Una mesa ancha y larga: del caos y las mujeres en movimiento
Recordemos: Hay mujeres que son sirvientas del machismo, pero también por ellas trabajamos cuando nos comprometemos con adelantar la equidad.
Quién soy y quiénes son ustedes
Soy una mujer que se autodefine como negra, bisexual, montuna, amante de los colores y de las letras, atea, feminista y unos cuantos “istas” más. Si me definiera positivamente desde mi relación con otras personas, diría que soy madre de tres, amante, hija, hermana, amiga, compañera. Si por otra parte, dejara que quienes disienten de mí me definieran, probablemente se me aplicarían como reales las definiciones que por siglos han perseguido a las mujeres que se salieron de la raya, por no decir del mapa de lo apropiado y de lo conveniente, en un sistema en el cual hasta para ser revolucionaria hay que pedir bendiciones ajenas. Sería una pata, macharrana, egocéntrica, fea, excéntrica y a saber cuántas cosas más. El asunto es que nosotras las mujeres hemos dependido por mucho tiempo de las definiciones externas y quizás un poco más de lo necesario de las propias. Lo malo de eso es que toda definición nos limita aunque incluya la palabra libertad. Lo más terrible es que desde esas limitaciones se hace difícil sentarnos todas en una misma mesa de trabajo, por no decir de amor y solidaridad.
No es fácil conseguir una silla en la mesa de los feminismos, pero aún más difícil es sentarse en las demás mesas que deciden sobre nosotras a diario.
A pesar de todo lo anterior, es una verdad que si nosotras, las mujeres, nos hubiéramos sentado a esperar que las mayorías se pusieran de acuerdo sobre nuestros derechos, aún seríamos las no-humanas, no-ciudadanas, brujas y vasijas del mal que éramos para las sociedades medievales. Como nosotras, otros grupos han tenido que levantarse contra las mayorías y los gobiernos de turno para reclamar su humanidad e impulsar la evolución del planeta. Esos levantamientos han costado y siguen costando vidas. Esos levantamientos son imprescindibles hoy. No estamos en tiempos de sentarnos a esperar por las mayorías, sino de construir una masa crítica que sirva como una maza (que no es lo mismo) demoledora que destruya los muros que se han levantado entre nosotras, entre nosotras y otros movimientos, entre otros movimientos y la sociedad, entre la sociedad y los gobiernos de turno. Porque de la misma manera en que decimos que la revolución será feminista o no será, tenemos que comenzar a entender que la revolución será la consecuencia intencional de la destrucción de las fronteras de los movimientos de derechos humanos o no será. Destruir esas fronteras implica aprender a ver las que son invisibles y sentirlas parte de nosotras.
El feminismo, o los feminismos como deberíamos decir, tienen ante sí el gran reto de superarse. ¿Quiero decir con esto que no sirve el concepto, que hemos perdido el tiempo, que debemos huir de la palabra y desvincularnos de ella? No. Tenemos una larga historia de luchas que han adelantado derechos como los que hoy nos permiten estar aquí reunidas. Existe, sin embargo, un permanente sentido de incomodidad con nosotras mismas que nos mantiene en estado de alerta. Mientras algunas compañeras pueden ver las diferencias como algo natural que enriquece las discusiones, de vez en cuando nos encontramos con una sucursal del negociado de carnets feministas que trata de clasificar y etiquetar las vidas y las acciones de las demás para asignarles más o menos valor a su trabajo e historias. ¿Se vale teorizar, buscar patrones, identificar consecuencias de las estrategias usadas y analizar los caminos que hemos recorrido? Por supuesto que sí. Eso se llama evaluar resultados. Pero en el caos permanente que acompaña el mundo de las interacciones humanas, las ideas nunca deben estar por encima de las personas.
Curiosamente, hace casi dos meses pregunté en mi círculo Facebook: ¿Qué es más importante? ¿Las personas o las ideas? Y la mayoría de mis interlocutoras e interlocutores se expresaron a favor de la supremacía de las ideas. Yo misma, si hubiera sido tomada desprevenida y con menos golpes de la vida tal vez hubiera elegido las ideas. Pero ese mundo abstracto y a la vez capaz de una contundente violencia en nuestras vidas ya ha viajado por mí y yo por él. Y cuando he elegido las ideas, he lamentado luego la pérdida de las personas. Esas elecciones pueden ser truculentas y divisorias. También dolorosas. Porque al final, el imperio de las ideas se queda disperso por un universo que es incognoscible a menos que desde nuestra corporeidad le demos materia. Algo que hacemos con conciencia en el mejor de los casos y por accidente, inercia o pereza en otras muchas ocasiones.
En el choque de las ideas, que son las que delimitan los márgenes de los feminismos y las definiciones que tenemos de nosotras mismas, ¿cuál debería ser la fórmula que nos permita encontrar un propósito común, una estrategia unificadora o un lenguaje capaz de comunicarnos por encima de los miedos, los traumas y las experiencias devastadoramente disociadoras que nos ha regalado el mundo patriarcal y capitalista que habitamos?
Nuestra mesa
Los feminismos se mueven en un plano complejo y hostil hacia quienes los adoptan como filosofía de vida. ¿Valdría la pena mantener una mesa permanente con sillas disponibles para que cada mujer se sienta convidada? ¿Haría falta el carnet de feminista para que nuestras palabras y acciones tengan valor en esa mesa?
Aludir a las mesas de trabajo, siempre me trae imágenes que van desde lo jerárquico y corporativo, hasta la cocina de mi abuela Juana mientras desgranaba gandules y me contaba historias familiares que eran a la vez las historias de otras familias y la historia del país. ¿En qué momento se percata una mujer de que su historia no es única y es la historia de otras miles de mujeres? ¿Cómo podemos hablar de una historia común cuando nuestras circunstancias personales son tan distintas? Podríamos vivir toda una vida desde la soledad de nuestras circunstancias y jamás enterarnos de que somos una réplica de otras mujeres. Si algo nos aportan los feminismos, es la conciencia de que nuestras historias no están aisladas. Sentirnos acompañadas es una gran cosa.
¿Y qué queda ante nosotras si renunciamos a los carnets?
El caos
Los derechos de las mujeres no son la única causa urgente. Aun aceptando que somos la mitad de la humanidad. Si traemos a nuestra mesa todas las causas de vida o muerte, el caos nos arroparía. Y sí, es cierto, las mujeres también estarían en muchas de ellas.Tendríamos una mesa con idiomas, vivencias, necesidades, amores, rabias, sumisiones, sueños y cientos de ideas volando de un lado a otro mientras cada persona reclama su lugar en la lista de prioridades en la lucha.
Una mesa abierta es una invitación al caos.
El caos puede ser un abismo perturbador.
Y tenemos tanta prisa que pensar en ordenar el caos parece una tarea imposible.
Tal vez el caos es la respuesta después de todo.
¿Quién le teme al caos? Para quienes nos dedicamos a organizar todo lo que encontramos mal acomodado, el caos puede ser terrorífico.
¿Pero no es el caos y la desesperanza lo que ya vivimos en Puerto Rico?
Ante la imposibilidad de seguir negando el estado colonial de Puerto Rico y el gobierno de facto de la Junta de Control Fiscal, el caos se ha convertido en el orden del día. Semana tras semana miramos las explosiones dispersas en todo el sistema político, económico y social del país y no logramos hacerle frente. Cada movimiento social se afana por hacer sus tareas: monitorear la Legislatura, asistir a vistas públicas, convocar la prensa, hacer desobediencia civil, protestar, reunirse (cuando se puede), coordinar reuniones y talleres para comunidades, dar servicios y alimentar la rabia, cuando no la tristeza y muchas veces la impotencia. ¿Será ya la hora de admitir que esas estrategias se quedan cortas? Repetir lo que nuestras abuelas y madres ya hicieron, no es suficiente. Tampoco el seguir cediendo espacios o regalando nuestro tiempo a los mismos jugadores de siempre, esos que se creen héroes nacionales pero se han quedado cortos a la hora de parir la nación. Tan cortos que desde hace años me siento ajena al concepto de patria y ya no estoy dispuesta a sacrificar nada por ella. Por la gente sí. Pero por una patria ajena como la que vive en los altares cristianos que nos niegan derechos, no. ¿Será que hace falta el temperamento de las mujeres para parir la matria? Miren quiénes están dando el frente por el país mientras crean, analizan, proponen y dan servicios. Luego miren quiénes se dedican a conspirar alrededor de los micrófonos, mueven dinero, hacen alianzas peligrosas con el poder y se mueven con el mismo flow de los políticos antiguos.
No pasemos por alto que estamos ante un gobierno que aunque ilegítimo, mantiene el suficiente poder para arrancar de nuestros cuerpos y nuestras vidas los pocos derechos humanos que nos quedan. Las alianzas con este gobierno están destinadas al fracaso.
Sobre esto, no hay nada nuevo que decir porque como ya les dije, nuestras historias no están aisladas ni son tan originales. En 1849, Henry David Thoreau escribió su ensayo sobre Desobediencia Civil y nos dijo: “¿Cómo le conviene a una persona comportarse frente al gobierno americano de hoy? Le respondo que no puede, sin caer en desgracia, ser asociado con éste. Yo no puedo, ni por un instante, reconocer una organización política que como gobierno mío es también gobierno de los esclavos. Todos los hombres reconocen el derecho a la revolución; es decir, el derecho a negarse a la obediencia y poner resistencia al gobierno cuando éste es tirano o su ineficiencia es mayor e insoportable. Pero muchos dicen que ese no es el caso ahora”. ¿Algún parecido con los comentarios en las noticias digitales o con los regaños que nos imponen quienes creen que los paros de la UPR, las manifestaciones y las expresiones de rechazo al gobierno son excesivas?
El gobierno actual actúa como un tirano. La Junta de Control Fiscal es un brazo de la tiranía del capital que gobierna los Estados Unidos pero que además ha comprado a muy buen precio las conciencias de gran parte de nuestra clase política y empresarial. Sin embargo, a mucha gente le conviene negar la tiranía. Les conviene a quienes se benefician de ella y a quienes quieren seguir llevando vidas ordinarias y falazmente balanceadas mientras dan la espalda a la realidad. Saben, que en el momento en que acepten que vivimos en una tiranía, tendrán que luchar contra ella y esas luchas traen renuncias a privilegios, pérdida de ingresos, cansancio, ansiedad y confrontaciones que nos son fáciles de manejar.
Olvídese de si usted cree o no en el ejercicio de votar, el problema es que otras cientos de miles de personas son locas con los días de elecciones y depositan sus votos para dar permiso a los partidos de siempre para manipular, engañar y derrochar nuestros recursos.
“Deposito mi voto, por si acaso, pues lo creo correcto, pero no estoy comprometido en forma vital con que esa corrección prevalezca. Se lo dejo a la mayoría. La obligación de mi voto, por lo tanto, nunca excede la conveniencia. Aún votar por lo correcto no es hacer nada por ello. Es simplemente expresar bien débilmente ante los demás un deseo de que eso (lo correcto) prevalezca. El hombre sabio no deja el bien a la merced del chance, ni desea que prevalezca por el poder de la mayoría. Hay poca virtud en la acción de las masas”. (HDT)
Claramente, votar no es suficiente. Aunque votemos por gente que se merezca el voto. A veces quisiera ver el interés pre eleccionario de mucha gente que conozco extrapolado a los cuatro años que transcurren entre elección y elección. Y no me refiero al chisme barato de políticos que se manotean en programas de radio y televisión, sino a los foros de discusiones serias, la búsqueda de propuestas, la disposición a salir de zonas cómodas y poner los pies en comunidades y otros espacios de reunión que olvidamos cuando las rutinas de trabajo, familia y diversiones fáciles nos apartan del mood de cambio.
El mapa de las opresiones es complejo y quizás por eso, y porque los vemos fragmentado desde cada movimiento, aún no se ha encendido la mecha de la ira que impulse nuevas formas de lucha.
En un país que vive en precariedad, normalizar la pobreza ha sido una de nuestras grandes debilidades. La gente ya asume que necesitar servicios médicos e ir a una luz a recoger dinero para pagar una operación es normal. Asumen también que las escuelas públicas son malas y se sacrifican pagando colegios privados que no valen la pena. Asumimos, todas y todos, que es normal que la gente viva sin casas mientras miles de casas y edificios se desmoronan por el desuso. Damos por cierta la idea de que el primer gasto a la hora de ser adultas es pagar un carro porque no hay transporte colectivo. Aceptamos que la gente vieja de este país viva en soledad porque creemos que es normal que la infraestructura y las exigencias de nuestras vidas trabajadoras nos resten tiempo para cuidar y amar a nuestras familias. No nos impactan la muertes de jóvenes en puntos de drogas ni nos cuestionamos el discrimen que aún existe contra las personas LGBT. Todo eso es precariedad.
A la precariedad que afrontamos como mejor podemos, el gobierno y muchas empresas privadas responden con señalamientos de culpa. La culpa es nuestra. Porque no estudiamos lo suficiente, porque gastamos más de lo que ganamos, porque no planificamos la vejez o parimos muchachos que luego no podemos mantener. La culpa es nuestra y nunca del capital. A fin de cuentas, somos 100 por lo que queramos como dice una nueva campaña bancaria, así que si sólo somos hambre y muerte es porque eso quisimos.
Reglas revolucionarias
¿Por qué la gente no se moviliza? Preguntaban ayer. ¿Y por qué quienes se movilizan apuestan a que los grandes piquetes serán la revolución mientras otro gran grupo trata de hacer las revoluciones de nuestra era desde Facebook y Twitter? Tal vez la revolución misma necesita saltarse la valla de sus definiciones históricas. O tal vez, ya es hora de que nos quitemos de encima el peso de las anécdotas, de la historia escrita, de la resignación al pataleo, del empecinamiento de algunas y algunos de definirnos según los estándares de las revoluciones inconclusas del pasado. Quitarnos ese peso no desvaloriza nuestra historia ni los actos valerosos de mujeres y hombres que hicieron lo que pudieron o lo que quisieron en su momento.
La revolución no será televisada. Tampoco twitteada aunque algunos diarios internacionales hablen de primaveras democráticas, partidos que pueden y jovencitos que parecen tener más poder que sus gobiernos.
La revolución tampoco será construida desde una urna de votación, aunque en lo personal es un espacio que no estoy dispuesta a renunciar.
La revolución no es sólo resistencia aunque las mujeres seamos expertas en esa materia. Resistir es defender lo que tenemos y si es un acto solitario implica renunciar al avance.
¿Y quién dice que hoy la revolución debe ser como la imaginaron nuestras madres y padres, y antes de ellas y ellos nuestros abuelos y abuelas?
Para una mujer que sobrevive y resiste desde su pobreza, la revolución no puede ser una invitación a moverse de su casa, a gastar lo que no tiene y a enfrentarse a la fuerza de choque para luego ser avasallada por un sistema de justicia que nunca ha sido justo con ella. Y así, habrá que descartar lo que no es la revolución para cada una de esas personas que no se movilizan y que tal vez no sepan que son las abandonadas de la patria aunque levanten una bandera monoestrellada mientras miran un juego de pelota.
¿Qué personas serán capaces de llegar a la mesa ancha y larga de los feminismos y cómo quedará esa mesa el día que también sea la mesa de las demás personas que habitan este país? ¿Seremos capaces de dejarle acomodar sus sillas a nuestro lado? ¿Toleraremos estar apretadas, hombro con hombro en un mismo espacio?
Sin confundir las diversidades con el perdón o el permiso para que los invasores y agresores habituales se sienten con nosotras, el punto en el que estamos nos requiere inventar la mesa desde la cual se impulse el futuro que queremos y no el que nos quieren imponer. En un mundo ideal y un país menos lacerado que el nuestro, el gobierno sería un facilitador de esos procesos. En un país con un gobierno que permite a los agresores pavonearse ante todas desde su impunidad, nos tocará tomar el asunto en nuestras manos. ¿Ya les dije que el gobierno es ilegítimo? Y para colmo está quebrado. Con o sin junta, las bases para destruirnos socialmente ya estaban establecidas desde hace décadas.
¿Ajusticiar al gobierno? Espero ese día. ¿Hacerlo irrelevante? Podemos comenzar ya. Vivienda, salud, alimentos y educación. Cuatro puntos básicos en una agenda que pretenda sumar gente a nuestra ecuación. Más allá de resistir, embestir. Embestir sin mayores aspavientos, como si nada pasara aunque pase todo a la vez. ¿Podremos ponernos de acuerdo en cuatro puntos así? Ponernos de acuerdo y poner el cuerpo en ese proyecto. Tomar lo que es nuestro, levantar lo que tenemos a la mano como capital humano, hacer que las cosas pasen sin que el gobierno sea parte, entender por fin que este es el momento de decir o todos o nadie. Sin pedir permiso. Sin mirar las leyes estúpidas que llevan años inventándose para justificar sus salarios. Sin temer los tribunales.
Tiemblo cuando recuerdo que estamos en tiempos de cuestionarnos todo. Hasta la pertenencia. Esa que sirve para cerrar los ojos y anclarnos en el país hasta que un día una se descubre pensando en sacar los hijos de esta tierra para salvarlos de una dictadura emergente y salvarse una de verles sufrir. Cuestionarnos hasta las alegrías cuando descubrimos que los anuncios de nuevos nacimientos ya no son buenas noticias porque vemos el futuro que vivirán las nuevas niñas y niños. Cuestionarnos el ocio y el sueño. Cuestionar los privilegios, hasta los pequeños que nos permiten transitar la vida sin percatarnos de las discriminaciones que sufrimos. Cuestionar el rol que asumiremos y lo que somos capaces de renunciar porque a veces no estamos tan seguras de que todo sea tan grave como lo vemos, pero luego repasamos el mapa de inequidades, la represión en construcción, la venta de las tierras, los ayunos en el Capitolio, el alcalde abusador, la gente que se muere sin servicios médicos, los contratos millonarios para que otra gente venga a garantizar la destrucción nuestra y una sabe que ya es hora de ajusticiar, de destruir, de invadir, de desobedecer, de retar, de construir y de amar. Siempre desde el movimiento de nuestros cuerpos e identidades, sean las que sean. Porque para tomar al país, todas las manos serán necesarias.
Nota: Texto de la Conferencia Magistral ofrecida en el XI Coloquio Nacional sobre las Mujeres en la Universidad de Puerto Rico en Mayagüez el pasado 5 de abril de 2017.