Trópico frígido
The West Indian is not exactly hostile to change, but he is not much inclined to believe in it. This comes from a piece of wisdom that his climate of eternal summer teaches him. It is that, under all the parade of human effort and noise, today is like yesterday, and tomorrow will be like today; that existence is a wheel of recurring patterns from which no one escapes; that all anybody does in this life is live for a while and then die for good, without finding out much; and that therefore the idea is to take things easy and enjoy the passing time under the sun. The white people charging hopefully around the islands these days in the noon glare, making deals, bulldozing airstrips, hammering up hotels, laying out marinas, opening new banks, night clubs, and gift shops, are to him merely a passing plague. They have come before and gone before.
(Herman Wouk, Don’t Stop the Carnival 4)1
As your plane descends to land, you might say, What a beautiful island Antigua is –more beautiful than any of the other islands you have seen, and they were very beautiful, in their way, but they were much too green, much too lush with vegetation, which indicated to you, the tourist, that they got quite a bit of rainfall, and rain is the very thing that you, just now, do not want, for you are thinking of the hard and cold and dark and long days you spent working in North America (or, worse, Europe), earning some money so that you could stay in this place (Antigua) where the sun always shines and where the climate is deliciously hot and dry for the four to ten days you are going to be staying there […] (Jamaica Kincaid, A Small Place 3-4)2
Resumido con exactitud en los epígrafes que abren esta reflexión, lo que nos ocupa a continuación es otro caso de colonia mimética al estilo de VS Naipaul. Su historia se remonta más allá que el siglo XX y sigue vigente hoy. Encontramos el fenómeno por doquier si miramos las historias de colonización multieuropea y de neocolonización turística, así como los textos primarios de sus abominables legados, en los archipiélagos de los que Puerto Rico forma parte. Entre la luz cegadora, el calor insoportable y la humedad paralizante, entre la playa prístina, la hamaca en bikini, y la empalagosa piña colada, el trópico caribeño se ha narrativizado a partir de las impresiones de quienes se allegan buscando mucho más que guayabas. La “zona tropical,” pensada, narrada, usada y explotada desde fuera, se refiere a una estación-clima-ambiente supuestamente eterno e inmutable que lo vuelve, a un tiempo, insoportablemente infernal e irresistiblemente paradisíaco.¿Y qué hemos hecho en Puerto Rico para responder a ello desde dentro, desde quien vive la cotidianidad de nuestra luz, de nuestra humedad y de nuestro calor? ¡Creernos, otra vez, el cuento! ¡Vivir en el trópico frígido!
Veamos algunos ejemplos.
- Considere por un momento su rutina corriente: su casa, su lugar de trabajo, alguna gestión en una oficina, el carro, las tiendas… Si no tiene el aire acondicionado a tó fuete en cada uno de esos espacios, lo quiere, lo exige, parte de la premisa que se cae de la mata porque quién puede vivir en este país si no es así. Cualquier púlpito envidiaría las lamentaciones y letanías que he escuchado porque “aquí no hay aire”. Esa frase, ojo, depende de una típica ecuación de transubstanciación capitalista: aire = aire artificial = recurso natural convertido en mercancía.
- Considere por un momento el panorama residencial en Puerto Rico antes o a partir de fines de noviembre: acosan sus sentidos los banderines de let it snow y los inflables de muñecos de nieve, trineos y santaclóses, envueltos como pastel en indumentaria polar y subiendo por alguna pared ¡a la chimenea!
- Considere por un momento su estancia en algún establecimiento público o privado (piense en oficinas médicas) con aire central: luego de algunos minutos, comienzan los vellos de todo su cuerpo a erguirse, las puntas de los dedos y de la nariz a adormecerse, los dientes a rechinar, las uñas a adquirir un cariz púrpura propio de los cadáveres, las vísceras a temblar al interior de su cuerpo como hojas al viento. (Supongo que ello es lo único que justifica la bonanza de burlington –o cualquier otra cadena de las muchas a las que le regalamos la economía local– con vitrinas repletas de bufandas y sombreros y guantes y medias y abrigos con varias capas de tela, todas compras que hacemos para poder vivir ¡en Puerto Rico! O ¿quizá así es que estamos resolviendo el problema de hacinamiento en nuestras instituciones hospitalarias y yo, simplemente, estoy atrás en las noticias? Porque, mi pana, ¡en esos fríos tropipolares no hay bacteria que resista!) ¡Qué frío pelú!, exclamamos entonces. Estas nuevas lamentaciones reciben respuestas al estilo de, no, lo siento, no se puede cambiar la temperatura del aire central. Se complejiza la ecuación: aire = aire artificial = recurso natural convertido en mercancía = cosa que no cambia. Lo que no cambia, pues, ¿es nuestro trópico o el espurio embuste colosal que le hemos instalado en medio?
Detestamos nuestro trópico; lo rechazamos violentamente; nos arremolinamos en más y más cajitas dentro de cajitas climatizadas artificialmente. Es más, si tenemos la suerte infinita de encontrarnos en algún edificio construido no solo con algún sentido estético, sino también pragmático, pensado para el clima y las brisas del trópico (sí, aunque no lo parezca, existe uno que otro en Puerto Rico), es muy probable que ya se hayan claveteado escrines plásticos por doquier, puesto tablones para tapar los huecos arquitectónicos, clausurado ventanas, e instalado, idea genial si alguna vez hubo alguna, una pelota de aire acondicionado. Este, además de embellecer indiscutiblemente la arquitectura local, de paso contribuye al apocalipsis ecológico producido por la humanidad y nos supone costos de electricidad por las nubes.
Para entender el panorama desquiciante recién descrito –otro de esos disparates nacionales de proporciones coloniales– es preciso comprender nuestra larga historia de explotación, no solo material (aquí es que el marxismo clásico siempre se da de bruces), sino también conceptual, simbólica, narrativa. El disparate adquiere un impecable sentido lógico si se le contextualiza como resultado de una manera de entender nuestro ambiente impuesta desde fuera para justificar la explotación y el abuso de quien llega codiciando, colmillos afuera, el más reciente bum económico, y siempre se va porque la mano invisible apunta a otra parte. Tampoco podemos soslayar que el modo utilitarista de entender el trópico fuerza la creación de nuevos mercados y la profundización de nuestra dependencia en todo sentido.
Estamos, pues, ante el reto de la inmanencia: pensarnos, narrarnos, experimentarnos desde dentro. Ni infierno ni paraíso, sino solo trópico, con su luz de sol que no brilla así en ninguna otra parte, con su calor de vida, con su humedad de borracheras de espíritu. Por favor, ni una mímesis más, abyecta, torcida, autonegadora, del cuento de que vivimos en una “estación de verano eterna e incambiable”. Les propongo, para empezar, el ensayo “Isla Incognita,” de Derek Walcott. Asignémoslo como lectura obligada en nuestras escuelas.
When curtains of rain close off the ocean and we look out of windows on interminable grayness, the leaves’ heads beaten down, something heavy and cold as a frog sits on the heart, and if it goes on long enough, we doubt the return of the sun, just for longer periods men begin to doubt the fact of spring. The extension of time doesn’t matter so much as its intensity. Novembers in this island bring this feeling. Then somewhere between now and Christmas, I think, there is the intensely serene dry spell of Petit Careme, cool winds and bright trees, the Little Lent that prologues our dry April. Then there is visible exhilaration in the mood of the race, even if it is only one person who acknowledges it. There’s also a naturally sharper edge to what was called Vent Noel, the Christmas breeze, because of the winter up north’s horning the trade winds. Maybe there’s a kind of angling in the fan of the ocean wind, or something happens to the sun. These subtle few distinctions are all we have to go by in terms of change, and maybe because they are so imperceptible to strangers or transients, they make landscape and people seem monotonous. They require a different analysis to the boredom of cities, the industrial miasma, the locked-in and lunging despairs of city winters. (55, los énfasis son míos)3
Por favor, ni un chavo más en la consigna let it snow, en la esquizofrénica alternancia entre “aquí no hay aire” y un frío pelú. Volquémonos, en sustitución, a la imploración del gran caribeñista, Édouard Glissant: “Exalt the heat, fortify yourself by it. Your thought will be searing. We must despise air conditioners” (Poetic Intention 229).4
- Wouk, Herman. Don’t Stop the Carnival. New York: Back Bay Books, 1999 [1965] [↩]
- Kincaid, Jamaica. A Small Place. New York: Farrar, Straus and Giroux, 1988 [↩]
- “Isla Incognita” fue escrito en 1973 y publicado por primera vez en Elizabteh M. DeLoughrey, Renée K. Gosson y George B. Handley, eds. Caribbean Literature and the Environment: Between Nature and Culture. Charlottesville y Londres: U of Virginia P, 2005. 51-57 [↩]
- Glissant, Édouard. Poetic Intention. Trans. Nathalie Stephens. Callicoon, NY: Nightboat Books, 2010 [1969] [↩]