Sobre fronteras y prejuicios
Nunca como ahora es tan urgente pensar la educación superior como un inmenso observatorio de la condición humana, y de los asuntos morales y políticos de nuestro tiempo. Los que vivimos en una isla solemos sobrevivir entre fronteras: geográficas, culturales, sicológicas, educativas… Distinguimos con demasiada prisa al nosotros de los otros. Consignamos las distancias, hacemos las distinciones, y de paso, llegamos a las exclusiones. Pasan inadvertidos los lugares comunes y las identidades compartidas con esos otros seres humanos que consideramos lejanos. De ahí que la educación superior haría una enorme aportación si se constituye en un vigilante observatorio de la condición humana para quien la patria, como en Dante, sería el mundo.
Desde la distancia de ese observatorio, plural y luminoso, podríamos percibir, hoy más que nunca, los claros signos del fascismo, la ignorancia del poder y las utopías defectuosas que crecen silvestres a nuestro alrededor. Tan solo debemos imaginar este mundo caótico desde otro punto en el tiempo, con el ojo ecuménico que evite los puntos ciegos. Imaginemos a un gran historiador, dentro de uno o dos siglos, narrando lo que pensamos de toda la actualidad confusa y abigarrada. Diría de nosotros: “aquellos seres intuían pero no sabían con certeza si estaban viviendo el autoritarismo más perverso. Eran seres inteligentes pero tenían la ‘memoria rota’”. Algo me dice que los que no vivimos el fascismo de la Segunda Guerra Mundial, como la mayoría de nosotros, estamos comenzando a vivir una copia muy razonable de aquel régimen. Así, sin nombre, sin ruidos ni asonancias. Si ello no fuera así, cómo nombramos la trata humana, especialmente de niños y mujeres, al tráfico de más de 45 millones de seres humanos para propósitos de esclavitud laboral, explotación sexual e intercambio comercial. ¿Qué nombre le damos a los movimientos migratorios criminalizados de sirios, mexicanos y centroamericanos, por causas de guerras, falta de oportunidades y la pobreza más extrema? Esos exiliados que realizan los trabajos sórdidos, a punto de ser deportados y ya marginalizados, ¿qué oportunidad tienen? ¿Cuánta insensibilidad al dolor humano podemos exhibir? ¿Cómo se le llama a la búsqueda desenfrenada de la supremacía militar, a la construcción de muros y la destrucción de puentes en las fronteras, que evite que los marginados lleguen a trabajar y a vivir? ¿Quiénes fueron en el pasado los que explotaron el miedo a las diferencias culturales y religiosas, y negaron la existencia de campos de concentración, como hoy algunos niegan el Holocausto?
Ese imaginario historiador del futuro incierto tendrá que decir que vivimos momentos muy irracionales, en que la estupidez humana se acepta como estado natural. Deberá dar testimonio de cómo los seres humanos se fueron adaptando, poco a poco, a llamarles verdades a las mentiras y mentiras a las verdades, a decir que los hechos son fabricados y que los significados están solo en nuestras cabezas. Tendrá que describir ese historiador a un sujeto raro, que le llamaban Presidente de la nación más poderosa, y que acostumbraba a exhibir su ignorancia en público, a través de medios electrónicos que existían entonces. El ocaso de la transparencia deberá ser documentado rigurosamente por ese tejedor de memorias. Recordará que la consigna “Make America great again” fue utilizada antes verbatim por Adolfo Hitler: “Make Germany great again”. Recordará que el culto al líder, el desdén por los intelectuales y las artes, la retórica del odio y el racismo contra mexicanos, hispanos y musulmanes, el desprecio de las minorías y el renacimiento de un hipernacionalismo racial, son todos signos inequívocos del ascenso de un neofascismo que oculta su nombre pero no sus huellas. Los enemigos están señalados: la prensa, las minorías, los defensores de los derechos humanos y del ambiente, y todo aquel que defienda las existencias precarias de los nuevos condenados de la tierra.
Compañeros estudiantes: es menester mantener los sentidos abiertos al mundo, a sus ambigüedades y desfases. Mantener una apertura al mundo es mantenernos también abiertos a nuestro país. Como universitarios, no podemos ignorar a los otros, porque muy pronto esos otros podríamos ser nosotros mismos. Tan solo pensemos en el más reciente conflicto huelgario de la Universidad de Puerto Rico que, como siempre, deja más preguntas que respuestas. Como ustedes saben, si bien la educación superior ha sido históricamente un enorme igualador social, también posee, paradójicamente, un notable componente de elitismo que favorece la desigualdad. Esa contradicción radical es la que da paso a los discursos de las clasificaciones de las universidades, a los prejuicios en contra de las universidades privadas, y a las narrativas de exclusión que son frecuentes entre nosotros los universitarios. Me refiero, de este modo, a cierta elite de jóvenes puertorriqueños que han tenido la fortuna de que sus padres han podido pagar su educación en prestigiosas universidades del exterior, y que algunos se piensan como designados por los dioses para ocupar las posiciones de liderato en nuestro país. Varios de estos son los que miran con arrogancia a los graduados de las universidades locales, nada distinto al desprecio que aquel imaginario historiador narraba en su testimonio del futuro. Me refiero, igualmente, a otro grupo de jóvenes puertorriqueños, talentosos por cierto, que el país decidió subsidiar, es decir, becar con sus recursos económicos, pero que al cabo de cierto tiempo comienzan algunos a exhibir la misma soberbia de los que estudiaron en el exterior, pero esta vez contra los que se gradúan de las universidades privadas locales. Triste espectáculo el de nuestra educación superior, en que los puertorriqueños marcan sus diferencias de clase con el corrosivo gesto del prejuicio sutil. Creo profundamente en el proyecto educativo y crítico de la Universidad de Puerto Rico. Creo que el país viene obligado a defenderlo como parte de su patrimonio. Es vergonzoso, sin embargo, que se mire con desdén el trabajo serio que todos, desde nuestros espacios −públicos o privados−, hacemos por nuestro país.
Denuncio todo prejuicio, venga de donde venga. Es hora ya de trazar la línea, que le digamos al país que así no vamos a ninguna parte, alimentando recelos entre nosotros, estableciendo distancias y agujereando al que está al otro lado. Ustedes, compañeros graduandos, han sabido venir de atrás, y por eso los admiro. No nacieron en cuna de oro, por cierto. La inmensa mayoría de ustedes se ha levantado, se ha caído y se ha vuelto a levantar. Y en tiempos oscuros, los países se construyen, como decía Sábato, por aquellos que aprendieron a caminar en la noche. Nunca como ahora el país los necesita más urgentemente. Cada generación le toca empujar su propia piedra de Sísifo, y a ustedes les ha tocado la más pesada de todas. La educación define la manera en que la gente piensa, actúa y desea. Es un bien público, no solo una inversión privada, que consigna la lucha por los valores humanos y el cultivo de la imaginación cívica, por el compromiso y la resistencia social, y por la formación de la inteligencia inquisitiva. Desde ella, es preciso apostar al diálogo entre iguales; a que las verdades vuelvan a ser verdades, a que las mentiras sean de nuevo mentiras, y que la utopía improbable no deshaga la imaginación ni arruine las ilusiones que todavía conservamos.
*Versión editada para publicación del discurso del Dr. Dennis Alicea, Rector de la Universidad del Turabo, en los actos de graduación de dicha universidad celebrados el 14 de junio de 2017.