Trompas y trompetas: dos obras teatrales en Abracadabra
Además de su maravilloso jugo de jengibre y los riquísimos desayunos con que debe servir a sus comensales (que hacen fila bajo el sol para comerlos), Abracadabra Counter Café presenta obras de teatro y shows musicales. Tuve la oportunidad de ir a ver dos de las obras más recientes: ¿Cortadito o capuccino? y La memoria de los elefantes, que se exhiben miércoles y jueves, respectivamente.
La primera cuenta la historia de amor entre María (Marisé Álvarez) y José (Yan Collazo). Antes de empezar, ha habido una ambientación muy simpática en la que los actores interactúan con el público: Jessica Rodríguez cobra la taquilla e Israel Lugo lleva bebidas a las mesas. Rodríguez y Lugo juegan un papel muy importante en la obra, ya una vez comienza: ambientan y “pintan” la historia interpretando muchos personajes, como los padres de María, los de José, vagabundos, pillos, amigos, etc. María es rica y José es pobre; la trama es sencilla y la puesta en escena, festiva.
Los actores situaron su escenario en varios puntos del restaurante, lo cual obliga a los espectadores a moverse constantemente. En más de una ocasión, interactuaron con el público directamente (un mínimo elemento de improvisación resultó insoslayable); en otros, fue el público el que interactuó con los actores, al unírseles en las muchas canciones (del ayer y modernas) con que también contaban su historia. El intermedio musical divierte tanto como la obra principal.
En parte por una inteligente decisión de la directora, pero en parte también por su experiencia en las tablas, Israel Lugo descuella por encima de los demás actores. En ningún momento su aventajamiento escénico interrumpe la obra, pero ciertamente el barco se desnivela un tanto. De más está decir que sus compañeros ofrecieron un trabajo de mucha calidad, pero (y habrá algo intencional, de seguro) Lugo pesa más que el resto. Los actores, de otra parte, a veces cambian de registro, siempre (o casi) con intenciones humorísticas, como el acento particular que utilizan cuando hablan dentro del espacio doméstico de María, que contrasta con el hermoso acento puertorriqueño sano y saludable con el que dicen el grueso de sus líneas.
¿Cortadito o capuccino? es una versión boricua (y abracadabresca) de la obra Los de la mesa 10, del argentino Osvaldo Dragún. Su directora, la profesora Rosa Luisa Márquez, lleva años trabajando con las obras de este dramaturgo y tuve la dicha de ver, años ha, su versión de Historias para ser contadas en un espacio abierto frente al teatro de la Universidad de Puerto Rico. Las obras de Dragún jamás podrán describirse como creaciones lingüísticas sofisticadas, pero son lo suficientemente abiertas (en eso, en parte, se basa la sabiduría teatral del argentino) como para rellenar con el frosting juguetón y divertidísimo con que la profesora Márquez embelesa a su público (incluido este servidor). La nostálgica narración de los personajes (que “cuentan” su historia a la vez que la viven), en un invariable pretérito perfecto salpicado de menudas poesías de lo cotidiano, vienen acompañadas de un humor suave. Cuando se les suma el gadgetry de la directora, el público logra experimentar chispitas de luz y una electricidad cosquillosa que se trepa por espalda y brazos. El variado público (niños de aproximadamente 5 años, ancianos, estudiantes universitarios y madres solteras) mantuvo una sonrisa boquiabierta a lo largo de la función (incluido este servidor).
El goce de esta experiencia teatral depende de la utilería, el juego con el público y la integración de canciones populares en la obra. Esta pintura lúdica casi siempre vale más que la historia principal, invariablemente simplona. Algunos de los elementos juguetones pertenecen al espacio de Abracadabra: lámparas colgantes, mesas, sillas, counters. Otros elementos invaden el café: burbujas, lámparas portátiles, marcos de cuadros, aviones de papel, máscaras y flores, trompetas, trompetitas, trompetillas. Al final de la obra, María y José comparten un mismo taburete (stool) y hasta eso, de repente, se trueca en una metáfora que resume cierta postura de vida y apunta, quizás, a las expectativas que nos hacemos del amor. No es falso que la payasería de la trompetilla aquí esconde las notas de un instrumento alegre y diestro.
La memoria de los elefantes, en cambio, se presenta como una obra densa, de temática filosófica. No divierte menos, pero exige más. Los elementos teatrales de los que se sirve Cortadito escasean aquí y en su lugar se nos suministra un diálogo tupido, cuatro personajes elaborados y una buena dosis de poesía y “food for thought”.
Escrita por Kisha Tikina y dirigida por Ari Maniel Cruz, cuenta la historia de Olivia (Tikina) y Salomón (Carlos Miranda), una pareja que reina sobre una tierra fantasiosa amenazada por un ataque de elefantes. Aquí también el director determinó propicio esparcir a los actores por el espacio. La acción se desarrolla principalmente en dos puntos: el escenario (donde viven los “reyes”) y la mitad del salón (en donde se mueven los personajes de Hinoa y Millán). Los cambios de escena van indicados por las luces, que le comunican al espectador hacia dónde debe dirigir la mirada. Los efectos de sonido se limitan a los quejidos misteriosos de unos elefantes; el vestuario sí presenta cierta elaboración: sortijas, guantes, sombrillas, paños, báculo, etc.
El envejecido Salomón y su esposa aguda mantienen una primera discusión sobre el uso de las palabras y sobre a quién le pertenecen estas. En otro momento, el rey ensaya frente a su esposa un discurso que debe dar. Se queja de que no le gusta su tono de voz. Por momentos, la impostura vocal de Miranda provoca que sus parlamentos no se entiendan a la perfección, pero como el resto de su construcción de personaje es tan rico uno se pregunta si la falla en la articulación no habrá sido adrede. En más de una ocasión la obra sugiere que el lenguaje de los elefantes, sus gruñidos (“barrito” parece ser el nombre técnico) se opone en principio al lenguaje humano: signos sin significado alguno.
¿Y qué de la memoria elefantina y la memoria humana? ¿Olvidan los elefantes? La memoria de Salomón falla con creces: en un momento se le olvida que recién acaba de hacerle el amor a su esposa. ¿De recordar este tipo de cosas trata la memoria de los elefantes? ¿Olvidamos los humanos cuando expresamos amor o es que olvidamos cuando movemos el cuerpo? El personaje de Millán ha establecido que no hay manera de mentir en el lenguaje de los elefantes, pero el olvido puede entenderse como las mentiritas de la memoria.
Quien parece haber encontrado un nicho de seguridad, por encima de las palabras y los gruñidos, es el personaje del sepulturero (que interpreta Ricardo Hinoa). Mientras Salomón busca su palabra y Olivia acepta que no posee ninguna, el sepulturero ha encontrado en el movimiento y el cuerpo un sentido integral. Hinoa abre la obra bailando merengue y baila hasta el final. Intenta hablar con el cuerpo: ensaya, al igual que Salomón, y no cree en el ataque elefantino, o no le preocupa demasiado. Sus predecesores, padre y abuelo, tuvieron que dedicarse a la profesión de enterrar muertos, a pesar de que tenían avisadas voces de cantantes. Y vive feliz, parece. La envidia lingüística de Salomón (quien ha expresado irónicamente que “la memoria corporal es nuestro más preciado tesoro”) llegará a su extremo cuando se cruce con los celos amorosos. En este punto, el innombrado país de Salomón habrá caído ante la amenaza paquidérmica.
En el enfrentamiento entre expresión lingüística y expresión corporal se ha ignorado una posibilidad. El personaje que interpreta Millán comenta al final, con un posible eco lorquiano: “Silencio, ninguna palabra y todas a la vez. Ese es el lenguaje de los elefantes: silencio”. El silencio implica tanto lo que las palabras no pueden decir como el punto inasible en el que ya se han dicho todas.
¿Cortadito o capuccino? representa la obra de un dramaturgo latinoamericano clásico y La memoria de los elefantes, el trabajo arduo de una inteligente dramaturga novel. Ambas se han querido dar cita en el mismo espacio.
Así, ya sea para reírse inofensivamente con las magias de Márquez o para desenmarañar concienzudamente las imágenes e ideas de Tikina, el local santurcino se presta para invitar y se niega a desilusionar. No es la primera vez que Abracadabra saca este conejo de su sombrero: un trabajo teatral hermoso junto con comida riquísima. Si hubiese más sitios como Abracadabra por ahí, esta islita sería un mejor lugar.