Turismo médico
I
Antes de que el ébola avivara los temores nocturnos de los hipocondríacos del mundo recuerdo haber leído un reportaje que describía cómo, para los africanos más pobres, llegar a un hospital era una peripecia que no culminaba con la admisión del enfermo. Entonces era que recién comenzaban los obstáculos. La familia de cada paciente debía conseguir las medicinas recetadas, la comida del hospitalizado mientras durara la estadía, las mantas y ropa de cama y, por supuesto, organizar la rotación de buenos samaritanos que suplieran el escaso servicio de enfermería. Me parecía entonces que estas buenas personas debían ser las gentes sobre la faz de la tierra con más confianza en la medicina moderna, si estaban dispuestos a pasar todas estas vicisitudes para conseguir, al final del día, lo que era poco más que una opinión clínica. Todo lo demás que pudiera ser necesario para el tratamiento seguía estando en sus manos. El hospital, en ese contexto tan desolador, me parecía una soberana inconveniencia si tan poco podía hacer para aliviar el dolor y auxiliar el proceso de sanación a los que allí llegaban. A todas luces parecía más sensato hacer que los médicos visitaran las comunidades y orquestaran in situ lo que el hospital no podía proveer en la mayoría de los casos.En esos días en los que el ébola era solo una fantasía en la perversión de algunos científicos dedicados a convertir exóticos agentes patógenos en nuevas y desconocidas armas mortíferas, el hospital aún no había sido imputado como el centro de contagio que ha probado ser, bien fuese en hüpfburg Monrovia, Madrid o Dallas. Yo tampoco había tenido que ser paciente, ni sana ni enferma, ni había tenido que asistir a nadie querido o cercano en ese trance. Ahora que el ébola ha escapado su confinamiento en algún recoveco de las interminables riberas del antiguo río Zaire y ha puesto en evidencia lo que sabemos hace años —que llegar a un hospital en África es mucho más que una peripecia, que ser admitido resulta una especie de milagro y que la absoluta carencia de todo tipo de suministros mata tanto a los pacientes como al personal hospitalario— he tenido la ocasión de experimentar, más allá de la ocasional visita, nuestra versión local de la reclusión hospitalaria. Espero de todo corazón que esta experiencia prima haya sido verdaderamente excepcional, que diste mucho de ser la norma y que la vivencia de la mayor parte de los pacientes conocidos y por conocer sea una verdaderamente hospitalaria, en ese sentido de recibimiento y acogida que escapa los confines de los servicios de salud. Si este no fuera el caso, entonces, como mínimo, creo que deberíamos replantearnos si estamos listos para ese nuevo pilar del desarrollo económico que Alberto Bacó anda promocionando: el turismo médico.
Ya sabemos que nuestro gobierno, siempre tan carente y tan excesivo a la misma vez, es capaz de soñar con su propia lotería, convencido, como dice el anuncio, de que «la suerte lo anda buscando». En uno de sus penúltimos delirios ha calculado que la exportación de los servicios de salud que se ofrecen en el país a quienes puedan pagarlos podría generar unos 3,000 empleos y, más importante aún, unos 250 millones de dólares anuales al erario público. Ahora que la Organización Mundial de la Salud y otras instituciones globales laureadas, como Médicos Sin Fronteras, intentan concertar esfuerzos para reforzar el diezmadísimo personal sanitario de los países asolados por el ébola —y otras mil plagas mucho más fáciles de curar y prevenir—, el que nuestro Secretario de Desarrollo Económico ande buscando nuevos clientes para nuestros hospitales suena, cómo decirlo, algo estridente. Hay todo tipo de razones. Mencionó solo algunas. Primero, porque el cacareado turismo médico da por sentado que la salud es una mercancía y no un derecho. Segundo, porque promocionamos lo que muchos de nuestros paisanos no pueden comprar. Y, tercero, porque en la unidimensionalidad de nuestras ansiedades económicas nos ausentamos de los esfuerzos de solidaridad global a los que estamos todos convocados. Mientras otros exportan médicos, destacándose siempre la asistencia médica cubana, nosotros queremos importar pacientes como «un proyecto de desarrollo económico y comercio». La frase es de Bacó. El proyecto, todo un síntoma de nuestra sociedad.
Concedamos, solamente para los fines del argumento, que la salud es en efecto una mercancía y que no es una prioridad nacional distribuir los cuidados médicos de manera equitativa; es decir, dándoles más a quienes más los necesitan. Añadamos, como suposición, que el gobierno puede darse el lujo de pasar de largo de todo cuanto ocurra en el mundo. Se trata de premisas trágicas e infundadas, pero suspender por un momento su enjuiciamiento nos permite observar la importación de pacientes a la luz de otro tipo de cuestionamiento. A mi, como a tantos otros, me cuesta ilusionarme con muchos de los proyectos del gobierno por las razones ya expresadas. Si esas no fuesen suficientes, añado otra menos controversial. Muy frecuentemente los proyectos gubernamentales contradicen persistentemente la experiencia de nuestros sentidos. Por eso comparto mi experiencia reciente en un hospital: como humilde hoja de cotejo.
II
Hace sólo unos días llegamos a un centro de salud privado y acreditadísimo y de aparente pujanza económica. Fuimos atraídos exclusivamente por la competencia de un médico de su facultad. Pasamos por las inconveniencias que en este país son de rigor cuando se buscan servicios de salud. Firmamos tantos papeles como en un cierre hipotecario. Entre esos papeles estaba el que especifica que una será responsable de pagar cualquier gasto que el plan médico se niegue a cubrir, incluyendo aquellos en los que pueda incurrir el hospital para cobrar lo que infructuosamente facture. Papeles firmados, llaman al paciente y me piden, en mi recién estrenado rol de acompañante-procuradora-enfermera práctica que le ayude a cambiarse a la indumentaria algo raída con la que entrará a sala. Ponemos todo en la bolsita provista y ocupamos nuestros respectivos lugares. Pasan las horas y la inmovilidad de la camilla acrecienta el frío. Pido una manta. Primer faux pas. No hay mantas. Me explican que las que hay se reservan para el cuidado pos-quirúrgico. Nos ofrecen otra sabanita raída. Acepto. Como sigue pasando el tiempo tengo ocasión de preguntar por qué no compran más mantas. «Porque se las roban», me contesta alguien. ¿De la antesala de cirugía? Me imagino el escenario. Mientras algún enfermero mueve rápidamente una camilla y el porta sueros un paciente le dice a quien le acompaña: «No te preocupes. Todo va a salir bien. Besos a los nenes. ¡Ah! Y no te olvides de llevarte la colcha esta porque ya voy pa’ sala”. Pienso en todos los papeles que firmamos prometiendo pagar hasta la última gasa. ¿Por qué no pueden cobrar las mantas que alguien despistado o encariñado se lleve? Pregunto, pero la idea es muy ajena. En el hospital se pasa frío y ya.
Mi interlocutora tiene razones de mayor peso para cuestionar a la gerencia del hospital que la falta de mantas. Por ejemplo, toda esta semana está doblando turnos. «Es que faltan dos compañeras”, me dice. «Una está enferma y otra toma un taller”. Por eso ella trabaja 16 horas diarias. Atónita, le pregunto por la próxima semana en la que seguramente será ella la que esté enferma por un surmenage. Me comenta que entonces trabajará turnos de sólo ocho horas. Así dicho, suena a vacaciones. Me quedo pensando en si doblar turnos por toda una semana será legal. ¿No obligan a los pilotos y a los camioneros a dormir? ¿Cómo pueden permitirle a las enfermeras trabajar turnos que le impidan el mínimo sueño reparador? Debe ser ilegal, me convenzo y entonces me sorprende la confianza que aún deposito en la sabiduría de las leyes y en el poder regulador del Estado. Aunque fuera ilegal, está pasando. Las enfermeras no duermen y los pacientes pasan frío. Punto.
Finalmente me avisan que la intervención ocurrió sin novedad, que de la sala de recuperación —donde sí hay mantas— el paciente irá a una versión de intensivo y que podré verlo en el horario de visitas. “¿Cuándo?”, pregunto. “Ven mañana”, me aconsejan los médicos. Me voy con una sola preocupación. ¿Habrán mantas también en intensivo? En casa mi familia me asegura que no. Regreso al hospital debidamente apertrechada. Para buena medida llevo su almohada favorita. Colocan todo debajo de la camilla en donde dormita sedado. Mientras le observo luchar con el sueño para hablarme, me doy cuenta de que me he creído el lustroso cuento de que los hospitales son lugares tan estériles como es posible. Si cada cual trae su manta y su almohada, ¿qué más traerá con ellos? Vuelvo a pensar en los hospitales de África y en las posibilidades de contagiarnos con los agentes patógenos de otras domesticidades. Apostaría a que he entrado de contrabando al menos una mínima cuota de pelo de gato junto a mi amorosa entrega.
Regreso al otro día a la unidad de cuidados pos-quirúrgicos. Una enfermera amable que solo trabaja turnos de 12 horas dos días seguidos me dice que no tienen las pertenecías del paciente. Señalo la manta y la almohada. «Sí, pero no trajo toalla», me contesta. ¿Toalla? ¿En la unidad de cuidado pos-quirúrgico cada cual trae su toalla? Sí. Y cada paciente deja el asiento del inodoro lo más limpio que pueda, para el próximo que se siente. Al menos yo traté de no dejar en el asiento rastros obvios de la sangre que aun manaba de la herida. No me atreví a pedir Lysol ni Clorox, pero notifico el percance. Me convenzo de que el sistema inmunológico es ciertamente una maravilla y el ébola, muy letal.
Finalmente nos pasan a un cuarto. Vamos a la zona de aislamiento del hospital porque todo lo demás está copado. La cama, sin embargo, no funciona. El televisor sí. La cama solo sube o baja. No permite al paciente erguirse para comer. Nada grave. Al menos acostado no se pierde sus programas favoritos. Tampoco parece ser muy serio que el inodoro no baje o que uno de los plafones acústicos tenga varias manchas ostensibles de sangre seca. Ante mi nueva fe en el sistema inmune y la creciente familiaridad que tiene este ambiente con el relato africano que había olvidado, me hago la desentendida. Sin embargo, por alguna razón nos cambian de cuarto. Está mejor. El paciente no. El cuarto.
Llega a presentarse el enfermero de castillos hinchables turno. Recupero la locuacidad y le pregunto cuántos pacientes tiene. «Esta noche está tranquila», me dice. Son solo nueve pacientes para él y su compañero. Me pongo imaginativa y le pregunto que si en estos casos alguno de los dos puede acostarse un rato cuando todo el mundo esté atendido. «No», me contesta, «está prohibido”. Le pregunto si no le preocupa cometer errores. Me dice que las demandas —como la salvación de Calvino— son individuales. Si él comete un error, la demanda es solo suya. Al menos eso le ha dicho el patrono.
«El piso está pegajoso», observa al entrar el técnico de ortopedia. Ahora soy yo quien no escucha y no pregunta cuántas horas trabaja ni cuántos pacientes atiende. Es él el que decide contarnos que tiene ese trabajo y otro, pero que el otro es solo a tiempo parcial. Aunque aquí nadie duerma, yo intentaré dormir un poco cuando él termine de cambiar el vendaje de la herida. El técnico acerca una lámpara gris de brazo extensible colocada al lado de la cama. Está destartalada, pero intento arreglársela. Todo está suelto. Me encuentro con una bombilla incandescente fundida, una reliquia de una vieja encarnación de este mismo lugar como antiguo hospital regional. Entonces la electricidad era más barata y nadie había escuchado de las bombillas LED. El ébola dormía imperturbable en África en su reservorio desconocido y nosotros no soñábamos con el turismo médico. Caigo en cuenta de que sí; por todos estos años hemos sido extremadamente pacientes.