Un libro de José E. Muratti-Toro: apostillas para un prólogo
Lo primero que debo decir es que José E. Muratti-Toro expresa bien lo que significa el oficio del escritor. Me parece pertinente decirlo a la luz de que la interacción bidireccional del contenido y la forma en un libro es, desde mi punto de vista, una condición sin la cual el producto no sería justamente comprendido o evaluado. A la destreza escritural une un balance cuidadoso entre la discusión teórica y la empírica sin que ello deje el sabor de que se trata de asuntos divorciados. Desde la perspectiva de la discusión teórica el autor enuncia una reflexión profunda de lo que significa la “explicación” y la “argumentación” para la historiografía. La base sobre la cual se apoya para conseguir ese fin es una meditación en torno al historicismo y su trabazón con lo particular encarnado en el dato; y la elaboración narrativa del pasado y su acento en el papel regulador del lenguaje. No creo necesario insistir en la relevancia de esos dos polos en la praxis y la teorización de la historia a lo largo del siglo 20. En términos generales, su cavilación lo lleva a concluir que los “hechos” y los “procesos” que el historiador genera son “construcciones” marcada por la impronta de la circunstancia social en que se producen y que sólo se materializan por medio de un ejercicio de lenguaje. En ese sentido Muratti-Toro evade cualquier fundamentalismo embarazoso y piensa su pensamiento como un historiador maduro.
Los esfuerzos que invierte en ello me recuerdan las conferencias que en la década de 1940 dictó Lucien Febvre a tenor de sus “combates” por la historia. Aquellas desafiaron las certidumbres gnoseológicas que se asumía había entronizado lo que se denominaba la “historiografía tradicional” de la mano del positivismo crítico y su respeto al documento que le servía de garante. El alcance de los “combates” de Febvre también tocaba las explicaciones del racionalismo y el cientifismo simplificado a los que recusaba sus propensiones metafísicas y autoritarias. La solución tentativa de Muratti-Toro es reconocer al historiador una condición que siempre ha tenido: me refiero a su posición como protagonista de todo saber histórico. Resaltar el poder de esta figura a la hora de diseñar una arquitectura tentativa de la imagen del pasado tiene sus implicaciones. Equivale a un esfuerzo por liberarlo tanto de la esclavitud del dato como de la del lenguaje. En esa dirección, sugiere que el historiador actúa como un mediador activo entre una cosa y la otra. La capacidad, mucha o poca, que demuestre en ese proceso validarán o invalidarán su trabajo. Este libro puede leerse como una discusión sobre el papel protagónico del historiador en la disciplina que practica.
La forma en que Muratti-Toro imagina la profesión no es nueva. Leer estas páginas trae a mi memoria los argumentos del Ernest Renan y su propuesta constructivista de la idea de la nación en una conferencia dictada en La Sorbona en 1882; o las que invertía Eric Hobsbawm en 1992 cuando revisaba la relación entre nacionalismo y etnicidad en el contexto de una era nueva, la posguerra fría. La mirada de Muratti-Toro sobre el historicismo, al igual que la de aquellos, desemboca en una disquisición sobre el relativismo y el perspectivismo inherentes del decir historiográfico. En un momento como el presente en que el respeto a las exactitudes de la tecnociencia parece destinado a imponerse, la afirmación de la naturaleza contingente, circunstancial o “líquida” diría Zygmund Bauman, de este saber, posee un valor peculiar.
Me llama la atención, pero no me sorprende, los nudos hacia los cuales mira Muratti-Toro al elaborar ese problema teórico. Por un lado, el énfasis que pone en la cuestión de la “inclusión” y la “exclusión” en el discurso canónico (o anticanónico) al elaborar un relato histórico viable en torno a un evento mayor. Por otro, la habilidad que tiene para recurrir al concepto de “intencionalidad”, que adopta de John Searle, al interpretar un discurso concreto. Y por último, el uso comedido del artefacto de la “reactualización” de Robin Collingwood, para referirse a la meta de toda historiografía. El juego entre ese conjunto de imperativos lo colocan muy cerca de las posturas de Benedetto Croce y su concepción de la soberanía del presente voluble en la configuración del imaginario del pasado tan vacilante como aquel.
Al anteponer a Herminio Portell Vilá y Barbara Tuchman a la versión oficial de la metamorfosis de las 13 Colonias Unidas inglesas en los Estados Unidos de América, consigue transformar el problema teórico en un modelo práctico comprensible y viceversa. La discordancia entre la lectura estadounidense oficial y las lecturas alternativas de estos autores es su laboratorio de trabajo. Desde la perspectiva de los datos lo que evalúa Muratti-Toro es la relevancia que tuvo el Caribe y, en ese contexto de los Reinos de Francia y España, en la lucha por la independencia de las 13 Colonias Unidas. El papel del Reino de Holanda, reducido a la gestualidad y al acto iniciático, se convierte en un tercer violín que no deja de llamar la atención. El asunto central no es la aclaración de esos eventos sino la manía de cierta historiografía estadounidense de invisibilizarlos. El proceso de supresión o negación del papel de aquellos actores coincidió con la transformación de Estados Unidos de un poder regional en uno internacional a fines del siglo 19 y principios del siglo 20. El lugar del 1898 en esa transición es indiscutible.
Reprimir aquella parte del pasado era comprensible cuando la expansión ultramarina y el imperialismo plutocrático estadounidense se impusieron. La manera en la cual se desarrollaron las relaciones de los Estados Unidos con el Caribe y aquellos poderes antes y después de 1898 expresa un contraste sobre el cual valdría la pena reflexionar de manera informada. Aparte de las consideraciones, geopolíticas y socioeconómicas atenientes al desarrollo desigual norte-sur, asunto tratado en múltiples investigaciones, Muratti-Toro vuelve a subrayar el asunto de la representación estadounidense sobre los diversos “otros” con los que interactúa y a los que interpela desde la segura posición que le da el “excepcionalismo americano”. Al cabo del proceso , el libro de Muratti-Toro deja al lector ante una “dicotomía epistemológica”, pienso en Jacques Derrida, sin solución.
La articulación de un discurso sobre el asunto desde la historiografía estadounidense oficial y las respuestas de Portell Vilá y Tuchman son como el agua y el aceite. El libro confirma que el discurso histórico actúa como un ejercicio de legitimación desde un presente cambiante. Lo que dicta la tesitura del discurso historiográfico son las necesidades concretas que ese presente impone. La verdad y el poder van de la mano siempre. En términos generales, este no es un libro de historia sino uno en el cual se revisa la relación de la escritura de la historia o historiografía en torno a un evento y un problema. El relativismo de la interpretación historiográfica y su potencial riqueza queda claro al cabo de estas páginas.
Unas glosas poslogales
Los textos de Portell Vilá y Tuchman representan varias cosas. Por una parte, simbolizan la revancha de los olvidados o los excluidos del gran relato liberal estadounidense, epítome de la revolución en este hemisferio. Por otra parte, compendian otro singular debate y el desagravio del acontecimiento y lo particular ante el proceso y lo general. La virtud de ello radica en la confirmación de la capacidad del dato singular olvidado una vez rescatado del Leteo, para minar la canonicidad y la tradición. En ambos casos, quien pierde es esa concepción caduca y miserable de la “verdad” como un objeto “fijo”. La “verdad” no pasa de ser ilusión y metáfora impuesta por reiteración acrítica de las “mentiras” o una “adecuación”, si uso liberalmente un giro de Friedrich Nietzsche.
Las voces de Portell Vilá y Tuchman convergen en numerosos índices. Ambos miran y desmenuzan un desencaje e impugnan un discurso canónico. Los dos están invadidos por los reclamos del presente a la hora de formular sus preguntas y respuestas al referido desencaje. Entrambos comparten la pasión historicista para procesar el problema. La reflexión teórica de Muratti-Toro insiste, sin que ese sea el propósito principal de los escritos de aquellos, en que uno y otro proponen una solución al debate sobre las relaciones entre la historia y la filosofía especulativa de la historia, entre la canonicidad y la alteridad. En el fondo de lo que se trata es de la dialéctica de la relación entre el observador y lo observado apropiada a la luz de la diversidad del que mira y los cambios aparentes de lo mirado. El historicismo deslindó la frontera entre la filosofía especulativa de la historia y la historia disciplinar. Su intención no era otra que emancipar a la segunda de la primera de la mano de la lógica del pensamiento social, las ciencias sociales y las técnicas modernas de investigación que se asociaron al positivismo crítico y a la historiografía académica. Su fin era poner la filosofía especulativa de la historia al servicio de la historia mientras sacaba la historia de la mesa de disección del filósofo especulativo de la historia.
En cuanto al balance entre la libertad y la determinación en la interpretación del pasado convertido en historia, ambos autores hacen numerosas concesiones a la voluntad humana, a la libertad individual para, como decía Nicolás Maquiavelo, ponerle diques o frenos a la Fortuna e incluso evadirla o vencerla, desembocando en una concepción del héroe cercana a la de Thomas de Carlyle. El sabor de la historiografía antigua heleno-latina corre por estos textos: la voluntad de poder, la intencionalidad consciente o inconsciente, la casualidad, las personalidades heroicas dignas del laudo colectivo, se imponen en las narraciones de Portell Vilá y Tuchman por lo que la frontera entre la persona y el personaje se diluye. Por último, ambos autores escribían a contrapelo de la historiografía de académica de vanguardia en Estados Unidos, la “New History”; y en Francia, la Historia Total y la Historia Social que desembocaron en la experiencia de Annales. En cierto modo, los dos miraban la versión del “norte” desde cierto evasivo “sur”. Las convergencias no cancelan todas las divergencias: Portell Vilá sobre valora el papel de Cuba como gesto de España; y Tuchman excluye a Cuba y España y solo ve el gesto de los holandeses como acto iniciático de la independencia de las 13 Colonias Unidas.
La lista no es exhaustiva, por cierto, pero algunas de las lecciones teóricas de este volumen son las siguientes. La primera tiene que ver, si pienso en Ludwig Wittgenstein, con el hecho de que los problemas filosóficos y en consecuencia los problemas de filosofía especulativa de la historia son, en última instancia, preguntas en torno al significado de la palabras y el lenguaje. Eso lo sabemos los historiadores que estudiamos la evolución en el mediano plazo de concepto tales como independencia, autonomía o anexión y la relación de cada una con la idea de la libertad o la justicia en contexto concretos, por ejemplo.
La segunda tiene que ver con los efectos de la inclusión o exclusión de ciertos componentes durante la elaboración de una narración histórica. Conocer lo anotado y lo omitido no es suficiente sin una comprensión confiable de las motivaciones de la selección. Con ello la historiografía y adjudicación de significado son conmovidos en sus fundamentos y la frontera entre objetividad y subjetividad se deslíe y se diluye.
La tercera refiere a la convicción de que la historiografía no es posible sino sobre la base del eterno up to date o “reactualización” señalada por Collingwood. La canonicidad, una vez confundida con la verdad, acaba por actuar como un gesto del poder o una coerción ligada a una “comunidad de conocimiento” o a un agente que se beneficia de esa versión. La “verdad” así formulada no supera la condición de mero acto tentativo, contingente y, en consecuencia, tan frágil como la ilusión aludida por Nietzsche pero tan influyente como cualquier alternate fact o hecho alternativo hoy. Hay algo que se derrumba en este punto que no puede ser pasado por alto: el “nosotros” de los historiadores, el sentido de “comunidad gremial”, no superan la condición de mera ensoñación y eutopía.
¿Qué ganan los historiadores y la historiografía con todo esto? Al cabo de la lectura del libro de Muratti-Toro tengo la sensación de haber llegado a un lugar que ya había visitado. El déjà vu me susurra un saber invaluable respecto al oficio. Me ratifica la conciencia de que se está aquí para crear “problemas” y “disolverlos”, no para “resolverlos” del todo. En esa vacilación y ese vértigo radica la belleza de la disciplina. Eso me parece más que suficiente.