El Principito y ese cuerpo que pesa demasiado
“Es demasiado lejos y no puedo llevar
este cuerpo que pesa demasiado.”
–El principito
Cuando tenía diez años me asignaron en la escuela un libro sobre un principito, cosa rara, porque en los libros que me regalaban sólo se hablaba de princesas. Pronto me di cuenta de que, en efecto, era un libro raro, que había en él algo serio que no alcanzaba a entender del todo, que era, a pesar de los dibujos, un libro para adultos.
Una de las primeras ilustraciones representaba, según el “autor”, una serpiente boa que se tragaba un elefante. Era un dibujo, se decía, incomprendido por los adultos, que sólo lograban ver un sombrero. De primer vistazo, yo no veía boa ni sombrero, pero me inquietaba pensar que ciertamente lo de la boa requería una imaginación que, o yo había perdido, o no había tenido nunca. ¿Qué me pasaba? ¿Acaso no era yo una niña? Sin duda era un libro raro e inquietante.
El libro, sin embargo, me hablaba. El tono de su historia era melancólico y, a la vez, divertido. Pronto descubrí que sería, de las muchas combinaciones literarias, mi favorita. Reconocía el ingenio de sus diálogos y la ternura de aquellos misteriosos personajes: un aviador, un niño, un zorro, una siniestra serpiente. El principito me enseñaba a leer.
Era 1972 y hacía poco habíamos experimentado los escarceos de una huelga universitaria, la violencia de un mundo adulto que no entendíamos. Los recuerdos del Principito y la huelga del 71 se me mezclan en la memoria: gases lacrimógenos en la avenida Universidad, un campamento de estudiantes frente a la Torre, el volky blanco de mi papá cruzando Río Piedras como un celaje como por un campo de batalla, mi amiga María Luisa y yo armando las siluetas del Principito y el aviador en una caja de cartón.
Luego supe que Antoine de Saint-Éxupéry, aviador además de escritor (o viceversa), debió haber pensado esa historia con una guerra de fondo, y qué guerra. Escribía desde Nueva York en 1942 y le dedica el libro a su amigo León Werth (1878-1955), un escritor libertario y antimilitarista, mucho mayor que Saint-Éxupéry, cuya amistad desde 1931 lo hizo valedor de la lealtad y cariño del autor de El principito. También le haría el prólogo al libro de Werth, 33 días. En ese libro, publicado póstumamente en 1992, Léon cuenta la aventura de su familia que huye a través de los campos de Francia de la avanzada nazi. El principito se escribía, pues, en honor a un amigo que vivía asediado por la crudeza de la guerra, un amigo que “verdaderamente necesita consuelo”; “a Leon Werth cuando era niño”.
Dicen que El principito es uno de los libros más queridos. Publicado en abril de 1943, hace pocos días cumplió setenta años. Originalmente se publica en inglés y francés en Estados Unidos y una vez terminada la Guerra, en 1946, lo publica en francés Gallimard. En español circula desde 1951, en una edición argentina de Emecé Editores, y desde entonces ha sido traducido y publicado a 250 idiomas y dialectos.
Resulta curioso que algunos estudiosos de la obra de Saint-Éxupéry vean en El principito, las mismas obsesiones que en otros de sus libros, supuestamente para adultos, como si buscara hablar de las mismas cosas de una forma diferente (Higgins, 514). Pocos años después de su publicación, hay quien percibe este libro como parte de un fenómeno de época, una oleada de libros infantiles que, por alguna razón fueron recibidos por los adultos que vivieron la guerra con el mismo entusiasmo que los niños. De todos ellos, El principito sigue siendo el más enigmático.1 (Wagenknecht, 431)
Muchos conocen el contenido de este libro supuestamente infantil. Es la historia de un viaje, o más bien de varios viajes, y como tal, la historia de un descubrimiento íntimo. Como tantos buenos libros, es también –o sobre todo– una historia sobre el valor de la amistad. Como libro sobre la amistad, es también un libro sobre la distancia, la culpa y la pérdida. A los niños les importa muchísimo este tema de la amistad. También a los más ancianos. Entre estos dos puntos nos distraemos en tonterías como las que obsesionan a los personajes con los que se encuentra el Principito en su viaje hacia la Tierra: el poder, la vanidad, la autocomplacencia, la avaricia, el afán del trabajo, la fama. Pero, como dice el Principito, a todas estas criaturas distraídas que somos todos algún día, “no hay por qué guardarles rencor”.
Realmente lo absurdo (e interesante, y abrumador) del encuentro del aviador, narrador de esta historia, con el principito no es la conversación sobre el dibujo sino la tranquilidad con la que el adulto toma el encuentro con el impertinente muchachito. El niño aparece de la nada, en medio del desierto, pidiéndole que le dibuje un cordero. El aviador, por su parte, es un hombre solitario. Confiesa haber vivido toda su vida solo, “sin nadie con quien poder hablar verdaderamente” hasta que conoce al Principito. También él es un tipo raro.
Pronto se entera el aviador de que el principito viene de un pequeño planeta. Súbitamente, el personaje es interesante para el narrador y, por supuesto, para los lectores, y aún más conocemos su teoría sobre la procedencia del enigmático personaje:
«Tengo poderosas razones para creer que el planeta del cual venía el principito era el asteroide B 612. Este asteroide ha sido visto sólo una vez con el telescopio en 1909, por un astrónomo turco. Este astrónomo hizo una gran demostración de su descubrimiento en un congreso Internacional de Astronomía. Pero nadie le creyó a causa de su manera de vestir. Las personas mayores son así».
Esto de ser “persona mayor” parece ser un problema. Ser un adulto es una especie de handicap poético. Es una condición que impide imaginar; así pues se lamenta el aviador: “Me creía semejante a sí mismo y yo, desgraciadamente, no sé ver un cordero a través de una caja. Es posible que yo sea un poco como las personas mayores. He debido envejecer.”
Para evitar envejecer, confiesa el narrador de esta historia, ha comprado una caja de lápices de colores y, como un niño, ilustra con dibujos la aventura del Principito. El niño, por su parte, y según cuenta, tiene preocupaciones de adulto. Ya he dicho que es un niño raro, un niño que se preocupa más por los demás que por sí mismo, obsesionado también por hacer bien a los otros: arrancar los baobabs, deshollinar los volcanes (dos activos, uno inactivo, pero “nunca se sabe”), proteger del viento a una flor vanidosa que tiene cuatro espinas. Este niño, además de laborioso y responsable, es melancólico, persigue las puestas del sol como un anciano. A diferencia de algunos niños, más ocupados en imaginarse ganadores de un premio o vencedores de un torneo, este niño encuentra utilidad en la belleza y mira el mundo con ojos de artista: “Es una ocupación muy bonita – dice del oficio del farolero, que transforma su planeta en estrella o flor al encenderlo – y por ser bonita es verdaderamente útil.”
El niño lucha contra la invasión vegetal que amenaza su pequeño planeta y, como ensayo de su vida adulta, cuida una rosa vanidosa y majadera. La abandona y, como pequeño odiseo, sale a explorar el universo. Encuentra varios personajes que son, a fin de cuentas, todos los adultos en los que podría convertirse cualquier niño: obsesionados por el poder, la vanidad, la codicia, la autocomplacencia, la ambición, el hambre de reconocimiento.
La primera criatura que conoce el principito en la Tierra es la serpiente. Su primera experiencia es, pues, edénica, y la tentación – descubrimos luego – es la de la huida, la del regreso al Ser. Así pues no nos sorprende que a continuación se encuentre con su propio eco, en lo alto de una montaña, y con un jardín de rosas, eco de su propia melancolía por una flor que creía única. El consuelo llega pronto gracias a un zorro, aficionado a las gallinas, más sabio que astuto, que le demostrará que es realmente el afecto, y el compromiso que deriva de él, lo que nos hace tan especiales. En resumidas cuentas, la identidad proviene de los vínculos que hacemos con los otros y con el mundo. “Cuando vea un trigal pensaré en ti, tú que tienes los cabellos dorados como el trigo.” El mundo, entonces, se transforma gracias a los vínculos que hacemos con otros seres humanos. Recordemos, escribe en el verano de 1943, quizá, el mundo parecía que acababa. Casi como el de ahora.
Un año después de la publicación del libro, una mañana de julio de 1944, el avión de Antoine Saint Exupery cayó abatido por fuego enemigo. No se tuvo noticia suya hasta que, en 1988, un pescador encontró en sus redes de pesca una pulsera con el nombre de Saint-Éxupéry. Después de una intensa búsqueda, se encontraron los restos del avión en aguas de Marsella. Fue entonces que, Horst Rippert, un anciano de 88 años, confesó ser el responsable de la desaparición del adorado autor de El principito: “Yo esperaba que no fuera él, porque en nuestra juventud todos habíamos leído sus libros y los adorábamos.” Resulta revelador que muchos alemanes, a pesar de la guerra, habían leído los libros de este escritor enemigo y, según el mismo Rippert, lo veneraban.
Ésta no es, sin embargo, la última noticia que se tiene de este libro ya anciano. El año pasado se publicó el hallazgo de dos páginas inéditas de El pequeño príncipe, posiblemente escritas en 1940. En ellas aparece un personaje extraño al argumento final del libro, el primer hombre que encuentra el Principito en la Tierra, el crucigramista, un individuo que busca infructuosamente una palabra de seis letras equivalente a gargarismo. Dicen los expertos de la casa de subastas que, posiblemente, la palabra que buscaba el afanado crucigramista pudo haber sido: “guerra”. A saber.
El crucigramista buscaría palabras con letras contadas, pues ya sabemos la manía de las personas mayores de contabilizarlo todo. Nosotros, que en estos días, vivimos asediados con informes, tablas y conteos, sabemos muy bien lo lejos que están esos números de la poesía y, por lo tanto, de las cosas verdaderas. Pero, en fin, el mundo es de los adultos, ese mundo de los números y la guerra.
Por eso regreso hoy a las lecciones de El principito. La perfección, lo aprendimos, es siempre imaginada. A la verdad, también lo sabemos, se viaja como al origen: queda demasiado lejos y no podemos llevar “este cuerpo que pesa demasiado”.
Obras consultadas
“Encontradas por casualidad dos páginas inéditas de “El principito” El País, 4 de mato de 2012. http://cultura.elpais.com/cultura/2012/05/04/actualidad/1336130508_600561.html
Fay, Eliot G. “The Philosophy of Saint Éxupéry”. The Modern Language Journal. 31.2 (Feb 1947): 90-97.
Gómez Montoya, John Jairo, “Diálogo póstumo” [http://aprendeenlinea.udea.edu.co/revistas/index.php/mutatismutandis/article/viewFile/14/245]
Higgins, James E. “The Little Prince: A Legacy”. Elementary English. 37.8 (December, 1960): 514-515, 572.
Saint-Éxupéry, Antoine. El principito. Comentario de Juan Antonio Massone. Ebook Andrés Bello, 2013
“Un aviador alemán reconoce haber derribado el avión de Saint-Éxupéry” El País, 15 marzo 2008. http://elpais.com/elpais/2008/03/15/actualidad/1205567331_850215.html
Sorela, Pedro. “La escritura como consecuencia. Revista de libros de la Fundación Caja Madrid. 48 (Diciembre 2000): 51-52.
Triebel, L. A. “The Humanism of Saint-Éxupéry. The Australian Quarterly. 23.1 (Mar 1951): 92-103.
Vázquez-Rial, Horacio. “Léon Werth existe” Libros Digital. 4 de noviembre de 2010. http://libros.libertaddigital.com/leon-werth-existe-1276238331.html
Wagenknecht, Edward. “The Little Prince Rides the White Deer: Fantasy and Symbolsim in Recent Literature” College English. 7.8 (May 1946). 431-37.
- Wagenknecht apunta varios ejemplos, entre ellos Mary Poppins (1934) de P. L. Travers y El Hobbit (1937) de J. R. R. Tolkien. [↩]