Todos somos hijos de Fernanda Fuertes Hernández de Ríos
En su Nueva visita al cuarto piso, escrita en el año 1985, José Luis González critica lo que llama el “educacionismo” de los puertorriqueños, el cual define allí mismo como “el error de atribuirle a la educación escolar un invencible poder de formación y transformación social” que, según él mismo, “no tiene ni ha tenido nunca”. Insiste en que lo que la escuela no puede hacer es “determinar por encima, o en contra de otros factores mucho más poderosos, la naturaleza y el rumbo de los procesos sociales objetivos” y admite que él había incurrido en tal error. “Veinte años de docencia universitaria”, continúa, lo llevaron “a sobrestimar la influencia de las aulas sobre la vida social en su conjunto”.1
Dieciséis años antes, en el 1969, el sacerdote austriaco que fuera también vicepresidente de la Pontificia Universidad Católica de Puerto Rico y quien desempeñara entre nosotros un rol importante en las discusiones que tuviéramos sobre reforma universitaria de los años sesenta del siglo pasado, Iván Illich, nos decía en un discurso que ofreció en los actos de graduación de este mismo recinto, que en Puerto Rico se confundía la escuela con la educación, que la escolarización había radicalizado la polarización social, que entre nosotros la escuela era una vaca sagrada, y que discutíamos de más la educación. Quien posteriormente escribiría el importantísimo libro Deschooling Society, publicado en el 1971, sostenía que la escuela tiene un efecto anti educacional en la sociedad, que se aprende mayormente fuera de la escuela y que mucho aprendizaje se da casualmente. Illich fue de los primeros que reconoció el valor de las concepciones de Paulo Freire. De él escribiría en el mismo libro que podía enseñar a leer en cuarenta horas si las primeras palabras que identificaba el incipiente lector estaban cargadas de significado político.2
Pero los puertorriqueños no vivimos precisamente obsesionados con la educación, según nos dan a entender los anteriores. Los engañamos a ambos. Más propio es decir que en nuestro país le damos “lip service” a los estudios, escolares o universitarios. Más justo es afirmar que nos gusta expresar que la educación nos lo va a arreglar todo. Más preciso es señalar que nos sentimos que estamos comprometiéndonos con los valores más altos a los que se pueda aspirar cuando reiteramos que la educación, otra vez escolar o universitaria, es la mejor inversión que podemos hacer como sociedad o como seres humanos.
Nada de esto nos debe asombrar pues participamos en una experiencia histórica en la que la escuela pública puertorriqueña y la universidad, pública y privada, parecieron abrirle las puertas a los puertorriqueños más desventajados, económicamente hablando, para que estos se hicieran de carreras profesionales que les permitirían contribuir y disfrutar del progreso que supuestamente compartimos a partir de 1941.
Sin embargo, habría que estudiar con mayor precisión el rol que desempeñaron las escuelas y las universidades entre aquel 1941 y el 1969, que es cuando se inaugura el bipartidismo que hemos vivido desde entonces y que ha sido responsable de que en estos cuarenta y seis años hayan dirigido la agencia que tiene a cargo la instrucción pública veinte secretarios y secretarias, incluyendo algunos que no llegaron a ser confirmados, aproximadamente uno cada dos años y medio, y que la Universidad de Puerto Rico haya tenido once presidentes, aproximadamente uno cada cuatro años. No traigo a colación las unidades del sistema de la UPR, donde los cambios han sido más abundantes. No deja de sorprenderme cómo continuamos conversando sobre la educación sin que nos expresemos escandalizados ante tanta inestabilidad, ante tanto esfuerzo vano, ante tanto desperdicio de recursos. Por cierto, entre el cuarenta y uno y el sesenta y ocho el entonces llamado Departamento de Instrucción tuvo solo cinco secretarios, para un promedio de más de cinco años por secretario, aunque hay que aclarar que esto se debe a que uno de ellos lo dirigió alrededor de diez años. Pero de todos modos no fueron tantos como posteriormente. Por su parte, la UPR, para bien o para mal, solo tuvo un presidente, o rector, según se conocía la persona que la dirigía.
¡Cuánta diferencia entre esas expresiones en las que nos escuchamos rendirle sendos tributos a la educación, mientras parpadeamos como los últimos hombres de Nietzsche, y el modo en que hemos atendido las dos instituciones que estaban y continúan llamadas a hacerla realidad! A la luz de esto, nuestras aseveraciones en torno a la educación no pueden ser descritas de otra forma que como pura retórica. Nos interesa más el control que pueda tener la tribu partidista a la que pertenecemos, que la llamada educación.
Se podría decir algo muy distinto si tuviéramos ante nosotros por lo menos dos visiones de la realidad con fundamentos conceptuales y referencias históricas. Si discutiéramos rabiosamente en torno a las diferencias que cabe tener sobre la enseñanza en sus distintos niveles, estaríamos entonces contribuyendo a la “educación” del país. Deliberaríamos culta o por lo menos informadamente sobre tantos asuntos que merecerían nuestra atención antes de que nos decidiéramos por tal o cual concepción pedagógica. Y hubiéramos discutido con apertura y sin engaños, no valiéndonos de libros inventados para desprestigiar a los que defienden la apertura, las visiones sociales y políticas que separan a los que favorecen de los que se oponen a la Carta Circular en torno al tema del género. Pero asuntos de gran envergadura como este no logran las reflexiones críticas que se merecen antes de que se tomen las decisiones pertinentes. Lo que lo mueve todo, en la mayoría de los casos, pues podría haber excepciones, es el interés por apoderarse y controlar una agencia en la que se podrá entonces emplear a los de uno, porque solo estos poseen la orientación adecuada, pero sobre todo porque solo estos recaudarán fondos sin indignarse para las cada vez más caras campañas partidistas.
Sin embargo, esta incapacidad para desarrollar un proyecto educativo articulado, que disimulamos con una surrealista expresión unánime sobre la no existencia de nada más importante que la educación, se mezcla con una gran ingenuidad. Somos ingenuos por múltiples razones, no solo porque nos creemos que la educación es algo que se da cuando nos graduamos de cuarto año de escuela o de bachillerato universitario, pero también porque perdemos de vista que los medios de comunicación, el modo en que se administra una institución educativa, los vecinos, el político, los paisajes urbanos, entre tantos otros, educan y, más importante, cuando están reñidos con la generosidad tienen unos poderes extraordinarios que les permiten detener los esfuerzos más inspirados de llevar a cabo aquella final y extraordinaria reforma educativa con la que se sueña y que, desde luego, nunca se va a dar. Cito lo que señalaba don Ángel Quintero Alfaro hace casi medio siglo en el mejor libro sobre la educación que se ha escrito en nuestro país. “La relación en la familia, en la comunidad, en el gobierno, en las organizaciones económicas, en los partidos políticos y otras entidades cívicas son tan determinantes, quizás más influyentes, que la escuela”.3
La educación entre nosotros los puertorriqueños es tan solo una palabra bonita, un cliché de fácil utilización contra el cual no puede expresarse nadie. No porque se lo prohíban, sino porque no lo entenderían.
¿Pero continuaríamos privilegiando la retórica en torno a la educación, según lo hacemos, si fuéramos capaces de entender críticamente las dinámicas económico-sociales que se han estado dando en las últimas décadas en nuestro país? ¿La continuaríamos privilegiando si tomáramos conciencia de que el tipo de instrucción que produjimos entre el 41 y el 68 no fue capaz de contribuir a convencer a una mayoría de la ciudadanía de que aquel bienestar que supuestamente se había alcanzado no podía excluir a nadie? Las desventajadas clases sociales que hoy residen en sectores precisos del país no surgieron de la nada. Estaban presentes cuando aquella instrucción que llegaba a todas las esquinas del país se mostraba incapaz de sacar a todos de la pobreza.
No me parece inadecuado sugerir que los hijos de aquellos que entonces no se pudieron incluir en el progreso que se vivía – era una frase del populismo de la época – tampoco pueden integrarse hoy porque hablan el lenguaje ajeno de una carencia que no se remedia en la mayoría de los casos, pues siempre hay excepciones, con el cliché de que la educación nos conduce al paraíso. ¿Cómo se podía educar a los hijos e hijas de Fernanda Fuertes Hernández de Ríos, según nos los presentó Oscar Lewis en su olvidada y abultada obra La vida, cuando estos estaban marcados por la miseria que había llevado a su madre, la misma Fernanda, a la prostitución? En el mismo libro que antes cité, Quintero Alfaro reconocía que no todas las gestiones de aquel Departamento de Instrucción que había tenido a su cargo durante cuatro años, eran merecedoras de elogio. “La escuela está dirigida y operada por personas que pertenecen a un grupo social definido, el grupo social medio. Las expectativas, los prejuicios, los valores de la escuela corresponden a los de este grupo”. Don Ángel cita un sociólogo, supongo que estadounidense, que había encontrado que, “desde el principio los maestros empiezan a diferenciar los niños, en formas sutiles …”. “La escuela”, añade don Ángel, “por la forma que impone un patrón cultural, enajena a un grupo. Agrava y ahonda la desigualdad…”.4
¿Pero por qué la instrucción que sí sacó a otros de la pobreza no se transformó en una solidaridad que hubiera permitido remediar las evidentes injusticias que se quedaban sin atender, principalmente la inequitativa distribución de la riqueza que todavía nos afecta, con todas sus secuelas? No nos engañemos. Todos somos hijos de Fernanda Fuertes Hernández de Ríos, unos porque se quedaron sin nada, otros porque no tomaron conciencia de que se estaban dejando atrás a los primeros. Si la instrucción realmente hubiera penetrado nuestros huesos, formando una ciudadanía solidaria y por lo tanto educada, otra sería la historia de nuestro sistema escolar.
Propongamos no engañarnos y no nos valgamos de frases fáciles y cómodas. El país está dividido entre un sector que no ha podido insertarse en el sistema de instrucción y otro que no ha podido transformar nuestra instrucción en educación, la cual tiene mucho más que ver con la sensibilidad que podemos desarrollar para entender dinámicas históricas y hacer algo al respecto, que con la puntuación que se saca en un examen.5
La escuela puertorriqueña llegó a todos los campos de la Isla y esto se le tiene que agradecer a quienes hicieron tales esfuerzos, pero en el proceso no nos percatamos de su incapacidad para reconocer que privilegiaba a algunos – los que atendía con facilidad – y rechazaba a otros – que eran realmente los que tenía que haber atendido. La actual encrucijada educativa del país tiene mucho que ver con esto y amerita ser explorada.
- González, José Luis, Nueva visita al cuarto piso, 2da. edición, Madrid: Libros del Flamboyán, 1987, p. 115. [↩]
- Illich, Ivan, Deschooling Society, London: Marion Boyars Publishers, 2002 (original de 1971), p. 18. [↩]
- Quintero Alfaro, Ángel, Educación y cambio social en Puerto Rico, Barcelona: Editorial UPR, 1974 (original 1972), p. 184. [↩]
- Ibid., p. 188. [↩]
- En lo que se describe como educación el desarrollo de las capacidades estéticas y morales de los seres humanos es tan importantes como el de las intelectuales. [↩]