Trazos por la memoria de Walter Torres
Walter fue uno de los 30 ilustradores seleccionados para el Catálogo Iberoamericano de Ilustración (2da. Ed.), que reúne más de 100 piezas originales de ilustradores de nueve países. Además, fue nominado al Premio Astrid Lindgren, considerado el Nobel de la literatura infantil, y ganó el Premio Gourmand Internacional de Malasia en 2006.
Un grupo de amigos decidió honrar la vida y trayectoria de Walter con un acto de recordación y homenaje: Trazos por la memoria de Walter Torres, que se realizó el sábado, 8 de junio a las 2:00pm, en el Museo de las Américas en el Viejo San Juan ante cerca de sesenta amigos, colegas y familiares.
Durante la actividad, representantes de editoriales con las cuales Walter mantuvo vínculos de colaboración profesional —Rosa Vanessa Otero por la Editorial de la Universidad de Puerto Rico y Talía Lierca Rivera por Ediciones SM— dieron testimonio de sus credenciales, su dinámica de trabajo con él y la singularidad de las ilustraciones que creó para sus libros. En esa misma dirección y en otras —más personales, más literarias— tuvieron intervenciones también los escritores Nelson Rivera, Marta Aponte, Marisol Villamil y Vanessa Droz. Desde Nueva York, el escritor Ángel Antonio Ruiz Laboy, quien fuera director (2013-2017) de la Editorial del Instituto de Cultura Puertorriqueña, colaboró y produjo la hermosa promoción.
La actividad terminó con un brindis por Walter.
Para seguir recordando a Walter, compartimos aquí, en el siempre generoso espacio de 80grados, los textos leídos durante la actividad y en el mismo orden en que fueron compartidos.
V.D.
UN PREÁMBULO NECESARIO
por VANESSA DROZ
Ilustrar ha sido mirado tradicionalmente como si fuera un arte menor, como aquello a lo que se dedica quien no alcanza maestría en las pasiones o recursos de las artes plásticas, mucho menos en gran formato; como aquello que necesita el referente inicial, creado por otro, generalmente un texto, para poder SER… La ilustración y el ilustrador han sido vistos como apéndices súbditos, como siervos sujetos a la valía de un original…
No obstante, lo que fuera ilustración hace cien años hoy se cotiza como arte y cada vez más se aprecian las destrezas de ilustradores que se sirven de diferentes medios gráficos para ilustrar. Los carteles, por ejemplo, de Aristide Bruant realizados por Toulouse Lautrec han perdido desde hace mucho su estigma publicitario del mismo modo que los carteles de la DIVEDCO son ahora buscados como joyas de nuestra historia plástica y, de ser meras “ilustraciones” para promover filmes u otras actividades, son ubicados en nuestro imaginario como parte del “main stream” de la producción plástica de los años cincuenta en nuestro país. Claro está, había excelencia en la concepción y realización de ambos ejemplos.
Más atrás en el tiempo, recordemos los libros iluminados, después los libros de cordel o los periódicos que tenían que esperar por el trabajo del grabador para acompañar la noticia del momento, uno de cuyos casos más ejemplares es las ilustraciones del mexicano Posada. Tantos ejemplos…
¿Acaso no habrá casos en que el trabajo de ese ilustrador supuestamente súbdito supere al original que le da pie? Y ya que hablamos de extremidades, ¿acaso no podría darle mano y muñeca el trabajo de un ilustrador al texto que se supone que reine? ¿Qué sucede cuando el ilustrador elegido es, como innumerables casos hay en la historia del arte, un Maestro en su disciplina, como es el caso de Walter Torres?
Lo ideal es que —como en las relaciones amorosas a las que debemos aspirar— texto e ilustración no se vulneren, que funcionen como colaboradores, que se desempeñen como un equipo… De ese juego sin par —en realidad debería decir con par— depende el éxito del libro que albergue los dos géneros en su conjunto. Y Walter tenía la mitad del camino ganado porque también era escritor (cuando comenzábamos a publicar fue que nos conocimos), por lo que sabía cómo compenetrarse con la imagen literaria para estructurar la imagen visual.
No hay nada como el origen de las palabras para, literalmente en este caso, iluminarnos. Ilustrar viene del latín illustrare, palabra formada por el prefijo in (que se usa para intensificar) y lustrare, que significaba, precisamente, iluminar y purificar.
Más atrás: estos vocablos vienen, a su vez, de la raíz indoeuropea leuk, que quería decir luz, brillo, esplendor, lo que dio origen a muchas otras palabras: luz, lucir, lumbre, luminoso, alumbrar, luna, lunación, lunes, elucubrar…
¿Debemos elucubrar cómo hubieran sido la vida y los proyectos de Walter si siguiera entre nosotros? No lo creo necesario. Nos dejó evidencia de una vida plena en tantos sentidos.
Un proverbio recordado por uno de esos sabios de la Antigüedad dice que “el ser humano muere tantas veces cuantas pierde a alguno de los suyos” y García Márquez (pa’ ponernos un poco más del lado de acá) dijo que “yo me entierro con mis amigos”. Hoy estamos haciendo “trazos por la memoria de Walter Torres” y, en medio de la pena que sentimos, estamos de celebración pues su poderoso trabajo, en medio de tantos atropellos a nuestro país y cultura, perdurará ya que él, junto con otros y otras, ha contribuido extraordinariamente a darnos formas, colores, invenciones, energía, textos, imágenes, relaciones visuales inéditas y afectos duraderos, mucho de ello en esa forma también iluminadora que llamamos libro.
WALTER TORRES
por NELSON RIVERA
Conocí a Walter Torres en el taller de grabado de Susana Herrero en la UPR, cuando estudiábamos en Bellas Artes al comienzo de los años 70. Ambos teníamos alrededor de 18 o 19 años. En aquel taller Walter no era considerado como un estudiante, pues su excepcional trabajo gráfico brillaba de tal forma, que Susana, la profesora, lo trataba como su igual. Por si fuera poco, en esos días Walter se distinguía igualmente por su incipiente trabajo literario y sus colaboraciones con los jóvenes escritores que entonces iniciaban sus labores. La admiración y el respeto por su imaginación, inteligencia y generosidad de espíritu era un sentimiento compartido por todos los que nos relacionamos con él. Tanto entonces como ahora.
Ciertamente puedo contar muchas cosas sobre Walter, pero prefiero cederle a él la palabra. Conservo una docena de cartas y postales que Walter me envió entre los años 1974-76, tras graduarnos de la universidad. En sus cartas, tan hermosamente caligrafiadas, Walter combinaba noticias cotidianas con dibujos, collages y, sobre todo, narraciones originales, posiblemente fragmentos de cuentos que ignoro si alguna vez terminó. En esos años, Walter vivía en Sabana Grande, antes de su mudanza a Nueva York, y yo estaba en Los Ángeles, California. Aquí transcribo el fragmento inicial de una carta de diciembre de 1974. En la misma, da cuenta de su relación con el mundo literario y artístico de ese momento tan significativo de nuestras luchas culturales y del cual, no hay que olvidarlo, Walter fue un importante protagonista. Como esperaríamos de un brillante artista veinteañero, su escritura está llena de humor y de gran irreverencia. (Advertidos quedan.) Aclaro que en sus cartas Walter salta de un tema a otro sin transición y en ocasiones incoherentemente; y que cuando se refiere a la ciudad de Los Ángeles, la llama “California Dreaming”. Y dice:
“En algún lugar de Puerto Rico: aquí escuchando el concierto para violín de Beethoven que no es el mismo que escuché la última vez, sobre la última tontería de Joan Manuel Serrat y recordando a Vivaldi (además de teniendo mucho cuidado con que la letra salga bien y la carta se vea bonita). Allá en California Dreaming las cosas de lo más bien (esto es ahorrándote lo que me tienes que decir). Bueno, partiendo de esa premisa, ¡ese concierto!, ah, Olga Nolla, con set azul cielo con bordados en hilo, falda de paño bajo la rodilla, bulto en cuero de la India, para ir al supermercado, ¡Jesús!, y Rosario me compró un dibujo que luego devolvió, pero le compró uno a Carlos y para empatar la pelea me publicará algo en el próximo Zona (#8 ya) y que fue la única en poder darse el lujo de rechazar el premio del Ateneo de este año, oh, perdona, sé que no estás enterado: Bueno, que en el Xmas Contest para este año in the Puertorrican Atheneus —Noemí Ruiz–premio pintura, Joaquín Reyes–grabado, Susana Herrero–mención honorífica, Juan Ramón Velázquez–premio dibujo, Carlos Maldonado y yo–menciones honoríficas en dibujo, Migdalia e Ivonne Ochart–premio poesía, Tomás López Ramírez–mención en novela y Rosario Ferré–premio cuento, Ana Lydia–mención cuento, Dhara–premio cerámica, Eduardo–mención cerámica—. Como habrás apreciado, todo quedó como en familia. Bueno, entre los miembros del jurado de poesía estaba Carmen Vázquez Arce quien fue una entre otras de las solicitudes rechazadas como nuevos miembros del Ateneo al mismo tiempo. Bueno, pues esa noche hubo piquete y se firmó una carta de protesta a la vez que rechazamos subir a coger los premios. Nilita se levantó (y entiéndelo: se levantó, se alzó completita) y dijo que no todo el mundo votó en contra. Hubo 11 votos en contra y 9 a favor que eran los 9 miembros que estaban presentes esa noche. (Entre ellos José Emilio González y Myrna Báez.) El presidente (Eladio Rodríguez Otero) y su comitiva de fascistas no estaban allí. ¿Fue en vano la protesta? Luego, en el cocktail a las 11 y pico de la noche, la Nila me dijo que esa tarde la Margot Arce de Vázquez había traído su renuncia y entregado su medalla (o algo así). Yo miraba (a la Nila) hacia abajo para verla y dije, Ay qué chévere qué chévere, y Dalia arregló y dijo, Bueno, chévere por un lao, pero qué sé yo, y la Nila se angustiaba y cocoreaba algunas sílabas emperifollada en cuentas y tules. El collar de camándulas es el nombre del cuento de Rosario quien llevaba un traje de mangas aladas, ajustadas al traje, y se veía tan estoica, leyendo aquel papel que yo dije: te perdono, te perdono; al final crucé algunas palabras, porque la muy cabrona siempre tiene su séquito de aquí y allá y bajé. Al otro día la Báez apareció en la Galería Santiago donde está trabajando Dhara para entregarnos los diplomas porque el Eladio hijo de culo había llamado para decir que no le entregaran premios a nadie que los habían rechazado y ahora tengo el revolú que tienen la radio puesta con algo que está (un show) en el caserío. Se oye la música en la radio y 5 o 6 segundos más tarde el eco. Estoy escribiendo un cuento que se llama “Blanca Nieves y los siete enanitos” y trata de la chica Blanca María Nieves que tiene problemas con su madrastra y se va de la casa.”
Y la carta sigue…
Concluyo con un fragmento proveniente de una carta de abril de 1976, compuesta por varias narraciones muy breves, de las cuales esta es la última. Y lee:
“¿dónde estás presencia? ¿por qué te ocultas lejos? la noche oculta el culto de algún viejo navegante, pirata de la muerte, cuyo tesoro recóndito sólo conocen las ondinas. la piedra de este río muere todas las tardes y tesoro secreto nace, éste nace secreto, el tesoro se oculta. en el fondo de los lagos me veré reflejado como muerte, como un silencio que se cuela ¿en cuántas partes?: en la boca del león, en lo profundo de un volcán que calló su fuego atómico, en el zumbido agobiante de los protones, en los astros estelares; pero búscame en los bosques… que ya no tengo más cuerpo que estas manos atadas y un ahogo de bióxido de carbono se empozó en mi sangre ¡tal cual no quise! pero el fuego purificador me negó su limpieza, la tierra me negó reposo, el agua me dijo: yo te llevo, el aire me hizo caminos y me dejé vagar amaterialmente sin conciencia individual ni escombros pasados y penas y ¡quedé! aquí en estas venas de esta hoja que se hizo piedra que reposa y muere en algún río distante.”
El aplauso es para Walter.
INSTRUCCIONES PARA DIBUJAR UN CABALLO
por ROSA VANESSA OTERO
En uno de mis paseos estudiantiles por la librería La Tertulia cuando esta ubicaba frente a los cuarteles generales del poeta José “Che” Meléndez en el Burger King de Río Piedras, Walter Torres y yo nos conocimos sin que ninguno de los dos se diera cuenta. Dicho encuentro ocurrió cuando me detuve frente a una portada insólita. Insólita, no tanto porque el diseño fuera exuberante, que sí lo era, sino, y sobre todo, porque el libro era una publicación de la Editorial de la Universidad de Puerto Rico y, tamaña sorpresa, sus autores estaban vivos.
En mi mente de aspirante a periodista, este hubiera sido el titular: “La editorial con las portadas más viejas del mundo por fin se arregló la cara”. Entonces, mi contacto con esta casa se limitaba a mi traumático manejo de los cuadernos de Ciencias Biológicas y Matemáticas, por dar un ejemplo, o ladrillos como la Ilíada, en los que no se notaba esfuerzo alguno por halagar el ojo de quien llegaba a aquellos textos obligada por el requisito curricular.
Pero ahora estaba frente a aquella portada que no sabía si me gustaba o no, pero definitivamente, llamaba mi atención desde un anaquel lleno de libros. Hoy sé que su ilustrador fue Walter, y era la obra El tramo Ancla, editada por Ana Lydia Vega y publicada en 1988. De modo que, cuando llegué a trabajar en la Editorial de la UPR en el 1993, ya Walter era mucho Walter, y yo una aprendiz de editora. Formaba parte él de un grupo de ilustradores y artistas gráficos que, bajo la dirección de doña Marta Aponte Alsina y el cuidado editorial de Gloria Madrazo y otros colegas, renovaron la identidad visual de los libros de la editorial a partir de la década de los ochenta. Nívea Ortiz, Wanda Torres, José Peláez, son algunos de esos artistas que junto con Walter, devolvieron al catálogo de la Editorial la noble tradición del arte de portada. Digo devolvieron, porque sería injusto no reconocer que en momentos anteriores, la Editorial también contó con firmas de artistas como Rafael Rivera Rosa o Irene Delano, por mencionar algunos; que yo no lo supiera a mis dieciocho años no era culpa de la Editorial. Cabe recordar, igualmente, la comisión del diseño de la identidad gráfica de las Obras Completas de Eugenio María de Hostos a Antonio Martorell.
El primer trabajo en el que coincidimos fue En el Bosque seco de Guánica, un cuento infantil escrito por el poeta Ángel Luis Torres para la Colección San Pedrito. Y luego fueron tantas las colaboraciones que pasó tiempo suficiente entre ellas para que: se sucedieran seis directores, la Editorial cambiara de edificio, los métodos de diagramado y corrección manual se digitalizaran, y asomara su nariz el libro electrónico. Le recuerdo meticuloso como artista, muy apasionado del dibujo y del detalle, y como colega, respetuoso, conversador y generalmente amable.
En el punto de inflexión tecnológica que fue para todos el período entre el año 2000 al 2005, pero en particular para la Editorial debido a un cambio gerencial enorme, tuvimos una crisis que sospecho fue una de las causas por las que sus trabajos independientes para la casa comenzaron a espaciarse. Digamos que Walter y la editora a cargo de cierto libro tenían que dibujar un caballo. Y, hasta aquel momento, tanto Walter como la editora estaban acostumbrados a una relación de trabajo en la que a nuestros artistas gráficos se les reconocía una total libertad, aun cuando legalmente sus oficios fueran considerados “trabajos por encargo”. Pero nos había pillado una nueva época casi por sorpresa.
Andábamos desconcertados con los nuevos métodos, en aquellos tiempos salvajes cuando las imprentas dejaron de aceptar nuestros maravillosos artes originales y comenzaron a exigir archivos digitales en un programa muy costoso en el momento, y que a nosotros nos sonaba como la entrada al infierno: el PDF. Pero a este sufrimiento se le sumó otro: el caballo. No por el caballo en sí, sino por las condiciones de su nacimiento. Por primera vez, nos vimos, él y yo, presentando tres prospectos frente a un grupo gerencial; y no era aquel cualquier grupo, sino un conglomerado donde no todas las personas habían montado caballos, ni los respetaban, ni sabían diferenciar un alazán de un rucio. Y, horror, el color del primero debía pertenecer al segundo, y las patas del tercero debían colocarse sobre la cabeza del primero, y los ojos de los tres debían lucir felices. Claro que exagero, y sustituyan en su mente las partes del animal por los elementos tipográficos y cromáticos en la portada de cierto libro.
Aquel incidente concluyó en una defensa férrea de su creatividad y de su voluntad. Voluntad muy pertinaz que el grupo desigual no conocía, y gracias a la cual esta editora ya había tenido que aceptar, en cierta página del libro de la discordia, que Walter introdujera una interpretación suya, y a lo caribeño, de la escena del banquete del sombrerero loco de Alicia en el país de las maravillas, con todo y conejo. No hubo manera de disuadirlo; el artista quería hacer un guiño autorreferencial, dentro del libro de cocina, a la revista-cartel Alicia la Roja, que fundaron Iván Silén, Esteban Valdés, Néstor Barreto, y otros artistas y escritores a principios de la década de los años setenta. Tampoco sabía nada, el grupo desigual, acerca de la importancia de las estrellas; porque ellas, las estrellas, me permitieron descubrir que mi ilustrador creía en algo (no una divinidad, pero sí cierto tipo de mística numerológica, ¿cabalística?, que intervenía en sus diseños y de la que preferí no pedir más información). Por aquellos mismos tiempos, cuando estábamos a punto de aprobar para impresión cierto libro cuya portada Walter había tachonado de luminarias, un silencio pesado se posó entre nosotros. “¿Qué haces?”. “Las cuento. Si no hay exactamente 19, no la apruebo”. (“Sobre mi cadáver”, pensé pero no le dije, mientras imaginaba estrangulados en el otro libro al sombrerero, a Alicia y al conejo.) Pero… frente al conglomerado gerencial, en el año del caballo, éramos dos, editora y artista, un entry aparejado en la desgracia. Para mí, el diseño no era perfecto conceptualmente pero no lo diría; de todos modos, el grupo desigual no se detuvo ante el concepto, sino que se abalanzó directo sobre la cosa en sí: se había proclamado artista. Sobrevivimos como pudimos, y salimos heridos y derrotados del salón de juntas. Entonces, Walter me siguió hasta mi oficina. …Y cuando ya nadie nos oía ni veía me obsequió, en tono desesperado, con un refrán que me repito cada vez que la libertad de creación de un artista, o mi propia libertad como escritora, puede estar innecesariamente comprometida: “Rosa Vanessa, un camello es un caballo diseñado por un comité”.
Aun cuando esta anécdota —otras que no puedo contar— lo distanciaron, no afectivamente de quienes fuimos sus colegas y amigos, pero sí profesionalmente del sello, pienso que a partir de ese quiebre Walter Torres creció como artista del libro. No tanto por la defensa que hizo de su trabajo, que era algo natural en él, sino porque comenzó a explorar técnicas que hasta aquel momento no había considerado. Solamente ver las últimas portadas que hizo, en especial la de Imali, Dada y la calabaza, de Rafael Acevedo, para la Editorial del Instituto de Cultura Puertorriqueña, me confirma que logró evolucionar estupendamente y actualizarse sin que su identidad se diluyera. Ver esa portada, apenas unos meses antes de su partida, me alegró el espíritu, y me hizo extrañar aquellas colaboraciones y aquel día que terminó tan mal para los dos, pero condujo a la feliz impresión de Cocina artesanal puertorriqueña de Emma Duprey de Sterling (2004), nuestro último trabajo en equipo.
CINCO MINUTOS POR WALTER
por TALÍA LIERCA RIVERA
Con el tiempo, supe que lo primero que Walter dijo de mí cuando me encomendaron asignarle el trabajo principal de ilustración de un libro escolar de Estudios Sociales fue algo así como: «¿Y a esta…, de dónde la sacaste?». Así fue como arrancamos con buen pie. Yo era una veinteañera especialmente novata y temblorosa —eso no se me quita; lo de veinteañera sí, pero no lo otro—, y ya él era un artista luminoso en un medio complicado: el taller de ilustración en cualquier sitio, pero, sobre todo, en el circuito editorial del país. Complicado más que nada por escaso, aunque la dificultad ahí no se agote.
Definitivamente, la brega con Walter no era ningún mamey. Detestaba el paño tibio; era más que su oficio —atravesaba los textos porque era un formidable lector: si no eran buenos, los desdeñaba sin tapujos o, en última instancia, los acataba bajo protesta—; y te lo dejaba claro: no ibas a ganártelo con ñeñeñés. O ibas donde él curtido o te harían curtir. Te disparaba esa respuesta del fight or flight. Ahí nos toreamos. Por entonces, yo no tenía constancia de su trayectoria, pero no era tan imbécil yo de no intuirla en su trabajo. O en su impaciencia.
Las suyas eran obras de arte que se resistían a someterse al encargo. Entendía muy bien los límites en que se movía: los plazos, las prisas, el marco dispuesto en una página ya con elementos gráficos, el elemento gráfico que constituía en sí mismo el texto, y luego, para más, los contenidos (que son otras formas). ¡Y cuidadito con pedirle redundancias sobre el texto!, porque te arriesgabas a sus ojos virados y al reclamo de «…pero, mija, si eso ya está dicho».
Ante todo, tenía un sentido muy propio de lo razonable. No se le escapaban las restricciones de la encomienda; te cumplía, trascendiéndola… o despachándola, si no le daba para más lo que le pedías, y aun así, con genio.
Últimamente —y martilla—, se me quedan cosas en el tintero muy a menudo; cosas que me tocaba hacer con gente que ya no puede: les da por morirse. Pequeñas enormes cosas, como esa vez que me dijo que fuéramos a un ciclo de cine extraño que pasaban en el Ateneo, que él me buscaba. ¡Y yo, en los agobios y sin saber lo que hacía, decliné! O que quedara inédito el sublime manuscrito de una Blanca Nieves dark que concibió en imagen y texto; lo mismo que ese manual bestial suyo de dibujo. Ingrato medio, el nuestro.
Comoquiera, conseguimos hacer cosas juntos. O cuando menos, estando yo en las inmediaciones. Como la de amigarnos trabajando. Al grado de que, cuando el zarpazo de iniciación le tocó a otro, solo podía reír para mis adentros: «Mira, brega, que te toca».
A Walter lo incluyeron en la segunda edición del Catálogo Iberoamérica Ilustra (2011), cuando presentarse ahí todavía costaba a los que no radicaran en México, Argentina, Colombia o España. (Todavía cuesta). Figuró en el Diccionario de ilustradores iberiamericanos presentado en Bogotá en el Segundo Congreso Iberoamericano de Lengua y Literatura Infantil y Juvenil (CILELIJ, 2013), de la Fundación SM.
Con SM, fungió de ponente; tallerista de chicos y de grandes; jurado del Premio El Barco de Vapor (2017-2018); y lúcido comentador de las novelas que ilustró: las obras juveniles Viaje a Isla de Mona, de Mayra Montero (II Premio El Barco de Vapor de Puerto Rico, en alianza con el Instituto de Cultura Puertorriqueña, 2008), e Indóciles, de Arlene Carballo (2018). Asimismo, animó el personaje de Gabriel Comelibros (2008), una idea de Hilda Quintana y Maty García Arroyo para, desde temprano, quitarles estigma a los lectores empedernidos. Y muy recientemente, trabajó una crónica de Tere Marichal sobre la brava comunidad Las Mareas para la antología literaria conmemorativa del huracán María, Cápsulas del tiempo (2018).
Iluminó, además, incontables textos literarios en libros escolares.
Menester es reconocerle y agradecerle que fuera un ferviente y combativo opositor de las changuerías, los adoctrinamientos y el «todo se vale» en la literatura; en especial, la que prefigura a un lector chico o joven. Y este que hago, lo aclaro, no es un inventario exhaustivo.
Antes de terminar, comparto el mensaje que le destina mi colega María Mercedes Grau, más veterana que yo en los tratos con Walter, solo por precoz:
¿Alguna vez te conté que cuando pienso una ilustración lo hago inspirada en tus trazos? ¿Te acepté alguna vez que me ganaste la batalla sobre los taínos? Es que tú sí que eres —me resisto al «eras»—… culto, buen investigador y, además, editor paralelo. Te preparas intensamente con referencias históricas, sociales y ambientales, so lector empedernido, y luego interpretas. Tu mundo de imágenes viene acompañado de esa sólida búsqueda intelectual. Me mandaste al Museo de Antropología de la UPR para darme por la cabeza. Nuestros antepasados se adornaban mucho, hacían lindos collares, narigueras y otras preciosidades. No solo el cacique llevaba símbolos como el guanín. Ellos eran mucho más, y los libros de texto no debían reproducir esa visión simplista de nuestra cultura. Creo que nunca te recordé otra cosa. Una vez, hace muchos añitos…, me dijiste: «Me gusta ese texto que escribiste porque no ningunea a los niños». Durante mis años de editora, esa frase me inspiró. A la gente hay que darle su lugar y su respeto. ¿Alguna vez te dije que te quiero mucho? Sí. Hoy te lo digo otra vez. Te quiero, amigo.
Esto me mandó decirle Marimer.
Y ahora sí, acabo citando un correo electrónico del Walter nuestro. Decía el asunto: Esto no es un tributo póstumo, nada parecido… Y adentro, un lúcido comentario elegíaco por Michael Jackson, lo que llaman «un estudio cultural», titulado como el documental: This is it!
Pero seguimos.
UN ARTE DE LA FELICIDAD
por MARTA APONTE ALSINA
Es difícil hablar sobre el artista a tan poco tiempo de su partida. No recuerdo la última vez que vi a Walter, pero seguramente fue hace más de diez años. La imagen suya que mi memoria prefiere es anterior a esa última vez que lo vi, y se relaciona con un libro: En el Bosque seco de Guánica. El libro forma parte de la colección San Pedrito de relatos ecológicos publicados por la Editorial de la Universidad de Puerto Rico al inicio de los años noventa. El método de la serie, que estuvo al cuidado de la editora Gloria Madrazo, consistía en la colaboración entre autores, artistas y ambientalistas. Fue uno de los primeros libros para niños y niñas que Walter ilustró, a partir de un cuento del poeta Ángel Luis Torres.
Hay mucha vida en ese libro sobre el bosque seco. Recuerdo las tensiones entre la riqueza de palabras del poeta y la no menos desbordante manifestación de la imagen en el cuerpo del ilustrador, porque la palabra es más rica y abundante de lo que recomiendan los criterios pedagógicos de lectura, pero la imagen tampoco se está quieta, no se limita a reflejar lugares precisos del texto, si recuerdo bien, pues no tengo a mano un ejemplar del libro.
Walter nació y se crió en el suroeste. Fue muchachito de una cierta luz, de una cierta topografía, de una inclinación estética. Walter en la Sabana Grande de los años cincuenta. ¿Cómo serían los sonidos, los silencios, los días y las noches de aquel pueblo? Los movimientos de las cosas se inscribían en un ambiente de medios artificiales como las historietas y caricaturas de los periódicos y los cómics disponibles en las farmacias, otros estímulos para la fantasía.
Cuando el lector de cómics despertaba de sus aventuras mentales el paisaje del suroeste seguía allí. Recuerdo que Walter me expresó la alegría de ilustrar un ambiente como el del bosque seco, porque era el paisaje familiar de su región natal. Allí se formó la mirada del ilustrador, allí se formó el deseo de capturar vivencias y organizarlas en una plantilla que Walter llamaba el “grid” o “arquitectura” del libro como recipiente de un mundo que se reduce a las dimensiones del papel. Entre esos límites y el tenso duelo entre palabra e imagen, el arte de la ilustración deja a veces imágenes icónicas que se sostienen por sí solas; provoca emociones, evoca una atmósfera. En el bosque seco de Guánica trata de una zona calladamente sagrada, uno de los espacios que fueron comunes cuando la isla era libre, y que se intenta recrear y proteger.
Las imágenes insinúan una continuidad de las formas, la apertura entre los cuerpos de tinta y papel, entre el cuerpo inclinado de un pescador y el carapacho de una tortuga como diseño ordenador. Ver los objetos del bosque, detallarlos como en un inventario de pequeñas formas ásperas, espinosas; captar la luz blanca en los cuerpos minerales: en ese libro particular el inventario del artista equivale a un saber de la patria, en el sentido del poema de Corretjer: “Patria es saber los ríos, los valles, las montañas, los pájaros, las plantas, las flores… las aguas, las sombras, los colores”. De pronto un hombre y una tortuga concuerdan, insinuando la perfección de la vida como fábrica de formas que se repiten en todas las especies; y esa intuición se reitera cuando en un libro de recetas de cocina que Walter ilustraba cuando nos vimos por última vez, se funden en una especie de tromba marina, o de nota sostenida en el aire, una casa, unas ostras, una flor de jengibre, una gaviota. La opulencia de la imagen levanta vuelo delirante, en un orden de elegancia.
Walter conocía bien la tradición del arte de la ilustración de libros y revistas, incluso la escuela de los ilustradores e ilustradoras de series como los Libros del Pueblo y los cuadernos de poesía del Instituto de Cultura Puertorriqueña. Basta entrar en su canal en YouTube para ver cómo asimilaba y reorganizaba estilos e imágenes de tradiciones dispares, desde el arte de las pirámides egipcias y aztecas hasta la estridencia del grafiti en las paredes urbanas.
Con la dedicación incansable de su breve tiempo y el don asombroso de transformar la miseria humana en vitalidad impenitente, Walter hizo un arte de las imágenes comunes transformadas en revelaciones que no pueden ignorarse. Un arte con sentido del humor, agudeza y travesura. Un arte como el suyo tiene nombre. El maestro Nelson Sambolín habla de un “arte de la felicidad… tanto más necesario cuanto más pobre es una comunidad”.
Quizás las imágenes del ilustrador ya forman parte de la memoria de toda una generación que manejó los libros escolares ilustrados por él. Ahora, en medio del desastre, cuando amarramos la casa a la tierra para que no se la lleve el viento y empacamos los objetos de la cultura (nuestros saberes y lugares de la memoria) no dejemos que se pierda su legado.
SOLO LA PAZ
por MARISOL VILLAMIL
Mucha gente conoció a Walter como ilustrador, calígrafo, dibujante, no mucha como el gran escritor que era. Tampoco sabía de su supremo humor analítico y dulcemente mordaz. Es por ello que decidí presentar un poquito de su prosa y poesía.
Del performance Y estaba la rana cantando debajo del agua, 1981
- “Las campanas de la Iglesia San José del Convento de los Dominicos una grabación en video cassette o el libro de Mary Cassatt que compró María Antonia Ordoñez, son en sus máximas reflejos. ¿Cómo lo pudo entender el Pueblo de Puerto Rico, o qué fue lo que sucedió en el Museo de la UPR? ¿Qué tiene que ver Paco Bascocheo o algún pintor famoso o algún escritor novel de paso por San Juan? ¿Cuánto se conoce la isleta de San Juan o si es más reconocible el decir simplemente Porto Rico? Ya tenemos la tarde ensangrentada con nubes de lluvia o tormenta en Puerto Rico, los empleados del gobierno no saben a qué atenerse… la colonia no ofrece alternativas, se vive sabiéndose existencialmente atrapados donde la literatura es un esparadrapo de muñecos sucios, la palabra es nula.”
- “Soy comunista. Soy columnista. Soy colmunista. Soy cacifista. Ya la guerra se acabó se acabó se acabó ya la guerra se acabó y ahora el ppd. (y ahora el pnp) (y ahora el psp)
No soy terrorista, No soy papista, no soy panzista ni estadista como muchos pnps, No soy puertorriqueño, soy ccuubbaannoo. soy cubano, por si no lo sabían, Walter Torres es cubano, lo que pasa es que mi familia adinerada se estableció en Sabana Grande hace mucho tiempo.”
“De tanto quererte tanto, de tanto esperarte tanto, me están creciendo en el alma espinas que me hacen daño y que me roban la calma, no sé qué hacer, daría el mundo entero por tenerte y adorarte locamente, no sé qué hacer que haría el mundo entero por amarte y no dejar jamás de verte, de tanto quererte tanto, de tanto quererte tanto, me estoy muriendo de amor, me estoy muriendo de amor. Estoy perdiendo el sentido, de tanto esperarte tanto, el corazón se me ha ido.”
Tenemos las maletas- 2002
Tenemos las maletas llenas de compromisos y de dados cargados de puertas que son los sueños. Las dejamos en las esquinas para que acumulen tiempos que se rompen si se oxidan. Cargamos la palabra y sus trapos: hamacas y turbantes que por ilusión serán las sogas de las barcas en el puerto. Llevamos la mirada y la conciencia atada como un ramo de laurel. Llevamos el lirio y el viento en nuestra cara, un gato y un silencio tibio y lento.
A Walter y para Walter
Han contado conmigo para un brindis y ni he sabido cómo hacerlo, ni desde qué voz, mas aquí voy para Walter y con ustedes.
Todo comenzó con la tinta, pero no piensen que estoy recurriendo a metáforas o imágenes; digo literalmente “con la tinta”. Pues resulta que cogíamos una clase juntos con Merce López Baralt. Y aún en aquel entonces, yo tomaba notas con una pluma —sí, una pluma, de las que se llenaban manual y delicadamente desde un tintero—. Bueno, imagínense a esta joven estudiante cargando con un tintero. Así que en medio de la clase, de la disertación de Merce, se cae el tintero (de vidrio, por supuesto) y hubo tinta por todos lados: piso, libretas, bolsos, ropa, pies, butacas…
Y así, inmediatamente, Walter —quien estaba al lado mío— comienza a ayudar de lo más eficiente y caballerosamente posible a recoger todo aquello a la vez que, con exactamente dos miradas entre Merce y nosotros dos, para no interrumpir la clase, ni crear más alborozo del que ya conllevaba un tintero roto en medio de una clase de literatura llevada por la Profesora López Baralt. Al otro día Walter me regaló un tintero y del color azul que yo prefería: turquesa.
Así que todo comenzó con y a través de la tinta.
Y esa tinta, la de la caligrafía, la de la escritura, la del dibujo, la del vino y la de la devoción nos acompañó siempre.
Toda la vida fungió de protector y grande amor. A mis hijos los consideraba sobrinos y mis hijos le llaman tío —Tío Walter—. María, ese evento tan terrorífico, lo pasamos juntos.
Colaboramos mucho pública y secretamente también.
Todos podemos tener (o haber tenido) mamá, papá, hermanos, hijos, familiares, amigas, amigos, colegas, vecinos, compañeros y a algún ángel guardián. Yo he tenido la dicha y la bendición de haberlos tenido a todos y además en una persona: Walter. Siempre estuvo, desde ese tintero roto a este corazón roto.
Fue desde la tinta mi ángel guardián.
Me han pedido un brindis, ni sabía cómo hacerlo. Que haya más seres como Walter.
¡Qué viva!
¡Que no lo olvidemos!
NOTA: Estos textos (sin la nota introductoria) fueron publicados originalmente en el semanario Claridad.