The Art of Self-Defense: poder y violencia
Hemos ido presenciando cómo Casey se relaciona con sus colegas en el trabajo, y con su jefe. Este último es detestado por casi todo el mundo, pero es paciente con Casey. Tanto así que lo invita a comer en su casa los fines de semana y, cuando tiene licencia por “enfermedad” (la paliza), lo ayuda a que prolongue su ausencia de la oficina. No solo le extiende su tiempo de recuperación sino que, en un momento, paga de su bolsillo el sueldo de Casey.
Luego de que regresa a su casa de haber hecho los trámites para comprar una pistola, pasa cerca de una escuela de karate y observa una clase. Se convence que es mejor aprender esa forma de defensa, que tener una arma de fuego. Según va avanzando en sus clases, se desarrolla una relación entre él y el maestro de karate el dojo, o Sensei (Alessandro Nivola), que a veces tiene una carga homoerótica que comienza a tensar la trama. Esa posibilidad se acentúa cuando Casey es invitado a las “clases nocturnas” donde solo los que tienen cinturones de colores avanzados (todos sabemos del “black belt”, pero hay otros) pueden ir; después de los ejercicios se dan masajes unos a otros.
Pronto, lo que se percibe como un deporte honorable, parte de la cultura oriental que fomenta el sosiego, el pensamiento, la tranquilidad, tiene una metamorfosis a la violencia y la crueldad. Lo que parece solo un instante aislado, nos acerca al comienzo del filme cuando se desató el asalto contra Casey. Esa violencia se agranda por las tensiones que existen entre los discípulos del Sensei por avanzar en sus posiciones en cuanto al color de su cinta (el “belt”). Es como en la política con los que buscan posiciones de poder e influencia. La jerarquía interna de la escuela de judo es comparable a las que rigen en las dictaduras: los que complacen al tirano reciben más.
Los paralelismos con el machismo que abiertamente propulsa Trump, y que, curiosamente, infecta a las mujeres que lo siguen, es grande. En el filme Anna, la única mujer en el grupo, es tan adepta a la violencia como cualquier hombre, algo que vemos en las mujeres que respaldan a Trump en sus visiones prejuiciadas contra los de color, la comunidad LGBT, los judíos y los emigrantes. El guion crea una paradoja estupenda en contra y a favor de las armas de fuego: aunque el vendedor le da una serie de estadísticas a Casey de los pro y contras de la posesión de armas, últimamente, no solo triunfa el poseerlas, sino el usarlas para conseguir ventaja.
Jesse Eisenberg es el actor perfecto para el papel de Casey. Físicamente exacto a los “flacos” de los antiguos anuncios de Charles Atlas, a quienes este prometía hacerlos fisiculturistas musculosos para impresionar a las muchachas, el actor tiene la fisionomía de alguien que requiere un guardaespaldas 24/7. Además, es capaz de convencernos que las palabras lo hieren tanto como los puños y las patadas. Casey es un compendio de debilidades que puede explotar el Sensei (Alessandro Nivola), a quien tal vez recuerden de A Most Violent Year (reseñada en estas páginas el 20 de marzo de 2015). Siniestro, frío, con una entonación al hablar que nos hace dudar de la sinceridad de sus acciones, es el perfecto líder misterioso para suministrarle al filme su borde afilado y siniestro.