Tamarindo
Cuando se toma un tamarindo con la punta de los dedos y se parte, se abre, se remueve la cáscara y se coloca en la entrepierna, y se lame, se empuja con la lengua, se saborea y se retira la pulpa de la pepita a mordisquitos, pedazo a pedacito, y se presiona contra las paredes de piel abultadas, levantadas, inflamadas y rosas, un poco embarradas, y se promete con los ojos cerrados acariciarte el alma, venir a redimir lo ya vivido, llegar a sanarte, a colocarte curitas, decirte pegadita a los labios mordidos que “eres mi todo”, y se prometen las mejores noches, los mejores días, y te juegan con los rollitos de cabello a medio crecer y te muerden la espalda, y te marcan de jiquis los pechos, y te estampan un cardenal en el cuello porque su mano se ha cerrado sobre la nuca, y te susurran el nombre, ése nombre mientras te bailan las caderas, y te danza la pelvis o se te derraman los jugos por todas las hendijas, y se acaba la masa, escasea la médula frutosa, te juran clavarte así, clavarte así siempre y te taladran el labio inferior mientras uno, dos, tres dedos abren tus cuencas, todas ellas, y se entremezclan todos los sabores agrios, más agrios, dulces, empalagosos, y esta mujer que soy se estira y se ladea, juega a embestirte y se viene… entonces, sólo entonces se ha probado verdaderamente el tamarindo.