The Beguiled: ¿quién engaña a quién?
Rehacer una película es un proyecto difícil y artísticamente arriesgado. Muchos de esos intentos se han dado contra la pared del desencanto de la crítica y/o del público. Por esos pasados productos fallidos hay que entender que es valerosa la temeraria decisión de Sofía Coppola de volver a filmar esta historia que tuvo éxito crítico cuando debutó en su forma anterior en 1971.
La versión inicial tuvo a Clint Eastwood en el papel del cabo John ‘McBee’ McBurney y fue dirigida por el gran Don Siegel (con la original “The Invasion of the Body Snatchers” de 1956 tiene suficiente para estar en el tope de la lista B+ de directores) y pertenece al “gótico sureño”, género que, además de su ubicación en el sur de los Estados Unidos, tiene la venganza, la violencia y lo grotesco como partes de sus características más notables. Hay también en esas historias un dedicado repudio a lo foráneo o extranjero que, en el caso del filme original y en su nueva versión, es uno de sus temas más importantes.
Un soldado de la fuerzas de la Unión es encontrado por Amy (Oona Laurence) quien es una de las cinco estudiantes que han quedado en la escuela para niñas y señoritas que lleva el nombre de la dueña y maestra principal, Miss Martha Farnworth (Nicole Kidman). El hombre tiene una pierna llena de metralla y la sangría amenaza con matarlo. Estamos en Virginia en 1864 y la guerra civil está en sus postrimerías, pero los rebeldes sureños batallan a brazo partido en un intento de mantener su forma de vida que depende de la esclavitud. Todos los esclavos se han ido y dejado las plantaciones que los explotaban y, en la escuela, Miss Farnworth y la maestra Edwina Morrow (Kirsten Dunst), velan sin sirvientes por las niñas que, por la guerra y otras razones no han podido regresar a sus hogares.
Rápidamente se establece un motivo de tensión: el extranjero es el enemigo, pues pertenece al ejército contrario, además, está fuera de “lugar”, es un hombre extranjero donde no debería estar. Peor aún, es un hombre joven que hace tiempo que no está cerca de una mujer y, ahora, está rodeado de muchas. Nos sospechamos que también han de florecer los celos entre mujeres que tampoco han visto un hombre de tan cerca ni tan guapo desde hace mucho. Incrementa la tentación que las mujeres son lindas y el herido cabo McBurney (Colin Farrell) además de apuesto, es encantador. ¿Es su encanto untado de “no maam..” y “yes maam…”, genuino? Poco a poco McBee va tocando una mano aquí, echando flores y piropos por allá, preparando el camino para salvar su pellejo (siempre se balancea sobre su cabeza la posibilidad de que lo entreguen a las autoridades militares) y satisfacer sus deseos.
Coppola establece desde el principio que ha de enfatizar en esta nueva versión la “virtud” de la época antebellum. Ante el uniforme azul (les llamaban “blue belly” a los del norte, a los yanquis, con el significado adicional de “gente baja”) las cejas y la barba negras y la guapura morena de McBee, las mujeres van vestidas de color rosa, blanco o de crema, de colores claros que contrastan con su “negrura”. El simbolismo es evidente (máxime cuando el tema de la esclavitud se ha eliminado de la cinta) cuando, por un momento, mientras recupera y se integra a la rutina de la casa donde es huésped, él también va de blanco o crema. Ha cambiado como un camaleón que quiere convertirse en el color del paisaje para atraer a un insecto que le sirva de alimento. A su vez, las tres mujeres que codician a McBee, Martha, Edwina, y la adolescente Alicia, van creando ilusiones sobre el objeto de su deseo y cada una va ideando su forma de poseerlo.
Para intensificar la tensión entre los personajes, Coppola conduce el drama a paso lento, enfatizando los detalles que indican las distinciones entre el hombre del norte y todas las mujeres del sur, que se han criado en una cultura muy distinta y con una moral que proviene directamente de las enseñanzas bíblicas. Esa táctica intensifica el asombro al que el guión nos conduce según descubrimos a los extremos que pueden conducir los celos. Los celos también figuraban de forma central en la versión de Siegel y Eastwood. Más, el hecho de que la gran actriz Geraldine Page era Martha, agudizaba la razón para la venganza. Page interpretó a Martha como una mujer frustrada en su vida amorosa y deseosa de ser la persona dominante en su entorno y sobre McBee. Añadía a lo que hervía en sus venas que Page no era una mujer tan agraciada como la bellísima Kidman. De hecho, el haberle dado el papel a la australiana debilita el porqué McBee persigue a cualquier otra de las mujeres que se le ofrecen. Claro, para el gusto se hicieron los colores…
Todas las actuaciones contribuyen de forma sólida a la ambientación que desea desarrollar Coppola de un mundo que agonizaba. Los que recuerdan el filme de 1971 sabrán que, al final, descubrimos que la muerte vive en todos los que habitan la mansión que una vez fue el epítome de la elegancia y la “moral”. La entrada del “blue belly” es como la de un parásito que va contaminándolo todo, como un “body snatcher” que se posesiona de los que lo rodean y les cambia su afecto. Colin Farell, quien siempre es excepcional, pero que nunca ha escogido un proyecto que lo catapulte a ser un nombre que todos conocen, es el perfecto engañador, y su acto de hombre de modales que es en realidad un engañador, es más aterrante que lo que fue Clint Eastwood en el original. Aunque Eastwood dejó ver que tenía y podía dar más desde el punto de vista actoral, no dejó (no deja, si lo ven ahora) de ser el Eastwood de los “spaghetti westerns” y el “Dirty Harry” de la serie de películas que también dirigió Siegel.
Aunque la película no tiene el paso rápido y alarmante que tuvo la primera, esta se acerca más a la propuesta de Coppola de “gótico sureño” y va develando que, cuando la maldad proviene de algo personal y muy profundo, es difícil descifrar cómo se ha de manifestar la violencia, y quién engaña a quién en el denso laberinto de las pasiones.