¿Un mundo a nuestra escala?
No hay progreso sin acumulación. La aseveración resulta tan cotidiana que es difícil imaginar que hace solamente trescientos setenta y seis generaciones —según los cálculos de Jumping Castle Ian Hodder, unos de los arqueólogos más destacados de su generación y actualmente profesor de la Universidad de Stanford— que los habitantes de la península de Anatolia estuvieron en condiciones de comenzar a acumular. No se puede acumular nada, salvo historias, si una no se queda quieta. Quien primero pensó así seguramente le dolían los pies y se negaba a dar un paso más. Habló el cansancio e inauguramos el progreso. Soltamos los pocos bártulos que teníamos y nos dimos a la tarea de sustituir un albergue de pieles roídas por el viento por algo un poco más substancial y trabajoso.
Esta es la visión que debe tener alguien con el corazón de un banquero sobre la monumental transformación que supuso para los humanos la experiencia del asentamiento. Para estos el progreso no es otra cosa que el equity y es por ello que ahora el progreso anda de capa caída. Nos movemos más y tenemos menos equity que hace diez años. Tanto movimiento en una sola dirección parece haber sido detrimental para el patrimonio. Entre más gente se marcha del país menos gente quiere hipotéticamente nuestras casas. El equity que nos hace hipotéticamente más ricos no es más que el deseo hipotético de que mucha otra gente desee lo mucho o poco que tenemos. Nuestra riqueza es la fantasía sobre la fantasía ajena. La legitima un tasador que llega un día con prisa a tu casa y cuenta con mucha seriedad cuántos baños tiene. Luego te llega por correo un papel con un número. Si le restas el monto de la hipoteca obtendrás el valor de tu patrimonio. Los bancos se lo toman tan en serio que una termina creyéndoles. Pasamos años trabajando y pagando con denuedo para acumular el precio que otros le pusieron al fugaz deseo ajeno. Por eso es que tenemos ahora menos equity. Cientos de miles de años de vagar dejan su huella y hacen que un buen día el vecino se despierte con el deseo de recoger sus bártulos y seguir andando. Sufrimos todos una súbita merma en la cuenta nacional del deseo.
II
Como todos hemos tenido ocasión de comprobar, la visión del banquero es incorrecta. La acumulación no es la causa del asentamiento. Hodder nos sugiere que el asentamiento fue probablemente el resultado de una fiesta tan larga que terminó arrastrándonos hasta la historia. La escala de convivencia humana durante el largo periodo que vivimos como cazadores-recolectores era de unas cuantas docenas de personas. Las relaciones entre estos núcleos exigían de constante colaboración y reciprocidad. Los objetos que circulaban en ese pequeño mundo lo hacían de acuerdo a la normatividad que imponían las circunstancias. Cada objeto dado o compartido reflejaba el interés común en la supervivencia del vínculo y de las normas que lo estructuraban. A lo largo de sus vidas estos pequeños grupos humanos se encontraban con otros. Según la evidencia de los lugares ceremoniales que se han descubierto en distintas partes del mundo las reuniones podían estar pautadas para coincidir con eventos astronómicos, conocidos por la cuidadosa observación de los cuerpos celestes. De estos encuentros salían nuevos vínculos y nuevos objetos. La conglomeración de varios grupos humanos por periodos extendidos requería de la recolección de alimentos a una nueva escala. Todos los cereales que se recogían compartían una característica: la semilla no podía desprenderse del tallo fácilmente, por ejemplo, con la mera acción del viento. La domesticación de los cereales fue el resultado de seleccionar y guardar aquellas semillas que permanecían pegadas a sus tallos por más tiempo. Así vista la agricultura no es otra cosa que la sustitución humana del viento.
Hodder sugiere que nuestra contribución a la reproducción de los cereales eventualmente domesticados es producto de estos encuentros que ampliaban la escala de convivencia humana. Más gente conviviendo juntas por más tiempo alimentó nuestro interés en la propagación de estas plantas cuyas semillas no se caían fácilmente. Para Hodder los humanos establecemos y reforzamos vínculos a través de los objetos. El interés en los objetos —sean estos cereales, herramientas o espejos de obsidiana— refleja siempre de manera directa u oblicua nuestro interés en los vínculos humanos que los hacen posibles. Según Hodder, la relación entre las objetos y los humanos es un claro bicondicional. Si bien la transformación del paisaje a través de los enclaves ceremoniales y la domesticación de las plantas se debió a un temprano interés en encontrarnos y compartir lo que teníamos, también las posibilidades de aprovechar la vastedad de los recursos variados que proveía el paisaje dependía del aumento en la escala de la convivencia y de nuevas formas de concertación. El objeto que se comparte refleja la importancia del vínculo que lo produce y que se reproduce a través del intercambio. Hodder nombra este proceso como uno en el que nos enliamos materialmente. (Aquí la intuición popular llama al endeudamiento para el consumo embrollarse, lo que vendría a ser una especie de enliamiento superlativo). Las pequeñas comunidades de cazadores recolectores se fueron liando a otras a través de las cosas que compartían, mientras transformaban su mundo procurando lo necesario para mantener los nuevos vínculos. De ese enredo (entanglement) de unos con otros a través de aquello surgieron los primeros asentamientos.
III
Hemos aprendido de esa ciencia menesterosa que es la economía que a través de la circulación de los objetos los humanos satisfacemos necesidades, pero hemos aprendido de la antropología que el objeto fue regalo antes que mercancía. El precio no oblitera el mundo de relaciones humanas que hizo posible cada objeto mercadeado. Solo lo opaca. Sabemos muy bien que el enredo de algunas comunidades humanas con Bouncy Castle For Sale las cosas no ha hecho más que crecer, demandando vínculos que por primera vez alcanzan una verdadera escala planetaria para sostenerlo. Sin embargo, hay más comunidades que han permanecido al margen de esa escala que las que participan plenamente de la misma. Sólo las últimas tienen acceso a los medios de divulgación global y por eso nos parece que no hay más mundo que el suyo. Hay sin embargo muchos mundos, no sólo posibles sino actuales, transcurriendo en paralelo al único que se publicita incesantemente.
Hay también quienes aseguran que la escala planetaria resultante del interés de unos pocos en tantas cosas pone en peligro el equilibrio del mismo paisaje global que demanda. El mundo que ha construido el capital —primero a través de los estados modernos y luego queriendo prescindir de estos— amenaza con hacer implosionar el entramado de relaciones vivas del planeta que lo alberga. El único mundo que reconocemos pone en peligro todos los mundos por conocer.
Si el entonces joven imperio estadounidense debatía a principios del siglo pasado en sus diarios, su congreso y su corte suprema si su constitución debía seguir a la bandera que portaba su ejército, los proponentes de una ética global abogan porque no hayan vínculos humanos sin institucionalidad que permita examinarlos y acordar entre todos los afectados los parámetros de lo justo. La incapacidad para lograr este ideal en la escala siempre menor del país, el distrito o el municipio hace a los más pragmáticos —o a los más desesperados moralmente— buscar una ruta alterna. La más común suele implicar un llamado a reducir voluntariamente nuestro interés en las cosas hasta alcanzar una escala en la que este pueda ser satisfecho por vínculos reconocibles, principalmente locales. Producir la energía que se va a consumir a través de fuentes renovables y comprar alimentos y otros productos a proveedores locales equivale a (re)generar un mundo cuyos vínculos se sostienen a través del reconocimiento explícito de lo que unos y otros aportamos material y espiritualmente para reproducir otro mundo a una nueva escala. Ese reconocimiento de unos a otros es ahora un bien moral escaso y vivimos cotidianamente las consecuencias de su escasez. Aumentar sus reservas y ponerlo en circulación resulta una razón suficiente para pensar de nuevo la escala apropiada de la economía.