Sobre la compasión
A la memoria de Agustín García Calvo.
En épocas despiadadas, se habla mucho de compasión. El segundo gobierno del expresidente de los EE.UU. George Bush, hijo, se llamó a sí mismo un gobierno de compasión… ya sabemos lo que pasó. En la actualidad, en Europa, particularmente en España, para no decir nada de Grecia, Portugal e Italia, cuando todo el empeño se pone en rescatar a los Bancos para paliar una supuesta crisis provocada por la voracidad del propio capital financiero, se desmontan las prestaciones sociales, y se recortan sin miramientos los presupuestos básicos de educación y sanidad. La supuesta crisis se pretende solucionar echando más leña al fuego. Es la estrategia del pirómano. Todo ello con el eufemismo de las «indispensables políticas de austeridad», en nombre del «sacrificio» y la «buena fe». En medio del descalabro de un orden económico basado en el condicionamiento de una tecnología social que fomenta el crédito, la deuda, la codicia y el consumo desbocado, se evocan los valores más preciados de nuestra «humanidad», pero se pierde por completo de vista lo más elemental, como por ejemplo: que el cultivo del ocio no programado por la industria del entretenimiento tendría que ser un criterio inteligente de bienestar; y, sobre todo, que la vivienda, la salud y la educación no son negociables, pues no pueden estar sujetos al interés de la reproducción del capital y de la avidez del poder monetario, so pena de destruir las formas más básicas de convivencia. Ellos son los pilares para un funcionamiento mínimo de la «cosa pública» (res publica), sea cual sea la forma de gobierno imperante.Si el “Estado” ha de servir para algo es para garantizar dicho funcionamiento. De lo contrario, debería desaparecer junto al concepto de nación, el artificio de las fronteras y las arcaicas máquinas de guerra. Se daría así paso, a escala mundial o planetaria, a la idea de confederaciones de comunidades autárquicas e interdependientes, organizadas según los más adecuados criterios históricos, geográficos y geopolíticos (por ejemplo: la «confederación de comunidades caribeñas»); y basadas en una economía de la suficiencia, las indispensables herramientas tecnológicas, el alto conocimiento científico, el legado de la sabiduría, las lenguas autóctonas y la rica diversidad cultural de los pueblos. De esa manera, llegando a ser cosmopolitas y lugareños, y no ya “estatales” ni “nacionales”, se estaría en mejor condición de reconocer, al decir de Homero, que «nadie escapa a la muerte» (ni siquiera los dioses, habría que añadir) y que «todo aquello que está sujeto a un surgir, está sujeto a un cesar», al decir del Buda.
En todo caso, puesto que en la vieja Europa los desahucios están a la orden del día, hay que decir que el peor de los desahucios consiste en el desahucio del pensamiento. Esto implica, entre otras cosas, que no se tiene realmente en cuenta la naturaleza del sufrimiento que se está provocando y las consecuencias imprevisibles del dolor infligido. De cara a esto, hagamos de nuestra parte un esfuerzo por pensar la compasión y lo característico de la conmiseración en un animal que, como el humano, a duras penas comienza a vislumbrar las implicaciones de su crueldad para con sus congéneres y los otros seres que sienten y padecen.
La compasión es el «sentimiento de conmiseración y lástima que se tiene hacia quienes sufren penalidades y desgracias». Así reza la definición del Diccionario de la Real Academia. En realidad se nos está hablando del concepto cristiano de compasión. La compasión se define como un sentimiento que remite a un cierto grado de identificación con el dolor ajeno, el dolor del prójimo. Este sentimiento tiene como referente fundamental el martirio de Jesucristo, del hijo de Dios hecho hombre, cuyo ejemplar sacrificio, muerte y resurrección redime a la condición humana de su culpa originaria. La Cruz, símbolo de la pasión del Cristo, expresa también el sacrificio último: hacer suyo el sufrimiento pasado, presente y futuro de la humanidad. Se forja así el destino de nuestra civilización: habiéndonos liberado del pecado original, nos toca lidiar con la deuda infinita para con el Hijo de Dios. La secuela de esta pietas es evidente: la automortificación hasta el tormento, el mea culpa y el regodeo o goce con el propio sufrimiento como manera de expiar la deuda contraída. Se explica así el énfasis que se pone en amar al prójimo con el mismo amor con que uno se ama a sí mismo, pero también en humillarlo como uno mismo se ha humillado. Pero, sobre todo, el realce de la conmiseración como manera de descargar el peso de la culpa. Se trata, como bien supo ver Nietzsche, de la exaltación de la «moral de los esclavos».
Hay que reconocer que la época moderna conduce esta secuela de la piedad y de la moral cristiana hasta el paroxismo del individualismo, reconfortándose con la conmiseración para con los que no gozan de la dicha o recompensa de la riqueza material o espiritual. La manera en que este asunto se racionaliza merece ser estudiado. ¿Qué es en última instancia, por ejemplo, la filantropía? La estrategia de la que se vale el Capital para subsanar la mala conciencia del capitalista. Con acierto Pedro Albizu Campos la definió como «la altanería del poderoso». La mala conciencia es más que el sentido de culpa: es la denegación de la culpa en nombre de la caritas, de la caridad hacia el prójimo.
Por otra parte, no hay duda de que el capitalismo ha logrado de manera sumamente exitosa –y esto es de por sí una “obra de arte”– transformar los vicios ancestrales de la búsqueda de autosatisfacción en virtudes glamorosas. Así, pues, no es casual que una vez consagrado el don y la gracia de la libertad económica y de la propiedad privada como la suprema garantía de la democracia, el discurso de la «opinión pública» esté permeado de la jerga religiosa: la fe de los inversores y su justa compensación, la confianza del mercado, el perdón de los deudores, las penalidades o recompensas de los acreedores, los ángeles custodios de la salud financiera (Standard & Poor: ¡vaya nombre!), la salvación de Europa, el rescate del euro, la recuperación de la esperanza, otro mundo es posible… y un largo etcétera.
Si la compasión es el «sentimiento de conmiseración y lástima que se tiene hacia quienes sufren penalidades y desgracias», entonces hay que precisar en términos conceptuales lo que se entiende por conmiseración. Para ello, a mi entender, nadie mejor que Spinoza: «la conmiseración es una tristeza, acompañada por la idea de un mal que ha sucedido a otro, a quien imaginamos semejante a nosotros.» (Ética, III, «Definiciones de los afectos», XVIII.) He puesto en cursivas las dos palabras que se destacan porque en ellas reside la clave para clarificar el significado tradicional de la compasión. Se trata de una tristeza, es decir, de un determinado grado de impotencia para ver las cosas tal cuales son. Y se trata de hacernos una idea de un mal ocurrido a otro, como subterfugio que intenta paliar lo que realmente ignoramos. En otras palabras: afligiéndonos con el dolor ajeno, nos reconfortamos con el mal del padecimiento mutuo, redoblando así la pena con el empeño de lo que imaginamos, sin que ello implique necesariamente un entendimiento de todo lo que se pone en juego con lo que se padece.
Frente a esto, si nos volvemos a la milenaria tradición de las enseñanzas del Buda, nos encontramos con un panorama muy distinto. En la antigua lengua pali la palabra que se traduce por «compasión» es karuna. A diferencia de su significado tradicional en las culturas occidentales, ella implica un percatarse de manera íntegra y cabal de que todo lo que vive, siente y padece. He ahí lo que se conoce como la «primera noble verdad». Se trata de la penetración íntima, o la compenetración, con un aspecto ineludible de las condiciones reales de la existencia. No estamos, por lo tanto, solamente ante un sentimiento o emoción. La «compasión», bien entendida, es inseparable de la sabiduría (pañña; prājña) y, con ella, del reconocimiento del sí mismo del otro, esto es: de la singularidad irrepetible de toda forma de vida, y no solo de la vida humana. La compasión sin sabiduría es inútil; la sabiduría sin compasión es estéril. De esa manera se va cultivando también el amor sin condiciones o benevolente hacia todo lo que hay (metta). Sin embargo, la compasión, la sabiduría y el amor incondicional suponen una premisa ética fundamental: nadie puede padecer o sufrir por otro, ya que cada cual es responsable de sí en virtud, precisamente, de su singularidad. Nadie puede hacerse cargo del sufrimiento o redención de la «humanidad», pues le toca a cada cual descubrir por sí mismo la condición patógena de la existencia y lo que mueve a perpetuarse en ella. La existencia, la reanudación de los ciclos de vida y muerte, no necesita redención alguna sino entendimiento y compenetración con las condiciones reales de la existencia. De esta manera se van cultivando también la ecuanimidad (upekkhā) y el regocijo por la alegría ajena (muditā).
Este regocijo remite, a su vez, a la simple alegría del estar ahí, percatándonos de la inmensidad del momento, así como del esfuerzo por liberarse del peso de la memoria, es decir: la añoranza y reproche del pasado, la preocupación y expectativa por el futuro, la inquietud y zozobra del presente. Pocos como Nietzsche han llegado a comprender esto, particularmente en su Así habló Zaratustra y el concepto medular de la «inocencia del devenir» (Unschuld des Werdens). Habría que hacer una lectura atenta del discurso titulado «De los compasivos» (Von den Mitleidigen), el tercero de la parte II de este gran libro. Cierro con esta frase suya:
«Desde que hay hombres, el hombre se ha regocijado demasiado poco: ¡ese es, querido hermano, nuestro único pecado original!» (Seit es Menschen giebt, hat der Mensch sich zu wenig gefruet: Das allein, meine Brüder, ist unsre Erbsünde!)