerto Rico, incluso los sábados. Llegaba como podía, tomando el tren, la guagua, en pon o como fuera necesario. Sus prioridades estaban muy claras; aun durante el gran apagón del 2016 preguntaba a través de Facebook si el Archivo estaría abierto. Con un caminar más lento, pero constante y casi siempre en la misma silla, muchos pensábamos que continuaría por muchos años más. Incluso, creo que hasta fantaseamos con la idea de que su vida física sería eterna. Vivíamos con la ilusión de que lo bueno nunca tiene fin y que él estaría allí para alimentar nuestras inquietudes y dudas. Así continuó su labor educativa, social, religiosa y comunitaria, entre muchas otras cosas más. En silencio, sin mucho alboroto, ni bullicio.
El día antes de su muerte amaneció adolorido, pero así mismo insistió en cumplir con la Universidad y el salón de clases. Quizás lo sabía, quizás simplemente lo presentía, ese sería su último día. Lo pasó donde quiso, con quienes quiso y como quiso. Como los buenos investigadores suelen hacer, tratando de encontrar esa ficha o dato, impuso su terquedad y tesón. Impartió su última clase, así como mejor pudo. De seguro estaba preparado…pero no nos preparó.
El padre jesuita Fernando Picó no buscaba protagonismo, sino todo lo contrario; su humildad y hasta timidez lo caracterizaban. Aunque le gustaba dar clases, no era de mucho hablar ni de largos discursos. Su simplicidad consistía en retar la imaginación y los tradicionales paradigmas de la historia, de la sociedad y en cuestionarse el devenir. En ocasiones, luego de algunos segundos de silencio, soltaba una idea, un cuestionamiento, a veces hasta en parábolas, sonreía, te miraba y luego fijaba su mirada al infinito. Su compañía, quizás, lo era todo; te brindaba tranquilidad y sabiduría, entre muchas otras cosas más.
Picó nos enseñó que nuestra historia tiene su eje, no necesariamente el de los ataques al Morro, o el que conocemos tradicionalmente lleno de nombres y fechas, sino que radica en el esfuerzo de miles de criollos que batallaron día a día y que así forjaron nuestro pueblo. Constantemente enfatizó que la cárcel no es la solución; sino todo lo contrario, el problema. Eliminar la cárcel debía ser una prioridad pública. Su lucha contra los estereotipos era continua. Y fue incesante al señalar lo erróneo del concepto de que todo pasado fue mejor.
Picó declaró que la sociedad puertorriqueña no está completa si no se considera también a los marginados. Ahora con más razón debemos estudiar a los locos, a los presidiarios, a los homosexuales y transgénero, a las mujeres, a los niños, esos grandes marginados de nuestra historia. Como también, estamos obligados a estudiar al pequeño propietario, a los inmigrantes, al chiripero, el buscón, a los transeúntes, a los transgresores y a todos esos otros sectores que hemos invisibilizado.
Para encontrar las voces y huellas de estos marginados, Picó nos enseñó cómo utilizar las fuentes adecuadamente, entre estas: los censos del gobierno de Estados Unidos, los periódicos de la época y los libros de novedades de la policía de Puerto Rico, esta última fuente una de sus favoritas y más usadas. Por cierto, la que utilizó hasta sus últimos días y para su último libro que quedó en proceso.
Hoy nos toca celebrar su vida, su existencia, la dicha de haberlo tenido y conocido, igual que muchas veces hicimos mientras se encontraba con vida. Sin embargo, no podemos perder de perspectiva sus deseos. Más que ponerle su nombre a alguna escuela, archivo, sala, o inclusive calle, tenemos que garantizar que el legado del maestro siga vivo. Más que rendirle tributos y homenajes -con los cuales probablemente no hubiera estado de acuerdo-, nos compete continuar su obra, terminar su libro, indagar sobre los temas que le faltaban por investigar y no abandonar a los desprotegidos, los presidiarios, las mujeres, los niños, en fin: los marginados. Y sobre todo, hacer esa historia de Coamo que le prometió a su padre.
Fernando Picó deja grandes retos. Sus discípulos tenemos la obligación ineludible de que nuestra cultura y nuestra historia tengan el valor que merecen y que no sean menospreciadas. Tenemos que asegurarnos de que los documentos históricos se sigan conservando como debe ser y que estén disponibles y accesibles sin restricciones ni limitaciones.
Ahora nosotros somos los responsables de continuar lo que Picó comenzó. No podemos dejar morir sus obras académicas, ni dejar morir su nombre. Somos responsables de que su legado no muera, de mantenerlo vivo, de hacerlo inmortal. El historiador, humanista y padre jesuita no puede pasar de moda, debe seguir existiendo. En nuestros cursos de historia sus libros y artículos deben ser materia obligada.
No podemos obviar, esconder o hacernos cómplices de los abusos, el menosprecio y el abandono; estamos obligados a denunciarlos, tal y como él lo hizo cuando le tocó. Tenemos que seguir su ejemplo denunciando las cosas con la diplomacia que lo caracterizó y distinguió, con respeto a todos. Y hacer las cosas cuando hay que hacerlas, no antes ni después.
Hoy, más que nunca, debemos asegurarnos de cumplir sus enseñanzas, no olvidarnos de que cada generación necesita narrar a Puerto Rico a su manera y que no existen historias definitivas. Estamos obligados a mantener ese compromiso y sentido de misión por la humanidad. En fin, como dijo en una de sus últimas entrevistas, “hay que mantener la alegría”, a pesar de que ya no está con nosotros.