Bestiario nacional
Aunque la ley regente en Puerto Rico condena y penaliza con relativa severidad el trato cruel a los animales, formaliza bajo sus dominios una serie de excepciones que contradicen sus preceptos y, en el acto, no sólo anulan su fuerza moral para reprochar y castigar tales prácticas sino que, además, las consiente y legitima, las realiza y hasta las anima. Durante los pasados setenta años así lo ha hecho con relación a las prácticas experimentales, autorizando infinidad de torturas y tormentos para satisfacer intereses corporativos, anhelos y caprichos de las hordas científicas del complejo biomédico industrial estadounidense. Desde décadas anteriores la ley insular también ha estimulado la crueldad contra animales mediante la cacería deportiva, para satisfacer la demanda sádica de unos cuántos. Desde finales del siglo XX la ley en la Isla promociona las matanzas de especies animales nativas, estigmatizadas como “invasivas” (primates rhesus, patas, monos ardilla, iguanas, etc.). Lo mismo haría con otras especies designadas como domésticas, pero convertidas en excedentes indeseables y en objetos desechables, a merced de los refugios y la mano asesina de veterinarios contratados para su exterminio, pero de manera más humana, mediante la eutanasia, si acaso disponen de recursos económicos; o mediante un tiro certero, si aprieta la economía (perros y gatos realengos; caballos mal heridos; cerdos y cabras silvestres, etc.). Para todas éstas prácticas la ley ha convenido en justificarlas como necesidades sociales y humanas, y aunque la experiencia histórica la ha desmentido, se obstina en preservarlas casi de manera intacta y en salvarlas para las generaciones futuras. Los medios de comunicación, casi sin excepciones, le han hecho el juego a la ley, a las instituciones y agencias del Estado encargadas de ponerla en vigor; así como a las corporaciones experimentales, universidades y demás negocios que se lucran de estas fatídicas crueldades.
La relativa naturalidad con la que acontece esta violenta realidad está arraigada en un acondicionamiento psicológico general, que nos programa para desensibilizarnos desde niños ante las aberraciones de la ley, de sus custodios y celadores. La crueldad contra los animales pertenece a nuestra cultura y por ende no ocasiona revuelo significativo entre la ciudadanía. Una cierta predisposición anímica a tratar con crueldad a los animales forma parte de la identidad del puertorriqueño; es tenida como valor social, como forma legítima del saber; como garante de la seguridad y como procurador indispensable de la salud humana.
La existencia del zoológico nacional refuerza la evidencia. El hábito cruel de enjaular animales para fines de entretenimiento familiar y de prestigio nacional es muestra del carácter perturbado de la mentalidad del puertorriqueño. Someter estas criaturas sintientes a condiciones de cautiverio es una práctica de crueldad inexcusable. Algunos biólogos contratados por la compañía de parques nacionales jurará que éstas especies viven mejor aprisionadas que en libertad, y tienen a bien condenarlas al tormento existencial del aburrimiento, a cambio de un bienestar raquítico y una suerte de seguridad imaginaria. Así, secuestran y mercadean con animales de todas partes del mundo; los arrancan de sus hábitats naturales, de sus círculos sociales, rompen sus vínculos familiares y los encierran para el disfrute hedonista y antojadizo de algunos curiosos, que pagan para verlos sin reservas de conciencia ni remordimientos.Una sociedad que enseña a sus niños a disfrutar del animal cautivo por capricho humano no puede esperar que aprenda a respetarlo y a ser compasivo cuando se haga adulto. Nuestro Estado de Ley no tiene la fuerza moral para castigar el maltrato a los animales, porque sus propias leyes refuerzan las condiciones psicológicas que hacen posibles los malos tratos, ya bajo la modalidad experimental, ya en los corredores de la muerte en los refugios; ya en las matanzas oficiales por imponerles el estigma de especies extranjeras; ya por estimular legalmente las peleas de gallos, o por el placer de matar de los cazadores deportivos; ya por el vicio de encerrarlos en estrechas jaulas como negocio de entretenimiento público, en los zoológicos como en los circos.Una sociedad que enseña a sus niños a ignorar que estos animales sufren porque están forzados a vivir en cautiverio, en verdad no enseña sino que embrutece. Enseñémosle en vez que sienten, que sufren y se entristecen como sentimos y sufrimos y nos entristecemos nosotros, animales de la especie humana. Enseñémonos que también padecen los males anímicos de la nostalgia y del tedio, que se angustian y se hastían, que se deprimen y que algunos, por aliviar la carga insoportable del encierro, se suicidan o se mueren por dentro. Y todo ¿a cambio de qué? A cambio de un goce egoísta e insensible; enajenado e inconsecuente: ya por ánimo lucrativo, ya por la sonrisa fugaz de nuestras crías al precio de atormentar animales de por vida.
Nadie se confunda: cuando los niños ríen y gozan el pasadía en el zoológico no los estamos educando. Por el contrario, estamos adoctrinándolos en los vicios sádicos de nuestra cultura de crueldad. Y no, no aprenden nada de valor social. Más bien los domesticamos como se domestican también a los explotadores, a los abusadores y a los tiranos.
Quizá la esperanza de cambio en las mentalidades y hábitos culturales todavía sea utópica, sobre todo cuando se vive en una sociedad que encierra en jaulas a su propia gente, y cree que encerrando puede docilizar a los más salvajes de su propia especie; y si no, se place con saber que los indomeñables al menos sufren, y de saberlos sufrientes, satisface su propia sed de venganza, reteniéndolos encarcelados.
Quizá la crueldad tenga menos que ver con la maldad que con la ignorancia, y más aún con la estupidez que nos envicia porque nos embriaga, porque nos desensibiliza y nos hace indolentes e inmunes a los sufrimientos de otras especies animales, ¡coño! porque nos entretienen.
Mientras tanto, en nuestro zoológico nacional, el anciano simio ni se inmuta por las griterías de las hordas infantiles, aburridas e inquietadas por su arrogante desidia, hecha figura enmudecida y petrificada de hastío. Él sufre en silencio, y en su mirada yace impresa la huella de la crueldad humana.