Thomas Merton, monje trapense desde luego perturbable
En la recién concluida celebración del centenario del nacimiento de Thomas Merton las conferencias que se ofrecieron y los escritos que se publicaron no perdieron de vista las tensiones que marcaron la vida del monje trapense. Las críticas que se le hicieron mientras vivía, la mayoría sotto voce, han estado mayormente ausentes en las múltiples actividades que se organizaron a partir del 31 de enero del año pasado, día en que se conmemoró su natalicio, porque se reconocen las dinámicas complejas que le tocó vivir. Lo que entonces a algunos les parecía ser un comportamiento errático, hoy es descrito como reflejo de su valor para reconocer tanto las transformaciones de los tiempos como las que su propia dinámica personal le podían exigir.
Mientras se desempeñaba como monje trapense, Thomas Merton no abandonó su vocación de ensayista y poeta. Fue instructor religioso, entre otros del poeta nicaragüense y también sacerdote Ernesto Cardenal, pero no se desprendió del entusiasmo que sentía por publicar libros y artículos para revistas de diversa índole. Había perdido a su madre y a su padre, ambos artistas, bastante temprano en su vida, y pierde también a su hermano en la Segunda Guerra Mundial, un poco después de que él ingresara al monacato. Durante algún tiempo estudió literatura en la Universidad de Columbia, concluyendo allí su bachillerato, el cual había comenzado en Cambridge, Inglaterra. En aquella misma universidad nuyorkina continuaría estudios graduados, dedicándose a la investigación de los trabajos del poeta y visionario William Blake. De no haber entrado en la orden religiosa cisterciense “de la estricta observancia” muy probablemente Merton hubiera sido escritor independiente o profesor universitario, parecidamente a su amigo de aquellos años y gran poeta, Robert Lax. Pero distinto a este, quien vivirá aislado en Patmos y Kálimnos como eremita secular aunque creyente, Merton se sintió llamado a integrarse a una comunidad religiosa católica en el estado de Kentucky. En la abadía de Getsemaní, que hoy es sobre todo conocida por haberlo albergado a él, se ordenaría sacerdote y viviría casi tres décadas.
Durante algún tiempo se hablaba y escribía sobre Thomas Merton como si hubiera sido exclusivamente un teólogo. Sin embargo, a medida que ha ido pasando el tiempo tras su muerte en el 1968 y se han publicado póstumamente cartas, diarios y notas personales, se reconoce la amplitud de sus intereses. El escrito que hizo famoso a Merton fue su biografía, The Seven Storey Mountain, publicada en el 1948. Allí narra cómo fue dejando atrás la vida bohemia que le había caracterizado, herencia de sus progenitores, y se va insertando en el mundo del catolicismo estadounidense. Pero esta biografía fue una obra temprana y en ella no escribió sobre los asuntos que posteriormente serían objeto de la atención de quienes han escrito sobre él.
Observando desde lejos los perfiles de su vida, no cuesta trabajo concluir que su existencia estuvo repleta de contradicciones. Merton era un hombre apasionado que desde joven había contado con una libertad envidiable que le había permitido conocer Italia, Francia y Gran Bretaña casi de adolescente y por su cuenta. La estadía de par de años en Cambridge le había ofrecido un ambiente de estudios retador a la vez que repleto de entretenimientos de todas clases. Allí parece haber procreado un hijo, evento sobre el cual nunca se expresaría, aunque otros aseguran que el infante y la madre morirían en los primeros bombardeos alemanes a Inglaterra en la Segunda Guerra Mundial. ¿Pero sería esto por lo que mostró el interés en encerrarse en los estrictos recintos de una institución que como él mismo lo expresaría no era el lugar más adecuado para una persona de temperamento artístico? No parece que Merton haya entrado a Getsemaní a expiar alguna culpa. Ansiaba incorporarse a una comunidad religiosa convencido de que esta le ofrecería un modo de vida que le posibilitaba darle sentido a su existencia. Quería terminar naturalmente con el vacío que en ocasiones sentía, pero no porque sufriera de algún sentimiento de culpabilidad, sino porque en lo más íntimo de su ser y aunque no lo reconociera antes ni después, pues no lo hubieran admitido o no le hubieran permitido permanecer, allí podría dedicarse a la escritura.
La independencia que disfrutaba Merton como escritor habría de perderla pronto de una manera casi caricaturesca. No digamos nada sobre la posibilidad de desplazarse como ciudadano por donde hubiera querido. El voto de obediencia lo forzaría a permanecer en aquella ruralía fría en invierno y húmeda en verano como si se tratara de un párvulo. La Iglesia Católica de comienzos de los años cuarenta distaba mucho de la Iglesia postconciliar y sin duda alguna de la que hoy se intenta proyectar bajo el liderato del Papa Bergoglio. En aquella época el catolicismo se enorgullecía de su fidelidad a la época medieval en la que realmente había desarrollado su personalidad y Merton no tenía por qué esperar que a él lo trataran de una manera distinta.
Al ingresar al monacato cisterciense en 1941 perdía de vista que el entusiasmo que profesaba por la soledad y que le haría expresarse a finales de su obra más conocida, su biografía, muy parecidamente a como Tomás a Kempis lo hace en su Imitación, no siempre sería entendido como expresión de su religiosidad y sí como un interés poco monacal de contar con las condiciones personales óptimas para poder dedicarse a la escritura. La vida del monje aun en el siglo veinte, le darían a entender en más de una ocasión, tenía que responder enteramente al espíritu, aunque sobre todo a la letra, de la “regla” de la comunidad. Pero Merton se había entusiasmado con aquella vida de silencio y perdía de vista las evidentes limitaciones. El libro del erudito francés Etienne Gilson, El espíritu de la filosofía medieval, le había impresionado y sentía que solo podía superar el vacío, yo diría que relativo, que sentía con su existencia no solo convirtiéndose al catolicismo, sino dedicándose totalmente a este en la silenciosa contemplación que esperaba experimentar allí.
Las dificultades que Merton tendría no les sorprendían a los amigos de sus años de estudiante y no le debían de haber sorprendido a él, si hubiera reparado un poco más en aquella escritura que le movía más que nada. Con verla como un instrumento que pondría al servicio de la fe no era suficiente. Hubiera tenido que evaluar la autonomía que ella le reclamaría. Debía haber tomado conciencia de que por su propia naturaleza ella no se sometería a los dictados de algún superior más interesado en el desenvolvimiento de una comunidad que en la inspiración poética o literaria de uno de sus miembros a quien se le había hecho muy claro cuál era el orden que allí, obligatoriamente, se tenía que seguir.
Aquel necesario ajuste inicial que vivió Merton al ir de la bohemia a la Trapa, según se le conoce también a la orden religiosa en la cual ingresó, no fue lo difícil que muchos se habían imaginado. El joven que regresaba anualmente al Nueva York bohemio de los burlescos a finales del año académico de la Universidad de Cambridge se había transformado. Había terminado su maestría en literatura inglesa y hacía año y medio que se había incorporado como profesor al colegio universitario San Buenaventura, hoy Universidad de San Buenaventura, sita en el norte del estado de Nueva York. Allí eran legendarias sus caminatas en busca de silencio en una época en la que había aspirado, sin éxito, a ingresar a la orden de los franciscanos, organización religiosa que corría la institución.
Cuando Merton comience a sentirse seriamente incómodo con la vida que vivía en el monasterio de Getsemaní habrá transcurrido ya algún tiempo desde su ingreso. Para la época de la publicación de su biografía (1948), al igual que a comienzos de los cincuenta debió haberse cuestionado intensamente si había tomado la decisión correcta. Esto naturalmente se reflejaría en algunos de sus poemas, los cuales serían interpretados como expresiones de su insatisfacción y hasta de sus estados depresivos. A mediados de los años cincuenta, probablemente también frustrado por la carencia de tiempo para la escritura, quiere abandonar el monasterio e irse a otra comunidad religiosa. Eventualmente, aunque quizás muy tarde, logra la soledad que ansiaba, más orientada a satisfacer su vocación de escritor que otra cosa, cuando se le permite pasar primero horas, luego días, más tarde semanas y eventualmente mudarse a una eremita en medio de los bosques del monasterio. Aunque continuaría reiterando que el modo de vida de la orden no le proveía la soledad que necesitaba para escribir y meditar, logró convencer a las autoridades que le era imprescindible aislarse. Irónicamente, el distanciamiento que logró le sirvió para entrar cada vez más en contacto con el mundo exterior. En la eremita podía escuchar la música, sobre todo jazz, que siempre había disfrutado, y recibir visitas de amigos de extramuros. Ciertamente, a medida que pasaban las décadas el hermano Luis, según se le conocía en el monasterio, lograba construirse un mundo muy suyo que no distaba extraordinariamente del ambiente libresco que había dejado atrás. Además, los tiempos que se avecinaban habrían de impactarle.
Merton reconocía que había algo distinto en la década de los sesenta. El monje solitario comenzó a interesarse por la música de Joan Báez, a quien en su día conocería. Su entusiasmo por melodías contestatarias y especialmente por las de Bob Dylan, es muy revelador pues mostraba conciencia del modo en que los Estados Unidos estaba siendo retado en las calles por un movimiento pacifista que reclamaba derechos iguales para los afroamericanos y por jóvenes que enarbolaban la bandera de una nueva ética y, no menos importante, una nueva estética. La Guerra de Viet Nam, además, era motivo de indignación creciente. Con la sensibilidad que le caracterizaba, Merton pronto se sintió obligado a ser parte del coro que denunciaba la intervención bélica estadounidense en el sudeste asiático. La visión política que comenzó a desplegar al insistir en la retirada de los Estados Unidos de aquella guerra no era nueva pues en sus años de estudiante ya Merton había considerado integrarse a una organización comunista y siempre se había identificado con movimientos de izquierda, pero le ganó muchos críticos, sobre todo de aquel mundo católico donde algunos lo acogían como uno de los pensadores religiosos más innovadores del siglo, pero donde otros resentirían su apertura a los llamados nuevos tiempos.
Otra dimensión que contribuía a que el monje trapense se hubiera replanteado, sin abandonarla, su vida espiritual, era su progresivo interés en las tradiciones religiosas orientales. Paradójicamente, el alejamiento del mundo que había buscado con tanta insistencia se le fue haciendo cada vez más difícil por los esfuerzos que entonces le caracterizarían por tirar puentes entre la espiritualidad occidental y la oriental. Mantendría una correspondencia activa con estudiosos de aquel mundo que colaborarían con él bajo el proyecto más amplio del diálogo ecuménico que la Iglesia Católica abrazaría tras el Segundo Concilio Vaticano. De este modo Merton validaba sus inquietudes ante superiores que, por otro lado, todavía insistían en que ellos solo aspiraban a protegerlo cuando le denegaban autorización para su asistencia a congresos y conferencias a las que era insistentemente invitado.
En el 1966 Merton sufría de dolores en su espalda que eventualmente requirieron intervención quirúrgica. Mientras convalecía en un hospital de Louisville, Kentucky, la ciudad más cercana al monasterio, conoció una enfermera joven de la que pronto se enamoró. Merton ya era un hombre de cincuenta y un años y ella rondaba los veinticinco. Durante algunos meses el monje trapense, genio y figura hasta el final, se escapaba del monasterio para compartir con ella, al igual que en sus citas médicas postoperatorias. Ella había leído uno de sus libros y estaba impresionada por él.
Habían transcurrido treinta años desde que Merton había sostenido relaciones similares y su comportamiento claramente entusiasta reflejaba un reencuentro con una parte de sí mismo nada trivial. Su diario y cartas dan fe de la pasión que sentía por aquella mujer. Como cabe esperar, se ha especulado mucho sobre el grado de intimidad que compartieron y se han publicado libros dirigidos a evidenciar que fueron amantes. La antigua enfermera todavía vive, casada con un médico, y nunca ha hecho expresiones sobre el tema. Al abad de turno se le informaría sobre el asunto y Merton lo tuvo que confesar. Pasados algunos meses aparentemente todo llegó a su fin y el monje continuó con aquel cambio de ritmo de vida que venía experimentando en los últimos años. Sin abandonar la contemplación, a excepción de un viaje que se le permitió a California y Alaska, y las horas que le dedicaba a la escritura, estaba cada vez más conectado con activistas opositores a la Guerra de Viet Nam y defensores de los derechos civiles de los afroamericanos. Igualmente compartía con otros su creciente interés en la religiosidad oriental y los modos en que esta se podía reconciliar con el cristianismo occidental.
Todo sin embargo llegaría a un triste final demasiado pronto, apenas iniciándose en los viajes que no había podido realizar durante largos años. Según adelanté, se le permitiría visitar California y también a Alaska en el 1968 y en el otoño del mismo año pudo por fin hacer un viaje al lejano oriente, donde ofrecería algunas charlas y escucharía otras en una conferencia sobre renovación monástica. Allí se habrían de considerar, entre otros asuntos, el encuentro de las tradiciones religiosas occidentales y orientales que él venía cultivando. El viaje habría de permitirle conocer personas como el joven Dalai Lama, y visitar ciertos parajes en la India y otros países del área. Pero tras recorrer algunos de estos y después de ofrecer en Bangkok, Tailandia, su charla sobre “marxismo y perspectivas monásticas”, parece haberse electrocutado con un abanico en el baño de la habitación que ocupaba en el lugar de la actividad, un centro de la Cruz Roja.
La noticia del fallecimiento generó mucha lástima pues Merton apenas comenzaba a desarrollarse como pensador y apologeta importante de causas como el pacifismo, los derechos civiles y el ecumenismo. Por lo que venía escribiendo, y un tanto por el estilo de vida que había asumido como monje, Merton estaba en proceso de situarse en una posición que le hubiera permitido atender lo religioso con cierta frescura. El momento histórico, además, necesitaba de personas como él, que desde un silencio muy expresivo, o desde el activismo, pudieran interceder en las confrontaciones que se intensificaban en los Estados Unidos en aquel fatídico 1968 en que morían asesinados Martin Luther King y Robert Kennedy.
Si Merton se mostraba cada vez más liberal en su vida personal y más receptivo a otras tradiciones religiosas, no se debe perder de vista que se consideraba católico todavía y por lo tanto continuaba siendo miembro de una organización que, según su parecer y el de tantos, necesitaba expresarse más decididamente en contra de los abusos de la época. Él hubiera podido apelar a ella con éxito quién sabe si abreviando el calvario de una guerra que todavía duraría siete años más y venciendo una resistencia a reconocerle a los afroamericanos sus derechos. Pero no habría de ser así.
Merton desaparecía y solo quedaban sus escritos como recurso del que se valdrían defensores y detractores para reivindicarle o para condenarle, respectivamente. La muerte no tiene reparos en despedirnos de la existencia de modo banal. El monje a quien no se le permitía viajar muere electrocutado por un abanico en un viaje que había deseado realizar desde hacía mucho tiempo.