Archipiélagos coloniales y otros imaginarios caribeños
De pasatiempos solitarios
Esta reflexión toma como punto de partida un pasatiempo que he estado cultivando durante varios años… y que no he conectado hasta muy recientemente con mis trabajos de tipo académico. Resulta que desde hace años, cuando estoy de viaje, me encanta visitar tiendas de mapas viejos y preguntar por los mapas que tienen del Caribe. Esta es, por cierto, una curiosidad inusual en mí, porque todo el que me conoce sabe que no tengo idea de lo que significa el espacio, y por ello casi nunca tengo idea de dónde estoy. Por lo tanto, para mí el mapa es una suerte de enigma que a duras penas conecto con el espacio real. De ahí que el mapa sea una representación simbólica con la que tengo una relación completamente textual.Los mapas y la cartografía tienen una larga historia y tradición. Como representaciones supuestamente fidedignas del mundo, sabemos de sobra que los mapas crean sus propias ficciones. Aunque vivimos en la era de “Google earth”, y sabemos que Google, junto con Walmart, Amazon y Monsanto pueden prácticamente inventar el mundo a su antojo, todavía nos afanamos por entender el mundo a través de mapas. Un buen ejemplo es el trabajo reciente de Jerry Brotton en la serie de BBC Maps: Power, Plunder and Possession (2010) y en su libro The History of the World in 12 Maps (2013).
Para dar un ejemplo contemporáneo del carácter representativo e ideológico de los mapas, basta con mencionar el debate sobre cómo el Mapa Mercator (diseñado por primera vez en 1569 como un mapa de navegación), que es el que se utiliza más ampliamente para representar el mapa mundial, contiene una distorsión que hace ver a los países del hemisferio norte como más centrales y grandes que los países en el hemisferio sur. Esta inexactitud visual no era inusual en el siglo 16, pero esta distorsión se ha convertido en el modo en que usualmente imaginamos la preminencia del primer mundo (ubicado en el norte) sobre el sur global:
Como alternativa, se ha propuesto la Proyección Gall-Peters (1855, 1967), que representa un mapamundi que es más fiel a las proporciones reales, aunque todavía no escapa a las distorsiones de los mapas planos:
En esta representación, el hemisferio sur no solamente contiene más territorio terrestre que el hemisferio norte, sino que Africa se vislumbra como un continente mucho más grande de lo que usualmente lo imaginamos:
La serie West Wing presentó el tema en el episodio 16 Somebody’s Going to Emergency, Somebody’s Going to Jail, destacando cómo estas “distorsiones” refuerzan modos de pensar el orden mundial en los que se privilegian las nociones de tamaño, el hemisferio norte a expensas del sur, y la cultura Euro-occidental a expensas del sur global.
Es en este contexto de mapas controversiales que quiero compartir uno de los mapas con los que estoy obsesionada últimamente en mis últimas “cogitaciones” nerdianas sobre el Caribe.
De un mapa del archipiélago… caribeño
El caso es que con el paso de los años, he ido encontrando una serie de mapas, todos ellos diseñados por cartógrafos europeos, y producidos entre 1650 y 1750, en los cuales el Caribe se describe como el “Archipiélago de México”. El mapa que me gustaría discutir en más detalle se titula Le Golfe de Mexique et les Provinces et Isles qui l’Environ comme sont y fue diseñado por Nicholas de Fer en 1717. Nicholas de Fer (1646-1720) fue un cartógrafo, grabador y editor francés, conocido generalmente como el cartógrafo ofical de los Borbones. Desde principios del siglo 18, Fer fue el geógrafo oficial primero de Felipe de Francia, Duque de Anjou, luego del rey de Francia y finalmente del Rey de España. A partir del 1711 fungió simultáneamente como el cartógrafo oficial de los reyes de España y Francia. Las denominaciones incluídas en el mapa son las relativamente usuales, el Mar del Sur para el Pacífico, y el Mar del Norte para el Atlántico. Sin embargo, en el contexto de esta representación del Golfo de México, me resultaron interesantes dos detalles: por una parte, que en este mapa se piensa el Caribe como un archipiélago (quizá iteración colonial de las Canarias, como sugiere Anthony Stevens Arroyo), y por otra parte, que el Caribe se vincula con México en vez de España.
Por supuesto que el descifre del mapa tiene varios niveles. Y aquí es que la confesión nérdica tiene su apogeo. El más inmediato es el que se relaciona con el modo en el que a principios del siglo 17 se concibe el Caribe en el contexto del imperio español. Me refiero concretamente al contexto histórico en el que se produce el mapa. Por una parte, 1717 es fecha interesante, porque de acuerdo al historiador Franklin Knight, los siglos 17 y 18 fueron el periodo culminante de la piratería, momento en el que diferentes potencias europeas compitieron por el dominio de los territorios españoles de ultramar. El Caribe fue precisamente una de las zonas más codiciadas, y sabemos que la “era de los bucaneros” terminó aproximadamente para la segunda década del siglo 18. Un dato relacionado e importante es que la Armada de Barlovento, creada por el imperio español para resistir la piratería inglesa, holandesa y francesa, estuvo en operaciones entre 1636 y 1738. De modo que el mapa se produce en la época final del período más intenso de la competencia entre imperios que explica la división cultural, política, racial y lingüística que caracteriza la región caribeña incluso hasta el presente. De acuerdo con Juan Bosch, es precisamente este período uno de los momentos claves en la historia del Caribe como “una frontera imperial de cinco siglos”.
En su fascinante libro The Spacious Word: Cartography, Literature, and Empire in Early Modern Spain, Ricardo Padrón examina los mapas producidos durante la los siglos 16 y 17 y destaca su carácter textual. Uno de los aportes principales del libro es la noción de “literatura cartográfica”, que le permite al autor analizar las representaciones discursivas e iconográficas del espacio en mapas, relaciones, relatos de viaje y textos literarios para descifrar el imaginario del imperio español en la temprana modernidad. Padrón señala muy atinadamente, que el imperio español producía mapas para consumo interno que diferían de los mapas para uso de un público más amplio. Uno de los detalles más interesantes de este proceso de producción cartográfica es que el imperio no se imaginaba del mismo modo interna y externamente. El caso del mapa de Fer es interesante, por consiguiente, porque en su representación de las Américas a partir de 1711 operaba la doble mirada de su función como cartógrafo oficial del rey español y francés. Evidentemente las fronteras entre la corona española y francesa eran bastante porosas a principios del siglo 18, particularmente porque durante el reinado de Felipe V de España (1700-1724), los dos imperios se consideran aliados porque el Rey de España era el nieto de Luis XIV de Francia. Sin embargo, a pesar de sus alianzas, las coronas española y francesa mantuvieron políticas y agendas separadas. Entonces, y pensando en el análisis propuesto por Padrón, cabe preguntarse ¿cuál óptica imperial se proyecta en este mapa del “Archipelage du Mexique”?
Y es precisamente a partir de este contexto que se hace posible descrifrar el tercer elemento importante consignado en el mapa. Me refiero, específicamente, a la organización interna del imperio español para la administración de los territorios de ultramar americanos. Sabemos, por ejemplo, que el Caribe funcionó como una extensión administrativa de la Nueva España desde principios del siglo diecisiete. Famosos son los versos con los que Bernardo de Balbuena describe a la Nueva España como el centro imperial y mercantil del imperio español en La grandeza Mexicana (1604):
… de España lo mejor, de Filipinas
la nata, de Macón lo más precioso,
de ambas Javas riquezas peregrinas;
la fina loza del Sangley medroso,
las ricas martas de los scitios Caspes,
del Troglodita el cínamo oloroso;
ámbar del Malabar, perlas de Idaspes,
drogas de Egipto, de Pancaya olores,
de Persia alfombras, y de Etolia jaspes;
de la gran China sedas de colores,
piedra bezar de los incultos Andes,
de Roma estampas, de Milán primores;
cuantos relojes ha inventado Flandes,
cuantas telas Italia, y cuantos dijes
labra Venecia en sutilezas grandes…
al fin, del mundo lo mejor, la nata
de cuanto se conoce y se practica,
aquí se bulle, vende y se barata.
(Cap. III, tercetos 40-46).
En nuestra lectura colaborativa de este poema, Barbara Fuchs y yo hemos señalado que (perdonen la auto-cita, pero es que el plagio es peor): “En La grandeza mexicana, Balbuena produce un nuevo imaginario que desplaza el centro del imperio español al virreinato de la Nueva España al concebirlo desde una ciudad de México que funciona como bisagra y centro de operaciones entre los mercados europeos y asiáticos”. Balbuena consigna, por una parte, la primacía de la tierra firme por sobre el Caribe insular en el proyecto de expansión imperial y explotación colonial en las Américas. Al mismo tiempo, su poema se refiere concretamente a la centralidad de la Nueva España en una importante ruta comercial —los Galeones de Manila— que entre 1565 y 1815 conectaban a Europa con el codiciado oriente, transportando plata de América al Oriente y seda, especias, piedras preciosas y otros productos desde China via Manila-Acapulco-Veracruz-el Caribe-las Canarias, hasta Europa. De acuerdo con Gunder Frank, en su conocido libro ReOrient: Global Economy in the Asian Age (1998), los Galeones de Manila crearon un circuito mercantil verdaderamente global, y en ese contexto la Nueva España fungió como lo que Barbara Fuchs y yo hemos denominado como una “metropolis colonial”. De repente en el mapa de Fer se complica la cartografía imperial, porque el imperio crea sus metrópolis alternativas en medio del territorio de ultramar.
Por otra parte, otro testimonio concreto de la centralidad de la Nueva España como centro de operaciones del imperio español es el “situado mexicano”, una subvención de las arcas imperiales que fue enviado entre 1587 y 1814 de la Nueva España a Puerto Rico (Gonzalez Vales) y a las Filipinas (Bjork), para sostener la economía de las regiones menos prósperas del imperio español. Por tanto, aunque la transferencia de la administración del Caribe a la Nueva España no ocurre oficialmente hasta el siglo 18 —precisamente bajo los Borbones y durante la época representada en el mapa de Fer— desde mucho antes el Caribe había funcionado como una subdivisión administrativa de la Nueva España… Por tanto, si la Nueva España se convierte en metropolis colonial entre el siglo 17 y 18, el Caribe, por el contrario, se convierte en archipiélago dos veces colonial.
Es en este contexto que este mapa nos permite pensar acerca del lugar que ocupa el Caribe en el imaginario colonial latinoamericano y en el deseo imperial europeo. En ese espacio, por una parte, se destacan varios aspectos que me gustaría dejar como preguntas abiertas para desveladas futuras a son de café y donas Aymat. Por una parte, está todo el tema del lugar del Caribe en el largo proceso de colonización español y europeo. Aunque de primera instancia, el Caribe representó un punto de partida y un eje importante en las rutas marítimas—tanto militares como comerciales— del imperio español, evidentemente ya para comienzos del siglo 18, el Caribe se ha convertido en una dependencia de la Nueva España, la metropolis colonial que conecta el Pacífico y el Atlántico. Por otra parte, el concepto mismo del archipiélago, como unidad que organiza la zona insular caribeña, funciona como imaginario simultáneamente dispersador y aglutinante que aplana las diferencias políticas imperiales en la zona. Después de todo, para el 1717, el Caribe se encuentra ya fragmentado en zonas bajo dominio español, francés, holandés e inglés, así como zonas que pasaban de un dominio imperial a otro. En ese contexto, denominar la región como “Archipiélago de México” es darle una unidad política y administrativa que no es menos que ilusoria. De Fer mira sin duda con ojos imperiales hispánicos, aunque lingüísticamente su mapa apunta a una cercanía con la corona francesa.
Del jugueteo con los regueretes de islas
Esa misma mirada archipelágica conecta, por otra parte, la experiencia colonial del Caribe con las Canarias (Stevens Arroyo, Merediz) y las Filipinas (Morillo Alicea), cuestionando por otra parte el irónico aislamiento del Caribe en muchas de las reflexiones sobre la zona tanto en el periodo colonial como el contemporáneo. ¿Qué la pasa al Caribe, por ejemplo, si lo imaginamos más allá de su geografía específicamente americana, para conectarlo con otros archipiélagos coloniales en el contexto español y estadounidense? Lanny Thompson comienza a contestar algunas de estas preguntas en su libro Imperial Archipelago: Representation and Rule in the Insular Territories under U.S. Dominion after 1898 (2010), pero quedan sin duda muchas interrogantes sin contestar. El mapa de Fer conecta el Caribe del siglo 18, con la Confederación Caribeña del siglo 19, la isla que se repite de Benítez Rojo, los regímenes multiestatales invocados por los escritores del grupo de la créolité en Martinica y el pensamiento arquipelágico de Glissant, el archipiélago diaspórico y queer boricua imaginado por Manuel Ramos Otero en Página en Blanco y Staccato, y sabediós que otros conglomerados isleños postcoloniales y postmodernos en los relatos de Tiphanie Yanique y Dionne Brand.
Pero también se vinculan estas islas con esas otras islas del pacífico invocadas por Epeli Hau’Ofa en “Our Sea of Islands” y Elizabeth De Loughrey en Routes and Roots: Navigating Caribbean and Pacific Island Literatures, o el archipiélago de Hawaii’i desde el que sueña Rodney Morales en When the Shark Bytes, o hasta los estudios americanos archipelágicos imaginados por Michelle Stephens y Brian Roberts en un número reciente del Journal of Transnational American Studies. Este archipiélago loco me tiene conversando con Juan Carlos Quintero Herencia y su obsesión con el archipiélago como fragmento que no remite a sambumbias identitarias, Allan Punzallan Isaac, y el archipiélago como una gramática imposible para los estudios Philippino-Americanos y diaspóricos caribeños, y Maritza Stanchich, sobre los boricuas an Hawai. Ese mismo reguerete de islas me permite conversar con Tania López Marrero sobre cómo los geógrafos se rompen la cabeza tratando de bregar con los países que están compuestos por más de una isla o las islas que contienen más de un país, y me tiene enamorada de ese libro tan bello que es el Atlas of Remote Islands de Judith Schalansky y Christine Lo.
Lo que me atrae de estos archipiélagos es que se trata de imaginarios insulares diaspóricos que conectan el Pacífico, el Caribe y el Atlántico por medio de relatos más coloniales y postcoloniales que nacionales y soberanos. Estos son relatos donde el Caribe en cuanto archipiélago puede ser eje sin ser esencia, puede ser medio, lugar de tránsito, sin ser parada definitiva, fin de la ruta, o cierre de un ciclo. Y esa incertidumbre del reguerete de islas que es una unidad pero no lo es a fin de cuentas, o de esos archipielagos coloniales que se multiplican y conectan me permite expandir las fronteras de Puerto Rico y el Caribe más allá de las islas, sin olvidar que los archipiélagos producen también no tan solo nuevos saberes, sino también nuevas cartografías para imaginar otros rumbos que van más allá de los mapas, la historia o la misma ficción.
Bibliografía:
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“The True Size of Africa: An Erroneous Map Misled us for 500 years” http://www.abovetopsecret.com/forum/thread962280/pg1
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“West Wing” “Somebody’s Going to Emergency, Somebody’s Going to Jail” Season 2, Episode 16.
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