Un no sé qué
Consciente que la belleza es un asunto que no puede reducirse meramente a medidas, armonía, proporción y relaciones numéricas, el poeta Petrarca (siglo XIV) afirmó que la belleza es “un no sé qué”, un algo irracional que no se puede definir. Ese “no sé qué” se convirtió casi en una fórmula a lo largo de varios siglos en el arte occidental. Se suponía que la belleza era algo que llenaba a las personas de un placer infinito, pero no era fácil explicar de dónde salía eso que tanto complace.
Hablar de algo tan indefinible, misterioso y escurridizo fue siempre una tarea ardua. Propongo que comencemos tratando de analizar la propia palabra en nuestro idioma: BELLEZA.
En latín, bello se traduce por pulchrum, término que se usó a lo largo de toda la Antigüedad y la Edad Media: “Pluchra sunt quae vista palcet” en esta frase de Tomás de Aquino (siglo XIII), se establece una relación entre el objeto y la percepción humana, entre el objeto y la vista. Lo bello nos agrada.
Fue en el Renacimiento cuando apareció una nueva palabra cuyo origen es bonum y su diminutivo bonellum, lo que abreviado produce el nuevo vocablo bellum, que traducimos por bello. Belleza y bondad aparecieron íntimamente unidas en el lenguaje y eso determinó gran parte de la estética occidental por muchos años. La belleza, según los teóricos del siglo XV como Ficino, atraía y cautivaba, era objeto de amor y deseo porque pertenecía a un tipo de valor supremo como el bien y la verdad y, como ellos, era incorpórea.
Así se hizo una diferenciación entre las cosas bellas y la belleza. Según esta distinción, la belleza lo es por sí misma, y no reside en los cuerpos o en las cosas eternamente porque “hoy son bellos y mañana no lo serán” y, por tanto, contienen la belleza de manera prestada y de forma pasajera.
A finales del siglo XV y a lo largo de todo el siglo XVI, la belleza pasó a ser reflejo de la virtud, especialmente en las mujeres: una mujer buena (virtuosa) era una mujer bella. Muchos artistas recogieron esta idea de forma explícita, especialmente Leonardo da Vinci que en su retrato de Ginevra de Benci, en el reverso de la tabla, escribió Virtutem Forma Decorat, la belleza adorna a la virtud. No se podía decir nada mejor sobre una mujer, tenía las dos virtudes más nobles y su esposo podía sentirse orgulloso por ello.
El no sé qué de Petrarca introdujo sin embargo un elemento irracional que estuvo latente por mucho tiempo y que abrió el camino hacia la subjetivación de la noción de belleza.
Giordano Bruno (siglo XVI) escribió “nada es absolutamente bello, si una cosa es bella lo es en relación a algo”. La puerta se abría para relativizar la belleza y los artistas y teóricos de los siglos XVII y XVIII afirmaban que era la costumbre lo que determinaba la consideración de lo bello y que la emoción estética dependía de la educación, de la experiencia, de la memoria, de la imaginación y de una serie de asociaciones que no tenían nada que ver con lo absoluto. La belleza se proclamaba subjetiva, relativa y convencional.
En el siglo XIX se atacó el concepto de belleza subrayando la ambigüedad del término. Payne Knight en 1805 afirmó: “La belleza es un término general de aprobación…aplicado indiscriminadamente a casi todo objeto que agrada, ya sea al sentido, a la imaginación o al entendimiento, sea cual sea su naturaleza, trátese de una sustancia material, de una excelencia moral o de un teorema intelectual”.
Pero fue en el siglo XX en el que se formuló de manera insistente que la belleza es un concepto que nada o poco tiene que ver con el arte “nos gusta tanto la fealdad como la belleza” decía Apollinaire. El arte no es necesariamente bello, incluso la idea de belleza según los teóricos del siglo XX ha sido supervalorada, y la palabra estética tomó el lugar que antes ocupaba la belleza.
Somerset Maugham en su fabulosa novela La imperfecta casada (Cake and Ale es el título en inglés) dice:
Yo no sé si a los demás les pasa como a mí, pero yo sé que no puedo contemplar la belleza por mucho tiempo […] La belleza es algo tan simple como el hambre. No hay nada que decir realmente sobre ella. Es como el perfume de una rosa: se huele y eso es todo, esa es la razón por la que la crítica de arte, exceptuando aquello que no se refiere a la belleza, y por lo tanto al arte, es una pesadez. Todo lo que los críticos pueden decirte respecto al Entierro de Cristo de Tiziano, es que vayas a verlo. El resto no es más que historia o biografía.[…] Nadie ha podido explicar por qué un templo dórico es más bello que un vaso de cerveza fría […] La belleza es aquello que satisface el instinto estético: es un poco aburrida”
Lo cierto es que la mayoría de las personas son capaces de sentir un no sé qué ante la contemplación de una flor como la anémona. Unas cuantas verán incluso en la anémona la sangre de Adonis y recordarán los versos de Ovidio en Las Metamorfosis:
Venus le suplica a Adonis que no se enfrente a animales fieros ni exponga su vida inútilmente. Pero Adonis no atendió los consejos de su amante y se enfrentó a un jabalí que le dio muerte. Cuando la diosa supo lo ocurrido, se lamentó:
“No morirás ni en mi memoria ni en la memoria de nadie. Por el dolor de tu muerte, por el dolor de mi pena, de tu sangre nacerá una flor. “Así fue, como de la sangre de Adonis, nació la anémona.
Es cierto, tal vez no podemos explicar por qué un templo dórico es más bello que un vaso de cerveza, pero ¿no es hermoso y estimulante ver la sangre de Adonis en una flor y, además, ver la flor?