El caso de aquellos inquietantes libritos escolares
Todo comenzó en una biblioteca, como era de esperarse. Había dedicado el verano a leer para un curso de novela policial que fue cancelado a penúltima hora por la administración de Río Piedras, y buscaba, en ánimo revanchista, un tema adecuado para iniciar el año académico que se avecinaba. Después de dar vueltas entre los libros como tigresa enjaulada, justo cuando la prensa montaba el tinglado del back-to-school tropezó mi vista con la sección de textos escolares y la olvidada saga de Pepín y Rosa. Allí estaban, dignos y mudos, como venerables ancianos en sus poltronas, los antiguos tomitos: ¡A jugar y a gozar!, ¡A la escuela!, Pueblo y campo y Érase una vez bajo las palmeras. Este último era el único que llevaba el nombre de la autora en el lomo: Ángeles Pastor. Ahora sé que es por muchos conocida, pero en el momento, y desde mi ignorancia, no me sonaba. Pasé las páginas y escuché otras voces. ¿Cómo pude haber olvidado esas imágenes, esas historias? ¿Qué más habría entre estos libros que se guardaba hoy en mi inconciencia como cicatriz o como culpa?
Abrí el libro, pasé las páginas y di con la imagen de Osita, vestida “con su traje cuajado de estrellas” y su caballo de siete colores. A más de medio siglo de su publicación, la historia de Osita, una versión muy libre de “Piel de asno”, resultaba impresentable: “Osita le trajo el caballo, y Rodolfo dio a la niña tres azotitos cariñosos con el foete de su caballo, mientras le dijo: – Osita, yo iré al baile, Tú bailarás aquí. Baila, Osita, baila.” (Énfasis añadido, por supuesto.) ¿Cómo no me había dado cuenta, entonces? ¿Qué más había entre estos libros que ahora vería diferente?
La curiosidad quedó embobinada y, con el mismo fervor que le hubiera dedicado a las obras de Leonardo Padura y Manuel Vázquez Montalbán, me puse a rebuscar entre aquellos libritos y su historia. Había encontrado la pista de un crimen, y la víctima, es decir, varias generaciones de puertorriqueñas, bien valía una puntillosa pesquisa. De lo que encontré en esos días, doy cuenta aquí, para los desocupados lectores de 80grados.
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Miles de niñas y niños aprendieron a leer con los libritos de los Laidlaw Brothers, la casa editora de Pepín y Rosa. Y no sólo los puertorriqueños de la segunda mitad de siglo XX, sino también muchos dominicanos, y probablemente panameños y ecuatorianos, cuyas escuelas adoptaron esta “moderna” serie para los grados primarios. Mi amiga Fiordalisa María Contín, educada en una escuela rural de San Francisco de Macorís, recordaba “La gallinita ciega” en la misma versión de Nuestros amigos que leíamos mis hermanas y yo, para los mismos años, en el Colegio Eugenio María de Hostos de Río Piedras.
Editaba la Laidlaw Brothers, con subsidiarias en Illinois, New Jersey, California, Texas y Georgia, pero un equipo mayormente de puertorriqueños preparaba el material, entre otros: Ángeles Pastor, del Colegio de Pedagogía de la UPR, Rosa Guzmán Vda. De Capó, Ex Superintendente Auxiliar de Escuelas, Carmen Gómez Tejera, Catedrática Emérita de Pedagogía de la UPR, Rubén del Rosario, Catedrático de filología española, Juana Méndez, Investigadora Científica Asociada del Consejo Superior de Enseñanza y Julita S. De Venegas, maestra de “grados primarios”, como se decía entonces.
John Laidlaw, el fundador de la editorial, era un hombre del siglo diecinueve, educado en Missouri, maestro de vocación desde los dieciséis años, que era como se empezaba entonces. Continuó sus estudios universitarios y llegó a ser superintendente de escuelas en Cape Girardeau, Missouri, y presidente del Board of Education en plena Depresión, de manera que le tocaron tiempos duros. Primero se asoció con D. C. Heath Publishing, y cuentan que andaba por aquellos mundos a caballo, alentando a los maestros a usar mejores textos escolares. Así fue como se hizo empresario editorial, junto a su hermano, en la Laidlaw Brothers Publishing. Cómo llegó el Departamento de Instrucción a los Laidlaw Brothers, me imagino que en algún lugar debe explicarse. Yo no sabía, en 1967, cuando abrí uno de sus libros en primer grado, que cinco años antes había muerto, ya octogenario.
Paso las páginas y me transporto al sofocante salón de segundo grado, 1968. El libro tiene no sólo las cicatrices de todo texto escolar –dibujos, nombres olvidados, manchas de humedad– sino además las marcas del país para el cual se educaban aquellos niños de los sesenta: ventanas miami, mamá con delantal, papá con maletín, el campo y la ciudad. Sin embargo, debo apuntar que los relatos solían aliviarme el tedio de la escuela. Prefería leer “Caramelín y Caramelón” que hacer ejercicios de aritmética o tomar el dictado de inglés.
La primera experiencia con la literatura es, para muchos, sólo la que tienen en la escuela. Eso lo sabía muy bien el equipo de investigadores que para mediados del siglo pasado trabajó con los programas de educación elemental en Puerto Rico. Resulta interesante la función protagónica que le adjudican a la ficción, al folklore y a la poesía en toda la serie, y el esfuerzo por colocar a sus lectores en un entorno caribeño. Por otro lado, todos los libros, de primer a sexto grado integran ensayos, relatos y poemas de autores entonces contemporáneos: Juan Ramón Jiménez, Rafael Alberti, Rabindranath Tagore, Nimia Vicéns, Evaristo Rivera Chévremont, Isabel Freire, Francisco Matos Paoli, entre otros.
Algo se ha escrito sobre la carga ideológica de estos libros y me imagino que mucho más está por investigarse sobre esta serie que dominó el imaginario infantil de varias generaciones, desde comienzos de la década del sesenta. Puedo decir, sin temor a equivocarme, que mientras la remota memoria afectivo-libresca de Aníbal Acevedo Vilá y Rafael Bernabe, como la mía, está habitada por Pepín y Rosa, la de Magali García Ramis, según me cuenta, por Fido el perro y el gato Pituso. Si aún conservan ustedes esos libros, échenles una miradita. Tal vez encuentren allí la clave de alguna de sus más alucinadas fantasías o de varias tremebundas pesadillas. Eso hice yo esos días, no sólo con Pepín y Rosa, sino también con Catilanguá Lantemué, Luis y Ana, como les cuento a continuación.
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Ángeles Pastor (1905-1997), autora de la trilogía Puertas de luz, (Érase una vez bajo las palmeras, Érase una vez bajo los yagrumos y Campanillitas folklóricas) también dirigió la serie de nivel elemental. En el segundo de esos libros figura el relato “Catilanguá Lantemué”, a mi juicio (y de muchos lectores dominicanos, como averigüé en mi pesquisa), uno de los mejores cuentos. Tan pronto vi la imagen, lo recordé con el mismo pavor que me causó a mis cinco años:
“Buey, buey, buey,
buey, esperanza de mué,
¿has dicho que yo me llamo
Catilanguá Lantemué?”
El cuento recupera el motivo central de la historia de “Rumpelstikin” de los Hermanos Grimm –la búsqueda del nombre de una criatura siniestra– pero en el contexto de la ruralía caribeña. La vecina –a la que acude el pobrecito Juan Calalú en busca de candela, por órdenes de su madre– tiene origen misterioso, y no se explica cómo ni porqué tiene las patas nada menos que de barro. No sólo se desconoce su origen, sino también su nombre “porque no había hecho amistad con ningún vecino del barrio”, aunque, como se informa más adelante, los discretos animales parecen conocerlo. Me intrigaba este cuento, de evidente sabor africano y que, según declara en una entrevista, Ángeles Pastor había recopilado en Loíza Aldea1 . Su trasunto legendario, la gracia de las repeticiones y el aire de misterio, me llevó a rebuscar en las ondas cibernéticas y así di con la figura de Pura Beltré, que en 1944 había publicado un cuento que, evidentemente, se emparentaba al de Ángeles Pastor: “Casi Lampu’a Lentemué” de la colección The Tiger and the Rabbit2 . En su versión, la bruja del pueblo le exige al protagonista que adivine su nombre a cambio de su libertad.
¿Qué relación habría, entonces, entre estos dos cuentos?
Me disculpo por dejar el misterio aún sin resolver. He pedido el libro The Tiger and the Rabbit, originalmente publicado en 1944, al Sistema de Bibliotecas para continuar la búsqueda. Mientras tanto, les cuento de Pura Belpré, que resultó ser, como Ángeles Pastor, otro descubrimiento por cuya ignorancia ruego la indulgencia de los sabedores de literatura infantil. Sucede que Belpré, como Pastor, se dedicó a rebuscar, entre la memoria oral, materiales para los niños puertorriqueños (de aquí y de allá). Nacen en el cambio de siglo y ambas estudian en la Escuela Central de Santurce, incursionan en la docencia a temprana edad, viven en Nueva York y, por lo tanto, conocen la comunidad puertorriqueña en el exilio, y participan –de una manera u otra– en los esfuerzos de fundar un corpus educativo para la población puertorriqueña: Pura Belpré, desde la biblioteca, y Ángeles Pastor, primero desde el salón de clases y luego como investigadora de currículo3 . Estas vidas paralelas tienen algo principal en común: el compromiso con la educación de su comunidad. Las coincidencias del relato de “Catilanguá Lantemué” resulta revelador. Entendieron la importancia de la veta cultural más propia: la tradición oral, origen de buena parte del corpus de la literatura infantil universal, desde las fábulas de la antigüedad y los relatos de Perrault y los hermanos Grimm, hasta las historias de espanto de los choferes de carros públicos. Por otro lado, estas historias tradicionales son testimonio de un sustrato de literatura popular arraigada en la memoria histórica que, en pleno conflictivo comienzo del siglo XX, coexistía con las pretensiones de modernidad.
Antes del proyecto de la serie de Ángeles Pastor, y aún antes de la empresa folklorista de Pura Belpré, varios educadores y escritores habían intentado suplir la necesidad de libros escolares durante el cambio de soberanía, para el país (el que fuera) que comenzaba a perfilarse. Eso, como sabemos, no lo tenían tan claro. Manuel Fernández Juncos traduce inicialmente los libros de Sarah Louise Arnold y Charles B. Gilbert en Los primeros pasos en castellano y Libro primero de lectura y, según Flor Piñeiro de Rivera, “enlazó luego, por medio de brillantes textos escolares, la cultura hispánica y la sajona” (8-9). Más adelante, José González Ginorio prepara los primeros libros de lectura con los que mi madre (nacida en 1927) aprendió las primeras letras en una escuelita de Adjuntas. Decidí, pues, conocer personalmente los libros y visité la Sala de Bibliotecología, para tomarles fotos y luego interrogar a mi testigo. Esa noche mi madre salió de su bruma para revisar conmigo, ochenta años después, los libros de Luis y Ana.
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Es difícil imaginar a los jíbaros de principio de siglo ojeando estos libros en los que aparece tan distinguida familia. La madre, “la buena madre”, criatura adorada y venerada desde las páginas iniciales, se muestra elegantemente vestida, con corsé y todo, sentada ante una mesa, con su labor de aguja sobre el regazo. El niño Luis, protagonista indiscutible del libro, viste un traje de marinerito y un calzado de botones. El padre, tan elegante como la madre, tiene un caballo blanco que usa para ir al pueblo, donde trabaja. En los días lluviosos, Luis lo monta para ir a la escuela, pues “los niños deben ir siempre a la escuela”, hasta cuando llueve torrencialmente, advierte el libro. ¿Cuántos niños puertorriqueños tendrían un caballo blanco disponible los días de lluvia? También hay una niña, Ana, personaje secundario y subalterno, aunque no tanto como “el nene”, el tercero de los hijos, de significativa caracterización. Completan el reparto el perro Leal y el gato Mauro, antepasados del Lobo y Mota de los libros de Ángeles Pastor y compañía.
Comprendí muchas cosas de mi madre al conocer a la pequeña Ana: “Todo está limpio. Nada está roto. Ana es cuidadosa. Las niñas deben ser cuidadosas.” … “Ella cuida al nene mientras su mamá cose la ropa o limpia la casa. Ana es buena, ¿verdad?” En el segundo libro Ana se integra al mundo escolar, de la mano de su hermano. La maestra la saluda al llegar y, de fondo, ceremoniosamente enganchada en la ventana, preside la bandera norteamericana. Es 1916 en Puerto Rico, E. E. U. A.
De la serie de “Pepín y Rosa” que todos los puertorriqueños conocimos, quedan tal vez sólo pesadillas: Corre, lobo, corre. Toma, Mota, la bola. Pepín, Rosa y Tito, el trío de hermanos, vivían en el Puerto Rico cambiante de los sesenta, con sus padres perfectos en una casita sin rejas, sin carro y sin vecinos. Al revisar sus libros, en retrospectivo análisis, descubrí implicaciones algo inquietantes: un santaclós que visita la casa de Pepín y Rosa, la escasa presencia del papá, la súbita aparición de mudos niños morenos en la edición de 1969. También en estos libros, como en los de Luis y Ana había extrañas imágenes de un no-lugar, un Puerto Rico imaginario. Los ilustradores, una vez más, eran todos norteamericanos, y a saber si a distancia montarían aquel escenario fabuloso4 . Mientras Beth, Bea, James y Jack dibujaban para la niñez puertorriqueña, Irene y Jack Delano, Antonio Martorell y Lorenzo Homar hacían de las suyas en otras empresas editoriales para la niñez.5
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Si creen que hacer un libro para niños es cáscara de coco, se equivocan. Sorprende que, según Noticel reseñara este agosto, el Departamento de Educación haya emprendido tan atropelladamente el proceso de evaluación de libros para su nueva escuela del siglo XXI. Si de veras es tan importante el libro de texto como herramienta de trabajo, tanto para el educador como para el educando, es bastante preocupante que la creación de los libros esté en manos de editoriales comerciales y no en equipos de educadores independientes. Así pues, con el afán de la venta anual, los materiales de los que están hechos estos textos son precarios, las ideas, pasajeras; es un proyecto kleenex: nos soplamos los mocos, y al zafacón.
Por otro lado, en su afán de complacer a los adultos concernidos (maestra sobrecargada de trabajo, supervisor de disciplina, director escolar, padre ansioso, secretario de educación o jefe de arquidiócesis, partido político o iglesia), el libro llega atado a miles de requerimientos que, de vez en cuando, resultan difíciles de armonizar. Entonces aparecen estas criaturas extrañas, marcadas por su tiempo y sus ideas, pequeños monstruos ideológicos o felices quimeras de venerable recordación. Aquello de la polifonía de la que se habla en los análisis literarios, adquiere aquí la imagen de una hidra espeluznante. El texto escolar permanece, pues, como la escena del crimen, repleto de señales clamando a gritos que alguien venga a investigar, para hacerle justicia al inocente.
Bibliografía consultada
Alonso García, Neyda. Visión panorámica de la labor pedagógica y literaria de Ángeles Pastor. Tesis. UPR, 1980.
García Santiago, Blas. La figura de Ángeles Pastor en la narrativa infantil puertorriqueña. Tesis. UPR, 1982.
González Ginorio, José. Libro primero. Luis y Ana. Ilustraciones de Helen Babbit y Ethel Blossom. NY: D. C. Heath, 1916.
—. Libro segundo. Luis y Ana. Ilustraciones de Helen Babbit y Ethel Blossom. NY: D. C. Heath, 1918.
Laidlaw Brothers Publishers. http://thomaslaidlawcraftedproductions.wordpress.com/2011/09/27/the-birth-of-laidlaw-brothers-publishers/
Nieves, Carmen. (Locución) “Catilanguá Lantemué”, cuento de Ángeles Pastor, video. http://www.youtube.com/watch?v=3bj_8oWRt0I
Pastor, Ángeles. “Catilanguá Lantemué”, documento digital (PDF) en blog: Literatura Infantil y Juvenil Dominicana. 1ro de junio de 2011. http://infantojuvenildominicana.blogspot.com/2011/06/catilangua-lantemue.html
—. Ésta era una vez bajo las palmeras. River Forest, Illinois: Laidlaw Brothers, 1959.
—. Ésta era una vez bajo los yagrumos. River Forest, Illinois: Laidlaw Brothers, 1959.
Piñeiro de Rivera, Flor. Un siglo de literatura infantil puertorriqueña. 1876-1978. Río Piedras: EDUPR, 1987.
Guide to the Pura Belpré Papers. Archives of the Puerto Rican Diaspora. Centro de Estudios Puertorriqueños. Hunter College, CUNY. Octubre de 1991. Guía revisada y actualizada en el 2005 por Pedro Juan Hernández y Nélida Pérez. http://pdf-esmanual.com/books/26046/gui..
- Me refiero a las entrevistas que sostuvo con Ángeles Pastor, Blas Santiago García como parte de la investigación para su tesis de maestría, La figura de Ángeles Pastor en la narrativa infantil puertoriqueña. UPR, 1982. [↩]
- Hay una primera edición de la Houghton Mifflin de 1944, reeditada en 1946, con ilustraciones de Kay Peterson Parker, y otra de 1965 por la J. B. Lippincott Company con ilustraciones de Tomie de Paola. [↩]
- Pura Belpré (1897-1985) estudió bibliotecología en Nueva York y fue la primera bibliotecaria puertorriqueña e hispana del sistema público de esa ciudad, donde se distinguió por su labor educativa, cívica y cultural en pro de la comunidad puertorriqueña. Se afanó por recopilar el folklore puertorriqueño y divulgarlo a través de sus historias y funciones de títeres para niños, desde inicios de la década de 1930. Reconocida autora y traductora de varios libros infantiles, su labor redefinió las relaciones de las bibliotecas con su comunidad. En 1943 se casó con el violinista y compositor afro-americano Clarence Cameron White. El Centro de Estudios Puertorriqueños de Hunter College custodia su legado documental. Ángeles Pastor (1908-1997) obtuvo su diploma de normalista en 1926 y su bachillerato de la Universidad de Puerto Rico en 1939, mientras trabajaba como maestra en la Escuela Modelo de la UPR. Cursó los grados de maestría y doctorado en educación en la Universidad de Columbia, Nueva York. Fue catedrática de la Facultad de Pedagogía de la Universidad de Puerto Rico y Subsecretaria de Instrucción Pública de 1969 a 1972. Además de su labor de recopilación y edición de literatura infantil para libros escolares, tiene varios relatos y poemas originales, algunos de los cuales permanecen inéditos. Es evidente su vocación musical en el afán por incluir el verso en las colecciones y aún dentro de los relatos, que suelen acompañarse de la anotación melódica de María Luisa Muñoz. [↩]
- Entre los ilustradores, además de Beth Wilson, Bea Leonard y James Buckley, hay un tal Jack Boyd que podría ser Jack Carleton Boyd (1916-1998), animador en los Estudios Disney de 1939 a 1973. Boyd participó en la animación de Cenicienta, La Bella Durmiente, 101 Dálmatas, La espada en la piedra, Mary Poppins y otras películas de ese estudio. Fue él quien ilustró los dos libros de cuentos de Ángeles Pastor. No sabremos nunca si vino de viaje o le mandaron fotografías, pero los cuentos que posiblemente ilustró para la serie puertorriqueña, gráficamente, están ambientados en un entorno rural, tropical, con palmeras y matas de guineo. Así pues, la portada de Érase una vez bajo las palmeras tiene un inquietante trasunto a Blanca Nieves y Bambi. [↩]
- Véase el estudio de Flor Piñeiro de Rivera, Un siglo de literatura infantil puertorriqueña. 1876-1978. Río Piedras, EDUPR, 1987. [↩]