Vida colegial
El día antes de morirme hice un repaso breve de mis relaciones profesionales. Llevaba veintisiete años como profesor en una universidad R1, lo que significaba que a cambio de dar pocas clases tenía que interesarme en un tópico con un grado más o menos de pasión, hacer investigaciones y publicar. Tambíen se esperaba que fuera a conferencias académicas, que en otros lugares llaman congresos, para presentar papers con el propósito de diseminar mi trabajo, obtener feedback, revisarlo y luego publicarlo. Por lo general yo presentaba capítulos del libro en que estuviera ocupado y en muy pocas ocasiones iba a otros paneles a escuchar las presentaciones de otros. En vez, prefería conversar con amigos a los que nunca veía fuera de esas reuniones, dándonos un trago en un bar, saliendo a cenar o si no me encontraba con nadie, lo cual era común, me gustaba irme al cine o a callejear.
Antes de hacer el repaso, que me parecía una apropiada pausa previa al punto final, supuse que habían muchas maneras de hacerlo, tal y como en una investigación era importante delinear lo que en el argot de mi profesión llamábamos alternative explanations. Yo no estaba convencido de que mi vida pudiese explicarse de diferentes maneras, por lo menos no si era yo el que la explicaba, pero sabía que había más de una forma de describirla. Es más, creía que si mi vida tenía explicación sólo Dios podía efectuarla y como yo no creía en la existencia de Dios la conclusión lógica era que mi vida no podía explicarse. Mi mujer tenía razón las muchas veces que me dijo you are impossible, que es otra manera de decir inexplicable.
A mí nunca me había hecho mucha gracia la idea de combinar el trabajo creativo con el trabajo de investigación pues pensaba que lo creativo debía ser producto neto de la imaginación. Había leído muy pocas novelas históricas pues el género me parecía prosaico. En cuanto oía a un escritor jactarse de la investigación ardua y meticulosa que había efectuado para escribir su novela, dejaba de escucharlo y lo consideraba un fracaso. Vargas Llosa me parecía un pesado, odiaba a Philippa Gregory, de quien decían que en The White Queen había hecho una investigación histórica excelente de un fabuloso romance (un romance de archivo), pero aceptaba que habían excepciones como The Plot Against America de Phillip Roth que me parecía genial. Roth no era como Marisel Vera que era como esos escritores que Italo Calvino despreciaba, aquellos que «se proponen celebraciones o evocaciones de sentimientos o demostraciones pedagógicas,» mal rayo la parta.
Por eso, al disponerme a describir la parte de mi vida que a pesar de lo que mi repaso reveló fue la mejor de todas, me sorprendí a mí mismo cuando lo primero que hice fue abrir una gaveta de mi archivo para rebuscar los documentos que al cabo de veintisiete años de vida colegial había acumulado. Es decir, mi actitud era complicada. Eso sí, quería refrescar mi memoria, no quería ser un falso, pero no tenía intenciones ni celebratorias ni pedagógicas, quería ser un escritor verdadero aunque usara la verdad a mi manera lo cual para mí la hacía más verdad.
Durante una época que aunque fue muy importante hubiese querido olvidar, mi dogmatismo intelectual era una mezcla de soberbia e ignorancia. A veces me gustaba pensar que había dejado eso atrás, que lo había superado como cuando uno le da la espalda a un amor que creyó era el mejor de todos después de darse cuenta que era una pila de caca. Aunque todavía me ponía impaciente cuando mis colegas o amigos o familiares le buscaban cuatro patas al gato antes de tomar una decisión, no era porque creyera que tenía la verdad agarrada por el rabo y que por ende la deliberación no me hacía falta, si no porque creía que a fin de cuentas la posibilidad de que una decisión fuese incorrecta era de cincuenta por ciento con deliberación o sin ella. Para mí, a falta de explicaciones definitivas, como era el caso con mi vida, de propuestas que fueran cien por ciento apropiadas, lo mejor era actuar a base de una mezcla prudente de información, instinto, y análisis, sin más preocupación ante la posibilidad del fracaso que la estrictamente necesaria. A mí me gustaba pensar las cosas y actuar al paso de una rumba columbia y no como el que toca un yambú.
Esa era mi visión en la antesala de mi muerte. Mi dogmatismo no había desaparecido pero era menos pronunciado. Admito que todavía era parte de mi enfoque intelectual aunque creo que era así sólo en cuestiones que no eran muy importantes. Quizás en vez de dogmatismo lo que me aflijía eran manías de viejo, hábitos de los que no me podía divorciar, un convencimiento total de que mi manera de hacer ciertas cosas era la correcta, que era la manera infalible y esencial. Pero me gustaba ejercer control absoluto y unilateral sobre cosas nimias: insistía en golpear el cepillo de dientes contra el filo del lavamanos para que la baba no se escurriera en el contenedor creando una costra repugnante; en colocar el papel de inodoro rotando de arriba hacia abajo; en vertir el café en la taza antes de mezclarlo con la leche y no al revés; me obsesionaba despeluzar las cerdas del vacuum cleaner con las manos para que quedaran libres de pelo y nubecitas de polvo después de pasarlo; en los restaurantes exigía una aceituna en mis martinis y si me ponían dos o tres armaba un escándalo; y me tomaba mi espresso a la vez que me comía el postre y al diablo con los italianos.
Entonces pensé que aunque hacer el repaso de mi vida profesional usando documentos violaba el principio casi dogmático que tenía sobre la creación literaria, la violación era una inconsistencia que compaginaba con mi actitud más relajada hacia cuestiones importantes. Hacía tiempo que les daba una segunda oportunidad a los estudiantes que cometían plagio sin saber lo que estaban haciendo. Ya no exigía que las tesis doctorales fueran obras maestras. Y si me enfrentaba a una crisis existencial, después de maldecir entre dientes, decía podría ser peor o this too shall pass. Mi inconsistencia tampoco era del todo inapropiada pues se trataba de mi vida y no de un cuento (o por lo menos eso es lo que yo creía) pero no era tanto una cuestión de que mi vida fuese importante si no que me parecía justo describirla con fidelidad y no como una secuencia de actos y situaciones imaginarias.
Sé que hay quienes alegan que la vida que uno vive es una construcción social, una invención en el sentido creativo y entiendo que eso no es lo mismo que un invento, que las experiencias de comer, dormir, follar, ir al baño, publicar un libro, caerse por un risco o ahogarse en una playa suceden, que son reales, y que la invención consiste en vivirlas sobre la marcha, ya sea con plan previo o espontáneamente pero nunca como parte de un plan pre-determinado. Muchas veces me había sucedido que al compartir una experiencia mi interlocutor decía mano no puedo creer lo que te ha pasado, pero esa incredulidad era siempre retórica, una manera de expresar asombro y simpatía. Yo a veces exageraba las cosas y una que otra vez tergiversé los hechos pero jamás me saqué nada de la manga y no estaba dispuesto a hacerlo en este repaso.
Que jodienda que mi incursión en el archivo que creía completo resultó un fracaso. Sus gavetas estaban llenas de fólderes que detallaban el contenido de mis cursos, las razones que había dado a través de los años para pedir mis sabáticas, minutas de reuniones, notas minuciosas sobre las veces que habíamos contratado a un profesor de política comparada o relaciones internacionales –que era la época en que recibíamos 300 solicitudes para una plaza– manuscritos incompletos, manuscritos rechazados, copias de todos mis artículos publicados y hasta copias de la revista del colegio que no eran más que recuentos de las actividades y logros de la facultad mezcladas con pronunciamientos propagandísticos que quizás motivaban a algún estudiante ingenuo a matricularse en uno de nuestros departamentos para obtener una maestría o un doctorado o tal vez tranquilizaban a los donantes si en algún momento se cuestionaban la sensatez de sus contribuciones.
Era un archivo monumental donde lo único que faltaba era el registro de mis sentimientos y emociones a través de veintisiete años de presencia marginal en mi departamento. Yo seguía a Calvino, el de Italia, no el de Francia, antes de saberlo. La excepción fue un folder titulado «Mis Colegas,» que me estremeció pues mis notas revelaban que yo no conocía ni tenía relaciones cercanas con nadie, ni siquiera con los colegas que me caían bien. Por veintisiete años había estado flotando en una placenta cuyos nutrientes provenían de otros departamentos, no del mío, de mis relaciones con estudiantes y administradores a nivel universitario. En el resto del archivo no había nada que detallara las exclusiones, las afrentas –todas probablemente carentes de una expresa mala leche, lo cual las hacía más insidiosas que si hubiesen sido intencionales– el desprecio velado de algunos de mis colegas, los que siempre me daban de codo en las actividades y nunca se detenían al verme venir, ni siquiera para intercambiar menudencias; los que muchas veces me habían insinuado que estudiar a Puerto Rico o a los puertorriqueños no era importante.
No encontré nada que diera cuenta de las veces que le había pedido a uno u otro que leyeran un paper y me dieran sus comentarios sólo para siempre quedarme esperando, nada que hiciera constar las mil y una vez en que los que se me acercaban sólo querían hablar sobre alcapurrias y pasteles y nunca sobre Harold Lasswell o Robert Dahl, los mismos que se quedaban boquiabiertos si les mencionaba a Hostos o a Vasconcelos pero que se sentían muy eruditos porque sabían quien era Borges y García Márquez y luego cambiaban el tema si de ahí yo pasaba a Huidobro, Carlos Fuentes o René Marqués. Los radicales eran los que más me encabronaban pues yo podía discutir con ellos los trabajos de Antonio Negri pero si les mencionaba a Mariátegui me miraban como si les dijera está lloviendo a cántaros y el día era soleado. Y no es que Mariátegui fuera lo máximo si no que el etnocentrismo de mis colegas era apabullante.
En el archivo estaban los manuscritos de los libros que había publicado y también las reseñas que los encomiaban pero no había un record que revelara la verdad dolorosa de que mis colegas nunca habían leído ni los libros ni las reseñas. A falta de evidencia documental lo único con lo que yo contaba era mi palabra, pero había un ejemplo que demostraba como me mataban a cuchillo de palo: cada vez que uno de mis colegas obtenía una beca, el chair de turno se lo celebraba, mientras que a mí nunca nadie me elogió por recaudar medio millón de dólares que subsidiaron varios tipos de publicaciones y actividades intelectuales. Fueron tantas las veces en que al decir en una reunión algo más o menos impresionante me preguntaban que a quíen le había cogido prestado el pensamiento o la frase, que terminé cuestionándome si esas preguntas eran inocentes o insultos velados. No exagero si digo que si el hombre invisible de Ellison fuese un holograma yo sería su sombra. Que mi voz era como las ondas radiales, que se escuchan pero no se ven, y que no registran, no calan en la mente, si uno está pendiente a otra cosa, como solía ser con mis colegas la mayor parte de las veces que yo decía algo, o piensa que lo que le sale al otro por la boca no es importante.
Cuando me tocó escribir los agradecimientos en uno de mis libros, que salió cuando llevaba veintitres años de carrera universitaria, me deprimí intensamente pues la aseveración de que no recordaba a todos los que me habían ayudado ocultaba la realidad de que había investigado, escrito y publicado el libro en un estado de aislamiento casi total y que en la escueta lista de colaboradores estaba agazapado, escuchándose como trasfondo, sotto voce, luchando por salir, el gemido de un académico desventurado. No era mi culpa pero me daba vergüenza no poder agradecerle nada ni a uno de mis colegas, de la misma forma que me sentí como un paria cuando vi en la lista de agradecimientos del libro de uno de mis colegas jóvenes a todo el mundo en el departamento menos yo.
No sé por qué antes de morir decidí hacer este repaso que oscurecía todas las cosas buenas que la vida universitaria me había regalado. Lo mejor era que había encontrado una forma de ganarme la vida, de disfrutar de muchas comodidades, de viajar, de tener tiempo para dedicarme a cultivar mi vocación por la literatura y la música, siendo un puro intelectual. En el barco de Platón me había tocado mirar las estrellas y por eso me pagaban. No quería ignorar las veces que algunos de mis colegas se habían preocupado por mí y por mi familia, los elogios que había recibido de la colega que se identificaba conmigo (precisamente porque ella también estaba marginalizada), la libertad de la que había disfrutado para escribir sobre lo que me interesaba sin que nadie me pusiera peros. El precio de esa libertad había sido la indiferencia a mi trabajo pero debo admitir que el etnocentrismo y desdén de mis colegas era sólo una parte de ese ambiente pues también me quedaba claro (si puede así decirse) que sus silencios a veces reflejaban una actitud sub rosa de reconocimiento, de una reticencia a expresar admiración y respeto. En el peor de los casos esa indiferencia, esos silencios, eran quizás una manera callada de decir ha publicado pero no merece mucha atención, y me sentía tan dolido como aliviado porque no me rendían pleitesía pero tampoco me atacaban. Una pena que nunca pude leerles las mentes.
Quizás en mi subconsciente, la idea de que nadie aprende nada del éxito fue el estímulo que me indujo a enfocarme en lo odioso, en lo desagradable. Yo también andaba deprimido a raíz de una sucesión de desgracias personales de las que me quería olvidar pero no me pregunten por qué para enterrar algo malo tenía que escarbar algo igual o más malo. Quizás este cuento es en realidad un blues que me permite sacarme de encima un desconsuelo pero escribiéndolo en vez de cantarlo.
Entonces, al final del repaso, que como pueden ver resultó breve de verdad, ya exhausto pero desahogado, me pregunté qué podía hacer que no hubiera hecho en veintisiete años para que mi vida colegial fuese más personal, para sentirme valorado más allá –pero también por ello– de las publicaciones, del servicio en los comités, de mi contribución al mantenimiento del flujo de estudiantes que pagaban nuestros salarios y a la tarea de educarlos. Sabiendo que para eso ya era un poco tarde, quise por lo menos sentirme visible, dejar en mis colegas una impresión duradera, hacer algo que les recordara que habíamos trabajado juntos por toda una generación, que habíamos estado en las mismas reuniones, en los mismos actos de graduación con nuestros atuendos medievales.
Después de titubear un poco, decidí recurrir al acto más imprevisible, a un acto que estoy seguro que a mis colegas les pareció extravagante, desproporcional, desquiciado. Yo mismo pienso que fue una locura, no qué va, una estupidez, y sólo me alegro de haberlo hecho después de escribir este relato. Justo cuando uno de ellos, que era el más pedante de todos, supuso que le había encontrado las cuatro patas al gato que habíamos estado hurgando por un tiempo interminable en una reunión especial, sin que nadie se diera cuenta saqué la pistola que recién había comprado y me di un balazo. Demás está decir que logré mi propósito pero resultó contraproducente pues estaba escribiendo un libro que no pude terminar.