The Hateful Eight
Desde el principio nos percatamos de algo que ningún amante del cine podría ignorar: Se le advierte al espectador que este es el filme número ocho de Quentin Tarantino. Imposible olvidar que “8 ½” se llamaba así porque era el filme número ocho de Fellini; el “½” hacía referencia a una colaboración del maestro italiano con Alberto Lattuada. Aunque hay algunas tomas, particularmente los primeros planos, que podrían tener sus referencias en Fellini, son dos “espagueti westerns” de Sergio Corbucci: “Django” (1966) e “Il grande Silenzio” (1968) los que uno vislumbra en este filme extraordinario que es de una comicidad negra y de una tención que nos mantiene en vilo.
Tal y como es usual con este cineasta la mezcla de géneros cinemáticos resulta en un brebaje audaz que nos intoxica y al mismo tiempo va preparando el camino para el final insólito de la película. Esta película de vaqueros es también un misterio que parece estar basado principalmente en dos novelas de Agatha Christie: “Murder in the Orient Express” y “And Then There Were None”. A esas dos Tarantino el guionista le ha añadido ribetes de noir y “thriller” con tal eficacia que no parpadeamos según la trama y el tono de la cinta van moviéndose de uno al otro sin pestañar y con una fluidez que nos deja tiempo para apreciar las composiciones pictóricas. Vemos también algunas referencias a otras películas de Tarantino, incluyendo “Pulp Fiction” (1994) y los dos capítulos de “Kill Bill” (2003; 2004). Como en esa última, el filme está dividido en capítulos y, en algunos momentos tiene una voz en off (Tarantino).
A veces el filme adquiere la belleza de los paisajes que, a propósito, contradice lo que verán nuestros ojos entre los humanos. Un hermoso bosque de álamos que parecen centinelas de pureza sobre una tapete de nieve es preámbulo a la violencia que se desarrolla en una diligencia que va camino al pueblo de Red Rock. Una tormenta la desvía a una parada llena de peligro, la “Mercería de Minnie”. En el transporte va, como dueño y señor de la situación, John Ruth (Kurt Russell) un mercenario que lleva a Daisy Domergue (Jennifer Jason Leigh) a ser horcada en el pueblo. Los detiene (su caballo murió de peso y de frío) otro mercenario, el mayor Marquis Warren (Samuel L. Jackson) quien lleva tres criminales muertos cuyas recompensas quiere cobrar en el pueblo. Luego de mucha negociación y falta de confianza Ruth accede a que Warren los acompañe si le enseña una carta personal que le escribió al soldado retirado el presidente Abraham Lincoln. En un viraje Hitchcockniano la carta resulta ser el McGuffin (sugiero que busquen el término en la red) del filme. La primera vez que Warren la muestra, brilla como el oro tal y como brillaba lo que fuera que Jackson y Travolta en “Pulp Fiction” encontraron en el maletín que tanto deseaban.
Más tarde se les une Chris Mannix (Walton Goggins, en una genial actuación cómica que hace de contrapunto de la de Jackson) el futuro sheriff de Red Rock, quien tuvo que sacrificar su caballo porque se rompió una pata. Estos cuatro y O. B. Jackson (James Park) el chofer de la diligencia llegan a su destino. La tormenta se ha intensificado y, para su sorpresa, encuentran que antes de ellos ha llegado otra diligencia a la Mercería de Minnie. Ahora hay un grupo de nueve personas en el lugar; los dueños han desaparecido y todos sospechan de todos y las cosas se van poniendo mejor cada vez.
Tarantino y su cinematógrafo Robert Richardson han iluminado sus escenas de tal forma que muchas veces no distinguimos quién está dónde, ni quién está haciendo qué. Es parte de la sensación de novela de misterio que tiene el filme y que sustituye un gran salón por la casa grande de los misterios clásicos. A veces sentimos la claustrofobia que nos impartió el tren en “Orient Express…” y el sentido ominoso de la isla remota en “… There Were None”. La posición de los ocupantes del salón muchas veces nos hace sospechosos de quién es quién y qué se espera de los personajes.
Ese misterio que se va desmadejando ante nuestros ojos incluye el título de la película. No puedo decir mucho sobre eso, pero pregunto: ¿Es el título un engaño borgiano? Los detalles de la guerra civil norteamericana (la trama ocurre después que esta ha terminado) son fascinantes (como en “Django Unchained”) y, dentro de la ficción que genera el guión, hay planteamientos sobre la relación entre las razas, la justicia, el machismo, el abuso de la mujer, la pena capital y la frontera entre la realidad y la fantasía.
Las actuaciones de Jackson y Russell son magníficas. El primero pasa de ser mercenario a convertirse en el detective que explica el misterio con la facilidad que Bruce Wayne se convierte en Batman y con una elegancia salpicada de grosería que combina bien con la situación, la época y los que lo rodean. El segundo solo quiere coleccionar su recompensa por traer a la justicia a Daisy Domergue, pero hace de la tiranía, la avaricia y las tendencias sanguinarias características profunda del personaje: el tipo le encanta ver a alguien colgar de una soga y odia las mujeres.
Desde la primera vez que vemos la Daisy de Jennifer Jason Leigh con un ojo amoratado, el rostro parcialmente oculto detrás del marco de la ventana de la diligencia, sabemos que estamos ante una femme fatale. No pasa mucho tiempo antes de verla intercambiando miradas salaces con Warren (Jackson) y pasándose la lengua sugestivamente sobre los labios cubiertos de sangre como resultado de una trompada que le ha dado Ruth. (Le da muchas y se dicen barbaridades.) Por tiempos callada e imposibilitada de movimiento por estar esposada a Ruth el mercenario, ningún golpe la amedrenta ni la calla. La fogosidad de la actuación tiene el voltaje que podría generar una erupción volcánica. Mientras todos los hombres en la cinta está haciendo su cosa, Leigh les roba escena tras escena y es el centro de la película aún cuando está callada. En un momento canta una balada australiana que le da al filme su único momento tierno y con ello redondea su personalidad: es verdaderamente bruja mala y bruja buena; demonio y ángel: extraordinaria.
En “Inglourious Basterds” (2009; y es así como se llama) en la escena del bar francés donde se suscita una batalla campal entre los alemanes y los espías, Tarantino fue enrollando la goma hasta que la tensión era casi insoportable. Aquí lo vuelve hacer con un efecto cinemático que pocos pueden generar, sin simulacros electrónicos ni digitalización; sí con la ayuda de la música del gran Ennio Morricone. Al mismo tiempo nos hace reír con su violencia extrema e inesperada, como si hubiera inventado a Guiñol y en vez de un garrote como arma tuviera un serrucho de cadena.