Sobre el peculiar desorden boricua… y la esperanza
En mi artículo en 80grados del 9 de septiembre de 2011, “Rivera Schatz con la cuestión marica” —agradezco las críticas y preguntas sobre el mismo— dije que lo importante no era tanto el mundo íntimo, sexual o personal como la ubicación del mismo en las luchas de clases sociales, algo que remite a la cuestión de la hegemonía.
El poder de clase y el orden general
Desde luego que hay múltiples determinaciones del ser —étnicas, sexuales, generacionales, psicológicas, familiares, ambientales, corporales, nacionales, etc.—. Subrayé la de clase porque se remite a la esfera decisiva desde donde puede avanzarse contra el orden social y político general existente y desde donde, también, ese orden general se reproduce a diario a un nivel básico. La sugerencia es, más o menos: cambiemos las relaciones entre razas, entre deseo y género, de los hijos con los padres, de los estudiantes con los maestros, de la salud con los pacientes, de las mujeres con los hombres, de los viejos con los jóvenes, de los doctos con los “simples”, etc., pero ¿por qué no hacerlo en direcciones que superen la cultura capitalista, en vez de hacerlo reafirmando la cultura capitalista?
No veo (mi visión podría ser limitada o equivocada) que otras determinaciones —étnicas, sexuales, generacionales, psicológicas, etc.— tengan la fuerza objetiva y colectiva para alterar el orden social, si bien la vida es un conjunto de todas esas relaciones y la transformación social significaría los procesos y transformaciones de todas ellas. Las mismas inciden entre sí de las más diversas maneras, y unos temas y problemas empujan o forman otros, referentes a otras determinaciones.
Es sobre la base de la explotación capitalista de la fuerza de trabajo que se monta el edificio de muchas otras opresiones. Algunas de éstas pueden disminuirse dentro del derecho vigente, sólo hasta que nuevos impulsos y conflictos del sistema revivan los desprecios y las exclusiones. El sistema capitalista ejerce hegemonía (les da cierta satisfacción) sobre las luchas reformadoras de los grupos que él mismo oprime, en el entendido —falso— de que el derecho proveerá soluciones finales y se llegará a una definitiva igualdad y libertad para todos.
Es innegable que los objetivos inmediatos de esas luchas suelen ser meritorios en sí mismos. Y es incuestionable que son cuesta arriba las luchas específicas de los grupos oprimidos, aún para arrancar conquistas mínimas al estado, pues el capitalismo tiende a endurecer su aspecto conservador. Sin embargo intenté invitar a ir y ver más allá, y reconocer en el sistema sociopolítico básico una fuente inagotable de opresiones y de pobreza masiva, económica y cultural, dada su recurrencia a las crisis, la competencia de mercado, la explotación y alienación del ser humano que resultan de la acumulación de capital, y el carácter violento y patológico de esta civilización global.
La atribución de lo que es más importante es, claro está, “subjetiva”. Quien busque la alteración radical del modo de producción —que reproduce una forma general de vivir— deberá apreciar las múltiples luchas referentes a las múltiples determinaciones, y sus relaciones entre sí, pero deberá ver la preponderancia de los proyectos que las clases principales dirimen en cuanto a la dirección de la sociedad en su conjunto. Quien busque otra cosa quizá podrá limitar sus expectativas a lo que busca, digamos derechos civiles dentro del estado, los que sin duda revisten gran importancia y son parte de nuestra vida real e inmediata.
Quedan por precisar los modos en que la acción cívica y política puede remitirse a una crítica de las relaciones básicas que reproducen el orden general, a la vez que esa acción expanda, en el seno del estado capitalista, las luchas civiles de los grupos marginados. ¿Cómo lograr que las luchas civiles dentro del estado vigente se liberen de la hegemonía de ese mismo estado, que les da inclusión, si no es articulándose a un polo que empuje hacia la transformación de las bases mismas del estado? Las discusiones sobre cada determinación del ser pueden y deben profundizar sus problemáticas intrínsecas. Pero todavía es excepcional la discusión de cómo, desde los espacios particulares de la cultura vivida, contribuir a formar el proyecto general que atacaría al estado capitalista-colonial para transformarlo y así dar libre curso a los intereses de las mayorías populares, impulsar formas innovadoras económicas como cooperativas, etc.
Este asunto crucial difícilmente reduce los temas de sexualidad, raza, o cualquiera otro a la cuestión de clase, sino que aborda la posibilidad de una transformación más ambiciosa, que fuese más allá de una liberación dentro de la ley y del mercado capitalistas. No debería, creo, oponerse lo público a lo privado ni absolutizarse el mundo del yo a costa de la vida pública, pues ambas esferas son esenciales e interdependientes. En las relaciones sociales, y no sólo en las personales, se juegan la suerte del conjunto y se reproducen relaciones de poder y transformaciones que afectan a todos. Lo personal es político, bien escribió la feminista Millett en los años 60. A la vez, toda política debería tener claro si busca proteger el estado vigente, reproducirlo modificándolo, o impulsar otro estado muy distinto.
Cambiar la sociedad se aparece como una ambición exagerada en la medida en que las clases trabajadoras y populares están políticamente desarmadas y sólo pueden protestar (a menudo ni eso), lamentarse o buscar alivios mediante el gobierno y el mercado. Pero las diferentes determinaciones humanas se ven afectadas por la explotación de clase; se exacerban el sexismo, el racismo, la homofobia, la xenofobia.
Un proyecto anticapitalista podría ser más rico que los del pasado si incluyese las transformaciones de las numerosas determinaciones humanas y fuese más allá de un simple cambio de grupo dirigente o de forma de gobierno. No sé, por otro lado, cuán universal sea hoy (sobre todo en el universo estadounidense) descartar la posibilidad de cambiar el capitalismo, o la conciencia sobre estas relaciones entre lo particular y lo general.
Utilidad sociológica
Hubiera supuesto que mi escrito pecaría de ortodoxia sociológica —delito que admito sin que me lo señalen— si asumimos que Emile Durkheim y su énfasis en las instituciones (e.g: Reglas del método sociológico, 1895) constituyen ortodoxia en la sociología, campo del saber que, por cierto, a menudo se inserta en la cultura burguesa. La cuestión de las instituciones me pareció útil para ver la especificidad puertorriqueña, haciendo previa advertencia de que las palabras se quedan cortas al tratar de decir la realidad.
Me resultó extraño, por otro lado, que se asocie a Althusser con ortodoxia marxista, pues la ascendencia coyuntural de la obra del filósofo francés, rica en nuevos planteos y literariamente estimulante, más que asumir alguna rigidez de iglesia, se ubicó ante todo entre círculos académicos relativamente innovadores del “marxismo occidental”. Supongo que la idea sugerida en los comentarios de ustedes a mi artículo es que Althusser, como Foucault (qué rara sensación se siente al mencionar estos nombres, otrora de estrellas, sepultados hace años por sucesivas tendencias en el mercado de libros), expusieron cierta visión del estado y del poder como fatalidad y aparato superpoderoso; como un confinamiento en que la gente está recluida, para usar la imagen del segundo.
Me distancio de toda visión de confinamiento estatal fatal y total: pienso que el poder del estado es constituido por una relación de fuerzas en que intervienen las luchas populares así como los esfuerzos del grupo dominante por impartir hegemonía —además de represión y coerción—, y por tanto también negociaciones, alianzas, pausas e infinitos grados de intensidad en las luchas. La efectividad de los movimientos político-sociales determina el saldo de “la realidad” en cada nueva situación.
Qué es marxismo ortodoxo preguntó Lucaks en su célebre texto de 1923, apuntando en otras direcciones, y a saber qué es, si algo, pues hay variados y diversos marxismos. Todos están en crisis, desde el punto de vista de la capacidad de un movimiento para amenazar el régimen político establecido, al menos en este periodo, aunque la estatura de Marx como pensador está lejos de disminuir en el presente, y las ventas de El capital han aumentado sorprendentemente en la actual crisis económica.
En todo caso, que mi texto fuera o no “ortodoxo” estaría lejos de parecerme importante, y más bien lo central sería si es justo o no lo que dice, si sus enunciados son ciertos o no, si ayuda en algo a mirar la realidad “como es”, etc.
Cuestión de la formación social
No decía yo en el escrito, pues, que el colonialismo de Estados Unidos en Puerto Rico sea omnipotente y fatal. Sólo intenté decir que además del colonialismo está la cuestión “antropológica” de la formación social: el desarrollo cultural-material de Puerto Rico incluso desde antes de la invasión estadounidense, que las limitaciones de este desarrollo contribuyen a determinar que nuestro país es uno con escasa institucionalidad, y que ésta se ha dado principalmente por gestión del imperialismo y el gobierno norteamericanos. En comparación con otros países caribeños, el gobierno de Puerto Rico tiene amplios recursos materiales —gracias a “los chavos americanos”—, pero estos recursos se aplican mecánicamente a la especificidad puertorriqueña, si se ve ésta como comunidad diferenciada y no como una región de Estados Unidos como podría ser un departamento de Misuri.
Ello se relaciona con el empobrecimiento de la cultura política y del tejido socioeconómico y psicosocial, y con el clima permanente en la Isla de inculpaciones y acusaciones. Se tiende a atribuir a gente contemporánea “responsabilidad” por fenómenos más hondos, “históricos”. Por ejemplo, la integración de Puerto Rico a Estados Unidos, acentuada por la migración que hace que hoy la mayoría de los puertorriqueños viva en Estados Unidos, es un hecho imponente que obliga a refigurar lo que es “Puerto Rico” y las luchas boricuas por crear algún curso original de vida colectiva.
El modo de vida concreto nuestro no es determinado, pues, sólo por la hegemonía del capital y el gobierno americanos y de las clases dominantes criollas (por cierto cada vez más ostentosamente improductivas), sino por la evolución histórica en un sentido más amplio que el de, digamos, la gestión del PNP o Fortuño. Apreciar la formación social en este sentido ayuda a actuar sobre el dominio de clase —al menos para quienes aspiren a derrocar este dominio— con proposiciones que den cuenta de la complejidad y atraso del proceso sociocultural de la Isla. La lucha política del presente es desde luego esencial, pero será superior mientras más se nutra de conciencia histórica.
La ideología nacional, que opera en la estructura mundial del estado-nación, por más fantasiosa que pueda ser o parecer, produce modernamente una imaginación de propósito común. En cambio, en Puerto Rico la actividad laboral y gubernamental no se remite a formar el país propio, sino a la sobrevivencia y la imitación. Se trabaja mucho pero la capacidad de cada cual no contribuye a un proyecto común, y se recae en el desorden. El sentido limitado de lo que se hace genera interés limitado. Se coarta el estímulo que vaya más allá de la satisfacción de las necesidades privadas particulares de cada uno.
En estos días se anuncian los nuevos niveles de “federalización” de actividades del gobierno de Puerto Rico —los americanos se hacen cargo a causa de la gran cantidad de errores y delitos de los funcionarios boricuas—. Esta es sólo una mínima confirmación del hecho de que los puertorriqueños viven y administran un conjunto de relaciones dictadas desde Estados Unidos, en una inercia, por así decir.
Véase por ejemplo la Universidad de Puerto Rico, institución puertorriqueña sólo relativamente, pues es un conjunto de artefactos e inversiones que, oficialmente, contribuye poco a formar y desarrollar economía y sociedad puertorriqueñas. Como en muchas otras esferas de la vida isleña, en el pueblo sobran el talento y el potencial. Pero las iniciativas de los de abajo progresan a pesar de la institución oficial y a menudo contra la institucionalidad colonial oficial. Muchos universitarios hacen contribuciones encomiables a comunidades y espacios sociales de Puerto Rico, pero lo hacen contra la corriente, por propia iniciativa, no porque la institución oficialmente quiera impulsar un desarrollo social puertorriqueño. La ausencia de correspondencia entre el nivel universitario y el mercado de trabajo —no digamos ya alguna estrategia económica de la Isla— que sufren y comentan a diario los jóvenes, es otra dimensión del tema.
En general una premisa universal moderna es que los estados nacionales —con sus universidades— impulsen el desarrollo socioeconómico de los países. (Otra cuestión es lo que signifique desarrollo.) Pero en Puerto Rico la política oficial del estado es que Puerto Rico no se desarrolle como país. Debe ser un simple objeto de las políticas, inversiones y fondos de Estados Unidos. La política económica oficial es que el desempleo en la Isla no crezca demasiado, para lo cual hay una gestión desesperada y permanente, con gran expertise, para atraer empresas. Para el capital nativo las dificultades son enormes, pues los costos operacionales en la Isla son muy altos, al corresponderse con la economía estadounidense. Es parte del modo de vida local.
Los núcleos originales de la UPR —la escuela para formar maestros en Río Piedras y la escuela de agricultura y tecnología en Mayagüez—, tan caros a lo que somos como pueblo, fueron instalados por el régimen estadounidense a principios del siglo 20. Otro organismo central en la vida puertorriqueña, la Policía de Puerto Rico, la primera agencia del gobierno local que se instaló tras la invasión estadounidense, compuesta enteramente por puertorriqueños, fue creada por el gobierno de Estados Unidos, que la organiza y supervisa desde 1899. Los puertorriqueños han tenido participación e iniciativas en estos procesos, pero las estructuras o instituciones son de confección norteamericana.
En fin, no he dicho nada nuevo. Pero se fomenta a diario una autoimagen de Puerto Rico como país moderno y desarrollado, pues se identifica desarrollo con comercio y aparataje. Así se ha formado una ideología de optimismo, de que seguro vamos hacia un final feliz, que conviene a las clases criollas dominantes y al imperialismo norteamericano. En círculos anticoloniales, por otro lado, se ha supuesto que Puerto Rico era una nación definitivamente formada desde el siglo 19.
Sin embargo, formar una nación requiere estructuras materiales e instituciones. La globalización actual viene forzando a los países a ver más claramente si las tienen y cómo son “en verdad”, pues la explotación capitalista del sistema mundial se hace más cruda.
Parece incuestionable que la cultura popular puertorriqueña irradia vigor y dinamismo y exhibe gran potencial en variadas direcciones. La confusa experiencia puertorriqueña y la fuerza cultural boricua sugieren que a pesar de todo la vida se afirma, asombrosamente, y que hay espacio para la esperanza. Por cierto, el empuje cultural popular puertorriqueño, salido de una isla sin estado nacional ni personalidad jurídica, al difundirse desde un gran centro global como Nueva York, contribuyó desde los años 60 a emblematizar la confusa realidad humana y a nuevas críticas teóricas de la sociología tradicional, al surgimiento de los estudios culturales de lo contemporáneo y a una revisión y crisis de las identidades de las naciones occidentales poderosas. El mundo y la vida son mucho más caóticos y contaminados, y generan muchas más diferencias, relaciones y determinaciones de lo humano, de lo que supusieron los planes de productividad burguesa y las nociones asépticas de moralidad y educación dominantes durante siglos.
Nada de esto sin embargo elimina nuestro problema de formar al país mismo, es decir de liberarlo para crearlo y crearlo para liberarlo, o al menos mejorarlo.
Instituciones
Gramsci decía que la ideología de optimismo necesario se corresponde a menudo con una suerte de vagancia, pues, como la meta está asegurada, se espera indirectamente que la Divina Providencia hará las tareas que la gente debe organizar. Hay algo aquí de una fe en un destino versus el realismo político moderno (y el materialismo histórico). Puede que a veces quienes descansan en que el destino arreglará al país o liberará la patria, sin pensarlo, lo hacen porque tienen salarios altos o viven en condiciones holgadas, y objetivamente no tienen urgencia de un cambio social y anticolonial, si bien muchas veces en su mente piensan la cuestión con urgencia. Por cierto, la ausencia de medios políticos efectivos para intervenir, es parte, otra vez, del déficit de instituciones.
El Partido Popular Democrático se acercó en el pasado a formar instituciones, si bien en el marco colonial: legislación social y de educación y salud, la Constitución del ELA, y diversas prácticas y discursos de gobierno. Puerto Rico era un pueblo (no una nación), decía Muñoz Marín, inexorablemente unido al pueblo americano, y debía crear sus instituciones autóctonas dentro de ese marco. Pero ya vemos la debilidad de estas instituciones autóctonas coloniales. Se destartalan por su propio carácter colonial. Ceden al desorden del orden vigente, a la integración de la Isla a la economía y la política norteamericanas, y a la federalización, esa otra forma extrema de subordinación y desorden.
En este sentido los funcionarios políticos y legisladores de la Isla, aún con sus espectáculos usuales de delitos, incompetencias y bufonadas, son un sector con notables estructura y disciplina, relativamente. Se corresponde con la cultura puertorriqueña realmente existente. Esta última podrá cambiar con la irrupción de nuevas fuerzas.
Confundiéndose institución con administración, la fragilidad institucional da pie a un súper-burocratismo, una fe en que las burocracias del gobierno de la Isla, agrandadas por fondos federales y agitadas por el optimismo estatal estadounidense, podrán sustituir las instituciones que la cultura y la vida social puertorriqueña han tenido dificultad en crear de manera fehaciente: familia, escuela, trabajo, salud, ley, economía, etc. Véase por ejemplo que, por operar en el marco institucional norteamericano, Puerto Rico está impedido de abordar la cuestión de las drogas desde su propio punto de vista. Tanto el impedimento como las drogas siguen reproduciéndose como cosa normal. Y para educar y dar estructura a los niños, están —según se anuncia— WalMart, Burger King y MacDonalds.
Los espacios creados por el orden colonial son ocupados por los puertorriqueños, es cierto. De aquí que, en ánimo patriótico, algunos suponen que al final los puertorriqueños podrán hacer la descolonización a partir de esos espacios administrativos, técnicos, académicos, etc. Claro que es posible, pero es obvio que sigue tardando la transformación del carácter mecánicamente estadounidense de esos espacios. Podría concluirse, más sencillamente, que los puertorriqueños ocupan esas estructuras coloniales pues es lo que se les ha dado, porque viven dentro del sistema norteamericano. Soy puertorriqueño y estudio en el recinto universitario de Mayagüez para ser trabajador calificado de una empresa industrial privada que me dará empleo en Michigan, etc.
Las instituciones vigentes en la Isla, que, como vengo diciendo, son hechura de Estados Unidos o imitaciones de las norteamericanas, son en efecto las nuestras, son puertorriqueñas. No son una anomalía o un episodio, sino un modo de vivir que se ha formado, una cultura, dentro del vientre norteamericano. Parece definitivo que las luchas puertorriqueñas de resistencia y liberación, civiles y radicales, se seguirán dando ahí dentro, aunque no necesariamente sólo ahí. Nos hemos hecho pueblo moderno en esas instituciones que llamo coloniales; ellas son nuestro sentido común relativo y dan sentido a nuestras vidas concretas.
No se trata de que el colonialismo haya ahogado la capacidad de los puertorriqueños de creatividad, invento y resistencia, sino que esas innegables capacidades se despliegan a diario en este modo de vida concreto que invito a que apreciemos en su especificidad.
No hay que suponer que necesariamente se han creado instituciones porque se han dado luchas. Luchas hay muchas y diferentes, desde crispaciones psiconerviosas de sesgo criminal o autodestructivo hasta luchas populares organizadas brillantes, colectivas, anticoloniales, ambientales, socialistas, por los derechos civiles y la educación, la salud, la participación democrática. Por otro lado, la institución es un “mecanismo” o estructura que refuerza la cooperación en que cualquier sociedad debe fundarse, mínimamente, para reproducirse. Institución se asocia usualmente con permanencia y desarrollo social.
El enjundioso y estimado Pedro Juan Rúa llamó de otra forma lo que yo califico de “instituciones coloniales” y, asignándoles un carácter positivo, señaló que eran la realidad vivida del Estado Libre Asociado. El ELA sería, para Rúa, un logro de décadas de luchas y una síntesis del esfuerzo puertorriqueño y el poder estadounidense. Es en el ELA, sostuvo, que llevamos a cabo la vida concreta; que rendimos la planilla de Hacienda, que tenemos determinado salario, que intentamos mejorar las escuelas y que hacemos los debates legales y políticos, los deportes, los entretenimientos artísticos y familiares, las expectativas personales, los casos en los tribunales, las exigencias ciudadanas y sindicales, que seguimos luchando, etc.
Habría que señalar sin embargo que las bases del tal ELA son muy frágiles pues se fundan en un capitalismo dependiente, sobre el cual dificilmente puede formarse sociedad alguna, y este capitalismo dependiente a su vez se monta sobre una historia específica, la formación social relativamente precaria que digo. Para colmo está en crisis desde los años 80 pues son cada vez menos las empresas norteamericanas que vienen a la Isla. La ausencia de estructura se exhibe más que antes.
Relación con lo nacional
Luce que las limitaciones de institucionalidad boricua se corresponden con la falta de unidad entre los puertorriqueños que se invoca a diario en la radio y otros medios y se viene comentando desde hace mucho. Esta falta de unidad tiene estrecha relación con que no se ha producido una clase social que pueda dirigir una formación nacional, un entramado de alianzas y proyectos para construir un país. Y la ausencia de tal clase social dirigente se corresponde a su vez con las limitaciones de las fuerzas productivas y de la economía isleña durante siglos, por la función de base militar que España asignó a la Isla.
El académico sesentiochesco, quiero decir leal a la rebeldía antiautoritaria pero además individualista, se asusta al escuchar la (debatible) idea de que la sociedad se organiza mediante “instituciones”. No tengo mayor problema en usar esta palabra, aún con las connotaciones que pueda tener de metáfora de ingeniería social burguesa-industrial-científica, pues puede y debe haber otras y nuevas instituciones, no tienen que remitirse a la revolución industrial ni al capitalismo europeo ni al sentido de Durkheim. Se trata de una palabra que da cuenta de los centros nerviosos de la organización concreta de la cultura: podrían usarse otras junto a ella o en lugar de ella.
Fue importante que en París Foucault quisiese desmontar instituciones como clínica, salud, razón, escuela, ley, trabajo, moral, etc. Y lo hizo literariamente mediante una historiografía admirable. Pero los pobres de todos los países, notablemente de América Latina, Africa y Asia, aprecian si hay escuelas y médicos a que nunca habían tenido acceso, y régimen de derecho en vez de dictadores militares. Mejor aún si hubiese universidades y escuelas de tecnología y ciencia.
Los países subalternos suelen tomar recursos e ideas para crear su entramado institucional, en la medida en que buscan formarse como naciones. Pero véase, por ejemplo, que en Puerto Rico un grupo social particularmente ilustrado como los abogados no ha producido colectivamente siquiera un conjunto de ideas sobre cómo podría ser un sistema de justicia y derecho en un Puerto Rico no-colonial, o cómo podría sustituirse gradualmente el sistema de derecho y justicia vigente por uno mejor o al menos original, si no descolonizador. Es un grupo profesional que incluso ha tenido en su seno un sector vigoroso de independentistas y autonomistas, tradicionalmente supuesto como mayoritario. Sin embargo, que se sepa, nunca hizo ese trabajo de concebir, colectivamente, un ordenamiento diferente del propio campo en que los abogados se especializan día a día. Un escrito colectivo no equivaldría a crear una institución, sería sólo un texto, pero al menos sería algo, acaso un comienzo.
En algunos países sometidos los sectores anticolonialistas crearon instituciones paralelas a las del poder imperialista, que les han servido para avanzar hacia la descolonización o al menos enfrentar la herencia de subordinación (ver los grupos palestinos y sus sistemas de servicios médicos, reconstrucción, vivienda y alimentación en los territorios ocupados). En otros casos los pueblos coloniales ya tenían instituciones propias que sobrevivieron al imperialismo occidental; los grupos anticoloniales las invocaron para dar cohesión a su lucha y crear alguna estructura u orden.
Convendría ver la experiencia puertorriqueña en este sentido, y a la luz de otras experiencias, quizá ahora que se acerca el centenario del independentismo organizado —bajo ocupación estadounidense—, que empezó con el Partido de la Independencia de Matienzo Cintrón en 1912. Y en 1910 el movimiento obrero por primera vez lanzó candidatos a la contienda electoral, en Arecibo y Aguadilla. Nuestra experiencia, finalmente, no debe separarse ni por un momento del proceso del resto del Caribe.
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Sospecho que inadvertidamente me dejé llevar por ambientes de gente que se ha sacudido del yugo de las palabras y las critica y subvierte como cosa rutinaria, y en consecuencia parecería que fui insensible hacia el sufrimiento de quienes han sido oprimidos y marginados por su preferencia sexual, por medio, entre muchas otras formas, de palabras como marica y pato. Es cierto: la publicación de estas palabras bien podría minar la lucha ardua para formar una cultura nueva entre las generaciones jóvenes, algo que iría contra mis convicciones. No pocos gay usan tales palabras de forma coloquial y burlona, reconociendo el viejo arraigo de las mismas y a la vez sometiendo ese arraigo a la irreverencia, alterando así la tradición.
Es cierto que los significados de las palabras son inseparables del contexto. También es cierto que la ironía fortalece el criterio propio y la apertura a nuevas miradas. El uso irónico de una palabra puede desarmar su uso peyorativo e impartirle una nueva hegemonía, aprovechando el peso que tiene, para destruir el carácter reaccionario del código usual restándole importancia, a la vez que se procuren prácticas nuevas, de amistad, dignidad y solidaridad. Es verdad, además, que entre capas sociales menos ocupadas de la semántica y las letras pueden avanzar nuevas sensibilidades a favor de la comunidad gay sin que necesariamente se impongan una autocensura del habla propia, aunque ésta sea constituida por las palabras que se han aprendido a través de la vida.
Nada de esto quita, sin embargo, que en otros círculos la palabra pueda tener un peso demasiado negativo y ejercer presión sobre quien no ha podido liberarse, personal o emocionalmente, de la autoridad de las tradiciones patriarcales y homofóbicas. Ahora temo que no debí poner marica ni pato en mi artículo en 80grados para no acercarme, siquiera un poco, a la posibilidad de herir los sentimientos de nadie, menos aún de quien haya sufrido por la injusticia.