Ana Karenina
Se dice que Ana Karenina es la mejor novela jamás escrita. Presumo que los que lo han dicho no pueden ni pudieron leer Don Quijote de la Mancha, pero otorguémosle alguna credibilidad a Dostoyevsky, Nabokov y Faulkner, y digamos que es la segunda mejor. También, junto a Les Miserables, es una de las historias que más adaptaciones cinemáticas ha tenido, algo que parece imprudente dada la fama literaria del original.
La presente versión de la adúltera rusa es estéticamente maravillosa e imaginativa. En un teatro se presenta la obra, y la sala puede lo mismo estar llena de espectadores como ser pista de patinaje de hielo o salón de baile de un fastuoso palacio. Vemos los personajes tras bambalinas y en las pasarelas que flotan sobre el escenario, y moviéndose entre la parafernalia que ocupa los espacios tras bastidores. Además, los telones de fondo se convierten en puertas a la campiña o al interior de casas en las que conviven las familias que forman el drama. Hay también unos cortes hermosos en que un tren de juguete se transforma en uno real que cruza la ruta helada entre San Petersburgo y Moscú. Otro en que los pedazos de una carta son lanzados al aire y se convierten en una nevada. Este flujo entre lo dramatizado y lo “real” nos ayuda a recordar que la novela fue una que marcó la transición entre el romanticismo y el realismo, con un pie en la novela moderna, y que lo melodramático en la película está conforme a uno de los temas principales del texto, el amor pasional, que siempre termina en melodrama.
La decoración y la dirección artística, o sea, la concepción visual del filme, son logros del buen gusto y se acercan a lo que uno ve en visitas a los palacios-museos y las casas fastuosas de las dos grandes ciudades rusas que he mencionado. Los vestuarios y las joyas que exhiben las mujeres en la película complementan los escenarios con su exquisitos detalles y comprueban los excesos de la aristocracia zarista antes (el libro se publicó en 1877) de la revolución de 1917.
La suntuosidad que rodea a los personajes y la original puesta en escena no interfiere con la historia principal de Ana (Keira Knightley) quien en un viaje a Moscú conoce al apuesto conde Vronsky (Aaron Taylor-Johnson) y se enamora perdidamente. Tampoco sufre de estas magias cinemáticas la historia paralela de Levin, quien está enamorado de Kitty (Alicia Vikander) la hermana de Dolly (Kelly Macdonald), la esposa de Oblonsky (Matthew Macfadyen) hermano de Ana. Este último ha tenido un brete con la nodriza que ha puesto su matrimonio en situación precaria.
Levin, un alter ego de Tolstoy, se dedica a cultivar sus tierras y a segar el trigo junto a los otros campesinos con los que comparte nuevas ideas sobre la agricultura y la necesidad de remover de la vida en general la falsedad y los lujos, esto a pesar de ser rico y estar expuesto a la vida social de Moscú.
El momento cumbre, la carrera (de obstáculos en la novela y en las otras versiones que he visto de la película) en que el caballo de Vronsky se cae y lo lanza, también ocurre en el escenario del teatro y el corcel cae del proscenio a la platea donde los observadores presencian el sacrificio del animal, está acompañado de la reacción de Ana que delata sin dudas su amor por Vronsky. Me pareció que esta secuencia es de las mejores de la película. Hay un intercambio dramático fuerte y simultáneamente sutil entre los tres actores principales. La reacción casi histérica e incontrolada de Ana al ver a su amante caer la está tratando de apaciguar su marido Karenin (Jude Law, en una actuación estupenda de matices inesperados) cuyo honor acaba de rodar por el piso. Él, sin embargo, controla su emoción y se mantiene aparte de la exhibición pública de sentimientos que tan mal vista está en la sociedad en que circula. En tanto, Vronsky, ajeno a lo que se está sucediendo en los palcos desde donde observa la sociedad presta a juzgar a Ana, lucha con su animal para que vuelva a erguirse en un arrebato de orgullo mancillado porque perderá la carrera. Al darse cuenta de que su yegua tiene la espalda fracturada, la sacrifica de un disparo.
Ese juego de contrapuntos sobre el orgullo presagian hasta cierto punto lo que ha de ocurrir más tarde en las relaciones entre los personajes y se le debe al guión superlativo de Tom Stoppard, quien escribió los maravillosos guiones para “Brazil” (1985) y “Shakespeare in Love” (1998). Pienso que a él, al excelente director (Joe Wright) y al superlativo cinematógrafo (Seamus MacGarvey) también, se les debe un pas de deux casi al final de la película cuando, como suele ocurrir en amores tormentosos, la duda, el aburrimiento y la pérdida del fuego de la pasión comienza a apagarse, y una conversación entre Ana y Vronsky solo nos deja ver a los amantes reflejados en espejos. Ya no son sino una sombra de lo que fueron y la sociedad que los rodea castiga a Ana con el ostracismo e indirectamente condena a Vronsky a perder el amor que le condujo al sacrificio.
Keira Knightley es una buena actriz y la cámara la quiere mucho, la mayor parte de las veces. Es alta, delgada y lleva la ropa de periodos pasados como uno se imagina la llevaban las mujeres más elegantes de esas épocas pretéritas. Su sonrisa, a pesar de uno que otro dientecito torvo, es hermosa y seductora. A veces, como debe de ser para un papel como el de Ana, sus encantos no están tan evidentes. Su belleza, por lo menos para mí, no compara con la de actrices que previamente han encarnado el personaje: Greta Garbo (posiblemente la mejor Ana jamás), Vivien Leigh y Jacqueline Bisset. (Esta última versión tiene la coincidencia trágica que Christopher Reeves, quien hizo de Vronsky, comenzó su descenso a la muerte luego de quedar paralítico después de una caída saltando obstáculos a caballo.) Su actuación es hermosa y cabe entre las previas.
Aaron Jonhson-Taylor es un joven actor que ha rendido buenas actuaciones anteriormente, en particular en “Savages” (2012), de Oliver Stone y, si no lo han visto en “Kick-Ass”(2012) búsquenla lo más pronto posible. Cumple 23 años en 2013 y lo iremos conociendo cada vez más. En Ana Karenina, con el pelo rubio, me recordó el famoso comentario de Noël Coward después de haber visto a Peter O’Toole en “Lawrence of Arabia”: “Any prettier and it would have been Sally of the Desert.” No haré chistes con Ana Karenina. Pero, vaya, lo que Dios da la cámara lo enseña.